jueves, 24 de abril de 2008

Yayo

No le gustaba que le dijeran “maestro”. Yayo era una persona desprovista de formalismos; vivía la vida intensamente, como la sentía. De pocas palabras, enemigo del halago fácil, nunca sabíamos si nuestros cuentos le gustaban o no. Solo nos corregía la ortografía y la gramática y, a duras penas, le sacábamos un “bien” o “yo cambiaría esto por lo otro”.

Se había divorciado de su mujer y vivía solo en un departamento atestado de libros, fiel reflejo de su persona, abierta a los amigos personales y a los amigos de las letras, que eran también sus amigos.

Yo empecé a frecuentar su casa de la mano de Jorge Leming, un escritor de vocación que había conocido una tarde en el Bar Unión, donde solía ir en busca de inspiración. Hasta ese momento, mi producción literaria se reducía a alguna que otra publicación en revistas de segunda y a una serie de cuentos fantásticos que dormían en un cajón de mi mesa de luz, a la espera de que algún día me decidiera a publicarlos. Jorge había conseguido que le mostrara uno de ellos y sin decir una palabra, me llevó a la casa de Yayo.

No dudé en integrarme de inmediato a uno de sus grupos de taller. A Jorge me lo cruzaba de vez en cuando y, con el tiempo, le perdí el rastro. Un día Yayo me comentó que se había radicado en España y que pensaba que no volvería a Buenos Aires, hecho que lamenté porque Jorge había tenido mucho que ver en mi despegue literario. Después de tres años de taller había escrito mi primera novela pero los cuentos fantásticos, por una razón oculta a mi conciencia, permanecen aún guardados en un cajón.

Una de las cosas que más me intrigaba de Yayo era que jamás nos mencionó su obra; cuando le preguntábamos decía que no era importante, que se limitaba a alguno que otro artículo publicado en la Revista Sur, ya desaparecida en aquella época. Yo no le creí. Y pude comprobarlo un día que, encontrándome a solas con él, me contó parte de su historia en la que Jorge Leming volvió a aparecer en escena. Yayo conservaba todas sus novelas. Se había enterado de que su amigo había muerto en España y me las dio para que las leyera con el pedido expreso de que no se las devolviera.

Leyendo aquellos libros comprendí el misterio que envolvía a Yayo y a Jorge Leming quien, en realidad, nunca había existido. Me pregunté cuándo, aunque no por qué, Yayo había decidido firmar con seudónimo su magnífica obra literaria.

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