sábado, 28 de agosto de 2010

"Ruinas Circulares" de Jorge Luis Borges

Cuando tomé la decisión de analizar "Ruinas Circulares" de Jorge Luis Borges no pensé que entraría en los laberintos borgeanos de una manera tan literal. La primera lectura del cuento me apasionó y pensé que el personaje de un hombre que quería soñar otro hombre y traerlo a la realidad, refería a la frustrada paternidad de Borges. Ilusa yo. Esa puede haber sido una intención que quizás él ni siquiera imaginó, aunque lo dudo. Nada en B. está librado al azar, ni al inconsciente. Lo que estoy aprendiendo de su literatura es que lo que para mí es un ejercicio intelectual de comprensión elevada a un cierto nivel de cultura, para él es un juego. Un juego de simulacros, espejos y laberintos infinitos e interminables que nos lleva a nosotros, los lectores, hasta dónde cada uno quiera.

domingo, 22 de agosto de 2010

Desde que te perdí...

Desde que te perdí
camino confiada
por los senderos del sol
mientras su voz me susurra
palabras de amor

Desde que te perdí
no me duele tu ausencia
no recuerdo el sabor
de aquellas mañanas
impregnadas de tu olor

Desde que te perdí
el jazmín floreció a tiempo
la primavera estalló
salpicando de colores
y de sonidos mi voz

Desde que te perdí
canto y vibro en cada canción
en sus brazos me acurruco
y él me abriga, me da calor

Soledad ya no me busques
ahora es él mi dueño y señor

lunes, 16 de agosto de 2010

La paradoja en tiempos modernos (de Matías Ayerza)

–Disculpáme, ¿acá para el 12?
–No pá, acá para la 12.
–Uh…

No sin antes sufrir un altercado con un contingente de adictos al “¡Dale Bó!”, partió Ulises Dechilena hacia su primera cita con Marina Pereyra Tirabola, su chica de la facultad.
Él tenía 19, y le encantaba escuchar música electrónica, influenciado por su hermano mayor, prometedor DJ de SKA-Biame, un café-restó-azucarad-bar de Palermo Heavy.
Ella, en cambio, era más del estilo de tatuarse sinsentidos en su omóplato izquierdo, sin miedo a exponer ante el mundo su cuestionable IQ mental.
Ambos estaban dando sus primeros pasos en la carrera de Economía de la UBASAL, una institución privada de capitales yugoslavos, y se conocieron hablando de ensaladas light en la clase de teología (toda una ironía de tenerse en cuenta que aquella cátedra abogaba por el fin de los tiempos de Cupido, por considerarlo una amenaza para la raza superior, es decir, los rubios de ojos celestes -exceptuado Guido Süller).
Hace rato que Ulises estaba esperando esa noche. De hecho, le costó mucho conseguir que Marina se fijara en él. Para eso tuvo que aplicar todos sus conocimientos en materia romántica, aprendidos gracias a su fiel consejero: el suplemento Púber del diario Clarín.
Por esto y mucho más, el joven idealista tenía decidido no estropear su cita. Todavía estaban latentes en él los recuerdos de aquella vez en que su pareja del momento lo dejó plantado por hacer apología de los pelirrojos (Ulises habría parafraseado al Colorado Liberman).
Habían quedado en que él la pasaría a buscar por su casa para ir al cine a ver el estreno de El señor de los Anillos IV: “Gollum prueba faso”. Sin embargo, la noche tomaría un giro inesperado ni bien saludó a Marina en la puerta de su casa.
Atrás quedarían las mañanas de conversaciones banales con su amiga en los recreos de la facultad, y los sueños platónicos de Ulises protagonizados por una Marina descollante, seductora e imposible. ¿Los motivos? Ni sus propios amigos comprendieron días más tarde las explicaciones de Ulises, quien al parecer se habría desairado con la presencia poco feliz de un ejemplar del reino vegetal yaciendo inerte en la dentadura de la dama.
La cita concluyó normalmente, pero con un Ulises evasivo, distante y acusando un malestar estomacal como vía de escape ante el insinuante acoso hormonal de Marina, quien tras percibir con movimientos lingüísticos las razones del rechazo, regresó a su casa cabizbaja, y con la promesa de nunca más practicar la dieta de Cormillot.

Vientos de cambio (de Matías Ayerza)

Se llamaba Pura Dobleapellido. Sus padres le pusieron así en honor a la adoctrinada relación que los unió durante años y que nunca quebrantaron, a pesar de una sociedad cada vez más desinhibida y más preocupada en satisfacer las necesidades de la revista Pronto que en exponer su esencia ante un tribunal súper espiritual, presidido por el papa y secundado por profetas del “no al casamiento gay”.
Pero Pura era diferente. Ella se crió dentro en un ambiente que alternó vientos de modernismo progresista con tradicionalismo propio de la educación de sus padres. La combinación: un huracán de inseguridad que traería fuertes consecuencias en su personalidad.

Pura alcanzó la adolescencia abrumada por la angustia que le generó no saber a dónde pertenecer. Sus amigas experimentaban la madurez sexual, mientras ella seguía debatiéndose entre comprar los discos de la Sole o tatuarse a Maru Botana en el gemelo izquierdo.

Los días pasaron, y fueron testigos de un trastorno cada vez más fuerte en la mentalidad de Pura, que prefirió encerrarse en sí misma que confesar sus miedos. El resultado fue inevitable. Un nuevo apodo sonaría fuerte en los pasillos de su colegio, y le daría un nuevo rumbo a su vida: bastó con cambiarle una letra a su nombre para adecuarlo al contexto en que se hallaba.

Los púberes, aquejados por la sequía propia de la edad, se vanagloriaron de haber instaurado semejante sobrenombre en el ecosistema escolar, sin admitir que gracias a Pura su propia libido había descubierto un nuevo mundo, alejado del mero reflejo de un monitor o de un programa de cable por la noche.
Los padres de Pura prefirieron desviar las miradas a afrontar la realidad que significaba pintadas en la pared de su casa, o hasta emails tendenciosos con imágenes de su hija haciendo honor a su nombre, pero más aún a su sobrenombre.

Esta acumulación de incertidumbre existencial llegaría a su punto más alto una tarde de invierno, cuando Pura sentó a sus padres y les comentó que iniciaba su camino de la agridulce espera, con el agregado de que desconocía el paradero del responsable masculino.
Nueve meses más tarde nacería el primer nieto de los Dobleapellido y el primer hijo de Pura, inevitable víctima del simplismo y el chiste fácil de parte de su mediatizado entorno.

jueves, 12 de agosto de 2010

El picaflor

Estaba sentada en el living de la confortable cabaña, leyendo un buen libro, cuando aparecieron Juan y los chicos para invitarme a un paseo hasta Quila-Quina. Eran mis vacaciones y me había propuesto hacer lo que tuviera ganas, ya habría oportunidad de ir más adelante. Les dije que fueran ellos, y me acomodé un poco más en el sillón para seguir disfrutando de la lectura. Cuando la puerta se cerró, me dije: al fin sola.

Enfrente de mí, un amplio ventanal me mostraba una panorámica, en tres dimensiones, del bosque que rodeaba la cabaña que habíamos alquilado en los Altos del Sol, un lugar de ensueño en San Martín de los Andes.

Levanté por un momento los ojos del libro, atraída por el cuadro que me devolvía la ventana y la belleza de esa vegetación exuberante, con árboles de todos los tamaños y diferentes tonos de verde. No recuerdo cuánto tiempo pasó hasta que me encontré sumergida en esa vegetación y sentada sobre la rama de un arrayán. A mi lado una bandurria con porte algo altanero me miró y me preguntó:

“¿Sos nueva en el barrio?” Yo atiné a contestar un tímido “si” sin entender lo que me estaba pasando. “Me pareció, no te había visto antes. Yo me llamo Paco, encantado” y me tiró un beso con un pico largo y corvo que me hizo retroceder. “Vení que te llevo a conocer el lugar, seguíme”. Cuando lo vi levantar vuelo pensé que ese pájaro estaba loco. ¿Cómo iba yo a seguirlo? Sentí pánico pero Paco me dio un empujón y me encontré volando a su lado. “Dale, apurate que no tengo todo el día, ustedes los picaflores son medio histéricos, revolotean mucho las alas pero no avanzan demasiado. ¿Cómo te llamás? ¿Acaso Fifí? Y antes de que pudiera contestarle lanzó un grito estridente, una extraña carcajada que me hizo retroceder. Algo ofendida, me sorprendí escuchándome decir que mi nombre era Copeta -porque ese era el apodo de mi madre, no el mío-, y tratando de acelerar el vuelo para que no volviera a retarme, le pregunté: “¿adónde me llevas?”
“Ya verás”, me dijo y comenzó a planear sobre el bosque hasta llegar a una playa de un lago desconocido en donde bajamos a tomar agua. Cuando vi mi reflejo en el agua pegué un brinco y salté para atrás. La imagen que veía era la de un picaflor. No podía entender qué me estaba pasando. Paco me ignoró y emprendió nuevamente el vuelo y yo lo seguí algo aturdida. La vista desde arriba era impresionante, jamás había visto belleza semejante y por un rato volamos en silencio hasta que el paisaje cambió abruptamente y aparecimos en mi casa de la infancia, a casi 1.600 kilómetros de la cabaña. ¿Tanto habíamos recorrido volando? Todo pasaba tan rápido que no me daba tiempo a preguntarle a ese pajarraco insolente lo que estaba sucediendo.

Entramos a la casa por la chimenea y Paco me dijo: “escuchá en silencio, no hagas ningún ruido”. Nos quedamos los dos quietos en la chimenea. Había gente alrededor del hogar hablando en voz baja. Se escuchaban algunos sollozos y pude reconocer sonidos familiares. ¡Eran mis hermanos! No tardé en descubrir que estaban velando a alguien en otra habitación. Pero ¿a quién? Bajé un poco más por el hueco de la chimenea y por una hendija pude verme a mi llorando, abrazada a Florencia, una de mis hermanas. Recordé cada momento de aquel día en que murió mi madre. Decidí salir de ese oscuro lugar que me estaba asfixiando y dando la vuelta me posé frente a la ventana del living.
Todos los presentes me miraron y escuché a Lucía gritar: “miren, en la ventana, un picaflor. ¡Es ella, estoy segura de que es mamá!

Paco me miraba por primera vez con cierta ternura y se dio cuenta de que había entendido. Miré a mis hijos por última vez con la promesa que volvería a visitarlos. En silencio regresamos al bosque y yo volví a mi sillón, después de despedir a mi amigo.

“Antes de que te vayas quiero hacerte una pregunta”. “Bueno, dale che que estoy apurado, ya te dije” pero su tono era cariñoso esta vez. “¿Soy yo o mi madre quien vive en este picaflor?” “Son las dos, tu madre vive en vos y vos en ella y quiso regalarte este paseo porque te vio algo triste”.

Volví a mi realidad y a mi cuerpo cuando mi familia entraba a la cabaña, con muchas ganas de tomar un rico té.

Desde aquellas vacaciones, cada verano aparece un picaflor en el jardín de mi casa. Mis hermanos me cuentan que a ellos también los visita de tanto en tanto.

miércoles, 11 de agosto de 2010

La liberación de la tortuga

La vida me ha dado todo y yo no sé aprovecharlo. No avanzo; todo lo aprendido se esfuma en una cortina de niebla que me impide ver. Un miedo ancestral me repliega una vez más dentro de un caparazón oscuro y seguro. Me digo que no debo ser tan tonta. Lloro y me compadezco, por no entender el mundo que gira a mi alrededor. Soy yo la que giro, como una veleta entre personajes siniestros, monstruos de tres cabezas, pájaros de alas cortadas, serpientes y culebras. No logro ver más que peligros desafiándome. Mi ingenuidad no tiene límites. El mundo es inocente hasta que me demuestre lo contrario. Quisiera poder salir y vivir de otra manera, confiar y no temer. Quisiera desafiar mis propios límites de tortuga y poder disfrutar de las maravillas que intuyo hay afuera, de atreverme y que no me importen la mirada esquiva, la indiferencia, la burla o la ironía.

Encerrada en mi caparazón asomo tímidamente mi cabeza y veo en la playa tres niños que parecen venir hacia mí; visten túnicas largas y sostienen en sus manos una vasija. Se acercan a una niña que sentada en la orilla parece observarme pero sus ojos tristes miran más allá de mi pequeño caparazón. Cubre su cabeza un sombrero bonito, cubierto de flores artificiales; un adorno prefabricado que lleva con recelo, como obligada a ponérselo para cumplir un rito ajeno.

Los niños la rodean y extraen algo de sus vasijas. Uno le entrega una flor blanca, otro una flor roja y otro una flor amarilla; esta vez son naturales. La niña las coloca en su sombrero, se levanta y comienza a danzar a mi alrededor. Su semblante se transfigura y sus ojos se encienden con una luz nueva. Me levanta y me obliga a danzar con ella. Los niños se suman a la danza y corremos todos por la playa. Comienzo poco a poco a salir de mi caparazón y me uno a sus festejos. Siento una alegría única y desconocida. La niña a cada paso va desarmando su sombrero y tira sus despojos al mar, hasta quedarse sólo con las tres flores.

Las risas cesan repentinamente, no entiendo qué sucede hasta que veo tres soldados con cascos verdes y enormes ametralladoras que nos frenan el paso. Tiemblo de miedo y me repliego a mi segura guarida. La niña, sin perder su sonrisa, toma las flores de su cabeza y entrega una a cada soldado. Estos dudan un segundo, las arrojan al mar y lanzando una carcajada grosera, siguen su camino.

Salgo de mi guarida y los cinco, tomados de las manos, seguimos con nuestra danza sin mirar atrás donde quedó mi caparazón meciéndose entre las olas.

Los amores imposibles (de Daniel/Fénix)

I
Los amores imposibles nunca mueren,
y si tú has vivido uno, no fue en vano,
ellos tienen un destino de presente;
son el agua, en el hueco de tus manos;
son la esencia del perfume del jazmín,
y son ellos ese verde de los campos,
de los pájaros el canto,
y en las rosas, el carmín.

II
Los amores imposibles son a veces,
esa música lejana que se escucha,
las cobijas que de a poco te adormecen,
son las nubes que distraen a la luna
y hacen tuyo el beso tierno de tu amante,
son las olas de océano y su espuma,
y del tiempo son la suma,
de los cálidos instantes.

III
Los amores imposibles son guardianes,
con destino de cuidar de otros amores:
los posibles. Tan distintos, tan iguales.
Para ello toman formas y colores,
se hacen viento, sombra, luz, y no descansan,
y si pones atención verás sus flores,
que mantienen ilusiones,
y renuevan esperanzas.

IV
Los amores imposibles son la prueba,
de que un mundo junto al nuestro hay, paralelo,
habitado por amores de leyenda,
fuera de orden, sin historia, sin aciertos.
El del viejo y la muchacha; el del pobre,
despreciado por la rica que es su sueño;
el del que ama a alguien con dueño;
el del reo, el del torpe.

V
Los de Juan, Esther, Clotide, Luis, Susana,
Eleonora, Liz, Santiago, y Antonieta,
Los de Alberto, Lucas, Diógenes, Julieta,
Soledad, Mabel, Arturo, Jorge y Ana.
Ellos son amores todos imposibles,
como hay tantos y se cuentan por millones,
escondidos en balcones,
en retratos, y en cojines.

VI
¿Discutían?... ¿El teléfono interrumpe
pero nadie te responde cuando atiendes?
Reflexionan: lo mejor es que se escuchen.
Vuelves, hablan, ¿y se abrazan y se entienden?
¿Tú quién crees que llamó para calmarlos?
¡Fue un amor, uno imposible, lo hacen siempre!
Si hay problemas aparecen,
sabios, prestos, solidarios.

VII
Los amores imposibles tienen vida,
y si tú has tenido uno, no fue en vano;
su tarea ha de ser siempre cumplida,
acudiendo cuando se hacen necesarios.
Mientras tanto... son las gotas cuando llueve,
el sol tibio, tu mascota, tu rosario;
un misterio y un milagro,
renovado, recurrente.
VIII
Los amores imposibles, siempre cuidan.
Los amores imposibles, siempre vuelven.
Los amores imposibles, nunca olvidan.
Los amores imposibles, nunca mueren...

lunes, 9 de agosto de 2010

Este tiempo mío... (de Luis Orihuela)

Este tiempo mío que anochece
en la ciudad sin luces
del hastío
la descubríó trémula,
transparente.
Decidida.

Igual que otros
metas ajenas,
mandatos
y ausencias.
urgieron sus tiempos
hacia algunos desatinos

Pero ahora va de regreso
tras algunos sueños pendientes
y antiguas intenciones.

Y en sus ojos calmos hay
reflejos de arena limpia,
de agua clara
y de ese amanecer que siempre buscan sus versos.

A vos

Viniste a mí
como un soñar ajeno
un vendaval
de fuego
que arrasó
en paralelo
laberintos y espejos
incinerando velos.

Me regalaste
en poemas
tus sueños
que hice míos
orquídeas y tulipanes
húmedos duelos
en amorosos encuentros,
también rosas
que lastimaron
mis dedos.

En silencio
soltaste amarras
y zarpé
hacia otros destinos
ya no me veo
en tus ojos
ni beberé de tu vino
pero el recuerdo
no será olvido.

A vos te debo parte
de esta tibia luz
que hoy es faro
en mi camino.

sábado, 7 de agosto de 2010

La casona (de Luis Orihuela)

Era el mediodía de aquel lunes cuando llegué a la vieja casona de Adrogué.
Ya estaba casi vacía. Solo faltaba cargar algunos muebles y unas plantas para terminar con más de cincuenta años de historia familiar. Mucha vida había transcurrido allí. Y demasiada muerte
Cuando abrí la puerta cancel el hall resplandecía. El sol entraba por la gran ventana de vidrios repartidos; tras ellos, la galería exhibía todo el verdor de las enredaderas.
Me acomodé en el sillón que adrede reservé para ese momento. Desde la niñez, había jugado en él todas mis fantasías y también fue refugio para miedos, retos y sermones. Era justo que dejáramos la casa el mismo día
La tibieza del sol acariciaba. El silencio omnipresente en la casa vacía me empañó el alma y la nostalgia entró vehementemente en mí.
Apoyé la cabeza en el alto respaldar y cerré los ojos.
Me sobresaltaron los fuertes golpes del llamador, ennegrecida garra de león que la casa conservaba con orgullo.
Me levanté y corrí al zaguán para abrir la puerta.
Pero no fueron mis dedos los que giraron el picaporte sino otros, arrugados, pálidos y delgados. Los de un anciano.
Entraron dos hombres y quedaron detenidos allí, como a la espera. Sin tiempo para mi desconcierto, intuí que sus miradas, dirigidas hacia algo detrás de mí, no me advertían.
Entonces giré y vi al anciano.
Era pequeño, enjuto y calvo y su mirar lavado tampoco parecía verme.
-Bienvenidos caballeros. Resta sólo cargar los perros pero tal como me solicitaron, los he encerrado en jaulas. Eso hará que puedan transportarlos sin riesgos.
Noté que el anciano vestía anticuadamente. También los mamelucos que llevaban los hombres eran antiguos.
-Si están de acuerdo señores, les pido me acompañen al segundo patio donde los he dejado.
Los hombres asintieron y se pusieron en movimiento. Con brutalidad, tomé conciencia de que ninguno podía percibirme porque al hacerlo literalmente traspasaron mi cuerpo como algo inmaterial e invisible.
Los tres salieron por la galería y los ruidos de sus pasos se apagaron
El silencio, nuevamente adueñado de la casa, creó en mí un miedo sin amarras que me empujó al hall. Casi por instinto busqué el amparo de mi sillón y cerré los ojos. Cuando los latidos descontrolados de mi corazón comenzaron a uniformarse por la tibieza del sol me propuse dormir.
Soñar un nuevo sueño que al cerrar esa secuencia oscura, seguramente convertiría todo aquello tan solo en una pesadilla de una tarde quieta.
Quizá, el único, definitivo y necesario modo de abandonar en aquella casa toda mi tristeza.

viernes, 6 de agosto de 2010

El mensaje

¡Hola Negra! Desde el asteroide Kettler te hablo! No te asustes. Soy Román, me quedé atascado aquí camino al Paraíso.

Te cuento que es una especie de purgatorio que algunos atorrantes como yo necesitamos para llegar más preparados al Cielo, un lugar que acá se comenta que es posta. Este es un sitio bastante siniestro, muchas almas pululan a mi alrededor, pero nadie se acerca a menos que yo lo haga. Por las noches, que en realidad se miden porque las estrellas se ven más cerca -porque aquí es siempre de noche- se reúnen en grupos de seis, en una especie de cráteres que hay. Uno se tiene que acercar y elegir un asiento; si no hay lugar, prueba en otro hasta que se ubica. Dentro de estos cráteres hay luz, pero no hay ninguna bombita, ni lámpara, ni nada. Es una luz muy blanca, diferente a las luces de allá. Uno de los seis es el líder y el encargado de hablarnos sobre las diferentes maneras de salir de acá. Parece que los que aprendan se van al Cielo y los que no, se irán con este asteroide a chocar contra la tierra, pero no nos dijo cuándo. No te asustes mi amor porque eso va a pasar en millones de años. Dice que hay que ser creativo; yo, que en la vida dibujé ni un barrilete. Porque los creativos son esos que pintan ¿no Negrita? Vos que te las sabés todas te irías como un tejo al cielo… lo que es yo, no cazo una. Pero bueno te contaba que este pibe dice que hay que romper la rutina… ¿qué rutina? si acá no hay tele, ni fulbo, ni birra, ni fasos… también que la respuesta está en nuestro interior, que tenemos que hacer las cosas de manera diferente a la que estamos acostumbrados, que tenemos que volver a ser como niños, a descubrir todo de nuevo, como si fuera la primera vez y a amar a los otros, aunque sean diferentes. Yo a vos te amo, Negra, a mi vieja, a la Titi y a la Nona y a los muchachos, así que tengo una parte aprendida ya –aunque al viejo no lo puedo perdonar. Sabés que acá no me duele tanto lo que me hizo... Pero... ¿cómo puedo amar a todos estos fantasmas que no conozco? No sé, no entiendo nada... parece que nada más con escuchar y abrir la mente y el corazón, las cosas se van resolviendo solas, como que no hay que hacer mucho esfuerzo más que ese… Yo, la verdad, no entiendo un corno, pero ya le iré tomando la mano. ¿Sabés a quién me encontré acá? Al turco Elías. ¿Te acordás cuando se pegó un palo con el auto del padre? Bueno, te cuento, me dijo que está hace una semana, cosa que me sorprendió mucho porque se murió hace como diez años… ¿te acordás? ¿cómo puede ser Negra, me querés decir? Acá es todo muy, muy raro. Pero yo estoy bien, no me duelen más los pies porque no tengo que caminar, comida no necesito porque mi cuerpo es como transparente, no puedo tocar a nadie y no me pueden tocar… eso es lo que más extraño… una buena revolcada con vos… ¡Dios, cómo me gustaría! Aunque por otro lado eso tiene su parte buena porque con lo calentón que soy no corro peligro que nadie me pegue una trompada.
Bueno Negri, te dejo porque el turco me prestó una especie de telefonito, como un celular chiquito que se ganó por haber hecho una buena acción –no tengo ni idea cuál-para que te mande este mensaje, y se lo tengo que devolver antes de que nos pesquen… el castigo creo es no ver más al turco. Voy a tratar de abrir el bocho para aprender y ganarme uno de estos así me puedo comunicar con vos más seguido. Te quiero mi negra linda. Chau. ¡Hasta pronto!


Marisa se despertó con una sensación rara. Había tenido un sueño donde Román le hablaba. Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar su accidente y cómo una bala perdida había frustrado su casamiento, cuatro años atrás.

Un bondi al gran amor (de Matías Ayerza)

Era la primera vez que Lorenzo iba a comer a la casa de sus suegros, un sexagenario matrimonio afín al golf de domingo en su ostentosa casa de country en Zona Norte.

Un frustrado beso al dueño de casa amenazó con arruinar instantáneamente la jornada protocolar, pero la novia logró corregir la maniobra y presentarlos adecuadamente: firmes las manos y caras de “no a la ley de medios”.

Antes de sentarse a comer, Lorenzo recorrió la casa impresionado por el aparente nivel adquisitivo de la familia de su novia. Lujosos muebles, moderno televisor y distinguidos retratos de antepasados con el ceño fruncido.

Sintió alivio al notar que los cubiertos de la mesa eran tres, y que no sufriría mayores inconvenientes a la hora de encarar el menú de la noche, un corte de carne acompañado de un gentilicio europeo y papas noisette.

–Contanos Lorenzo, ¿qué estás estudiando?– preguntó amablemente la suegra.

Aquellas palabras irrumpieron en el preciso momento en que Lorenzo procedía a la ingesta de su primer bocado, dando lugar a cinco desafortunados segundos de silencio.
El ruido de los dientes crujiendo ese pedazo de carne fue música para los oídos de los comensales.

–Tengo pensado meterme en administración el año que viene. Por ahora estoy de lleno en la heladería.

El suegro, cuyos pelos grises se mantenían aplastados y en posición de firmes, conservaba la mirada fija en el plato sin emitir comentarios. Su mujer, mientras tanto, movía la cabeza y alzaba las comisuras de los labios en un intento forzado de sonrisa.

Para evitar futuros cuestionamientos, Lorenzo optó por desviar la mirada y hacer el ingreso de su segundo bocado: esta vez, el pedazo de carne junto a una papa noisette.

La mesa continuó con debates de política antiperonista y recomendaciones para evadir a los limpiavidrios de la Capital Federal. Todo en un marco de respeto y con un Lorenzo esforzándose por caerles bien a los padres de su novia. Entretanto, el sonido de la televisión llegaba tímido desde la cocina: la empleada doméstica miraba compenetrada los gestos de la Enana Feudale en el programa de Tinelli.

La suegra, no conforme con la única declaración de Lorenzo, disparó nuevamente:

–Y vos, Lorenzo, ¿qué opinás del matrimonio gay?

Tragó saliva. Símil en volumen a aquella papa que segundos atrás había saboreado con placer. Y contestó esquivo:

–No tengo una postura formada. Es un tema complicado.

Acostumbrados a intelectualizar, la familia no dejó tema de la agenda por repasar. A Lorenzo se le hacía cada vez más complicado sortear los dardos tendenciosos de sus suegros. Le preocupaba. Pero también se sentía orgulloso por su capacidad de adaptarse a la situación.

El aroma del postre ya se hacía sentir desde la cocina. Y Lorenzo comenzaba a palpitar el final feliz de aquella odisea ceremonial.

Aunque todavía restaba el plato fuerte. Aquel que un ingenuo Lorenzo nunca se imaginó.

–Maradona. Qué drogadicto impresentable… –arrojó el suegro.

En ese preciso momento, al flamante invitado se le vinieron a la cabeza todas las imágenes juntas: su póster del 86, su camiseta firmada, su tatuaje en el hombro...

–Con el Diego no. –interrumpió, inconsciente.

A pesar de la mirada confundida de sus suegros y su novia, continuó:

–Con el Diego no te metas, ¡viejo del orto!

Se levantó y se fue corriendo, indignado, a tomarse el primer colectivo que pasara.

Días más tarde, reunido con sus amigos frente a la televisión, su piel sería la primera en erizarse: su ídolo entraba a la cancha para iniciar el camino hacia una nueva hazaña. Una más entre las tantas.