martes, 29 de abril de 2008

Ese hombre ciego, algo loco

Era muy poco lo que sabía de él. Durante algún tiempo una velada permanencia lo había mantenido cerca de mí sin que yo lo notara. Sus ojos eran grises, igual que su cabellera y su vestimenta, y su mirada no parecía traspasar los límites de sus anteojos.

Yo intentaba imaginar, cuando lo veía en la biblioteca, de tarde en tarde, cómo se las arreglaría para leer todos esos libros: enormes volúmenes y enciclopedias polvorientas rodeándolo siempre. Nunca lo había visto conversar con nadie más que con ellos, salvo dos o tres veces en que entró acompañado de un muchacho joven, de unos veinte años, llevándolo del brazo.

En esa época yo iba a la biblioteca muy a menudo pues estaba preparando una materia para la facultad, de la cual dependía mi carrera. El siempre estaba allí. Cada vez que yo entraba, levantaba su mirada distraída hacia mí y yo presentía que me estaba esperando. Enseguida volvía a sus libros, en una actitud extraña, como con miedo a que intentara acercarme e invadir su intimidad.

Pasó un tiempo en el cual, para mi regocijo, no volví a frecuentar la biblioteca. Me costaba mucho estudiar y, ya que había pasado con mucha suerte aquel examen, no tuve necesidad de hacerlo hasta dos meses después, cuando los finales me obligaron a consultar algunos datos.

Pedí los libros que necesitaba y me senté en una de las mesas cercanas a la entrada. Allí estaba él; sin darme cuenta me había sentado a su lado. Cuando lo miré, algo en sus anteojos me llamó poderosamente la atención: no tenían cristales, pero igual los llevaba puestos. Como me encontraba muy cerca –y él parecía no haberme visto- pude observarlo a mis anchas. De pronto, sin volver su rostro hacia mí, lo escuché decir:

-Sé que me está mirando. Pero no, no se asuste por favor. Hace un tiempo que la conozco y me agrada mucho la fragancia que inunda este salón cada vez que usted entra. Pensé que ya no volvería...

En un primer momento no supe qué contestar. Su voz era grave y pausada; me extrañó que no me mirara.

-Gracias, señor. Yo también lo he visto antes por aquí. ¿Es usted profesor en la universidad?

No, ya no. Lo fui en un tiempo. Ahora sólo vengo aquí a estar con ellos, mis amigos de antaño, mis únicos amigos. No puedo dejarlos, me necesitan; se acostumbraron al contacto de mis dedos, a las pausas de mis reflexiones, a mi avidez por conocerlos, a esperarme. Y me presienten ¿sabe? Cada uno de ellos espera mis diarias caricias... No, no puedo abandonarlos; no debo. Adiós señorita, sé que debe irse, todos lo hacen. Pero no se preocupe, yo estaré siempre para cuidarlos.

Con la impertinencia de mi juventud, asombrada por sus palabras que parecían muy sentidas, le pregunté:

-Pero... señor...

-Leming, José Luis Leming, es mi nombre.

-Encantada Sr. Leming, yo soy Josefina y disculpe la pregunta pero, si usted no puede leer... ¿cómo es que... ?

-Si, la entiendo... usted sabe que yo estoy ciego... es algo absurdo que en estas precarias condiciones pase tantas horas rodeado de libros, pero voy a explicarle. Yo no puedo leer pero puedo imaginar lo que dice en cada una de sus páginas... es como si yo los hubiera escrito. Ellos me transportan de un mundo fantástico a otro, con ellos he recorrido infinidad de caminos, me he aventurado en infinidad de situaciones y he conocido infinidad de personas...

-Disculpe señor, pero tengo que irme o llegaré tarde a la facultad.

El no dijo nada pero juraría que me estaba mirando cuando se despidió de mí con una sonrisa complaciente.

Al cabo de muchos años suelo preguntarme qué habrá sido de él; de ese hombre ciego, algo loco.

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