viernes, 26 de noviembre de 2010

LA VENTA, EL CUENTO, EL CIEGO, EL PERRO... (de Celia Castro/España)

-Todos escucharon el cuento con curiosidad creciente. Si el narrador hubiese observado los rostros de su auditorio habría visto ojos húmedos por la mengua de parpadeos que provocaba la atención; músculos relajados en atisbos de sonrisas y gestos, movimientos y ademanes involuntarios que reflejaban la doble sensación de ansia por conocer el final de la historia y de pena porque la historia culminara. Pero nada de esto pudo advertir el narrador porque el narrador de aquel cuento era ciego.
Para ambientar este suceso debemos volver la vista atrás y, de un salto, viajar hasta aquellas épocas lejanas y no tanto en las que los cuentos eran tan necesarios como el vino, un pedazo de carne o el calor de un buen fuego. Porque, aunque lo hayamos olvidado, somos herederos de generaciones sucesivas de labriegos, hortelanos, pastores, guerreros, comerciantes, señores o siervos que nutrían el preludio de sus noches con cuentos. Más allá del crepúsculo, cuando el cansancio de la tierra, los animales, los caminos recorridos o las armas atenazaban el cuerpo, el espíritu reclamaba su alimento.
Y a esas horas de sombras difusas y astros huidizos, no importaba si en palacios, cabañas, apriscos, campamentos o posadas, siempre había alguien dispuesto a servirles a las almas una historia que recordase que, sobre todo, somos personas.

El ciego de este cuento contó el suyo una noche de octubre.
Había llegado al pueblo como tantos otros buhoneros, mendigos, vendedores de baratijas, estampas o apócrifas reliquias: a pie y con el polvo y el aspecto de quien ha hecho de los caminos y la fatiga su condición natural. Por caridad se le dio alojamiento en las caballerizas de una pequeña venta y, también por caridad, se le convidó a un vaso de vino caliente en el comedor.
La estancia se animaba con la presencia de gentes ambulantes, de jornaleros contratados para la vendimia y de lugareños que exprimían los últimos momentos del día conversando o, simplemente, chasqueando la lengua ante una jarra de vino mientras dejaban vagar sus pensamientos por lo inmediato de sus comunes miserias. El ciego apuró su vaso, se limpió los labios con la manga raída del gabán y carraspeó. Ayudado por su bastón y acompañado de un perro sarnoso y ocre, de cuerpo raquítico y a buen seguro hospital de toda clase de parásitos, el ciego se situó en el centro del comedor y, sin mediar preámbulos, comenzó a narrar un cuento.
Todos los presentes callaron como tocados por un ensalmo paralizante. Todos desviaron su atención a la figura de aquel hombre viejo y andrajoso, privado de vista y de salud, y todos, durante el tiempo en que completó su relato, lo reverenciaron con la actitud muda y respetuosa que se reserva a los grandes hombres. Porque así es la magia de un cuento que convierte a quien lo cuenta en Rey dictando un edicto, en Papa promulgando una bula, en sabio revelando un descubrimiento.
El ciego concluyó el relato en un tono de voz más bajo que el que había usado para su desarrollo, como si el final de la historia fuese, por asimilación, apagándolo a él. Antes de que los oyentes se dieran cuenta, el ciego y el perro, haciendo gala de su compenetración con un mismo andar torpe y pesaroso, salieron por la puerta en dirección a las caballerizas.
Los congregados, como suele suceder tras la audición de una buena historia, tardaron en reaccionar pues sus respectivas imaginaciones transitaban todavía tras la estela de las palabras del ciego. Poco a poco fueron reactivándose y el ambiente comenzó a llenarse de los ruidos propios de una venta. Hasta el fuego volvió a crepitar con ímpetu extrañamente renovado.
Uno de los vendimiadores fue el primero en dejar oír su voz tras emitir un profundo y desgarrador suspiro que parecía desterrar de su pecho todas las congojas del mundo.

Haciendo tintinear unas monedas el vendimiador pidió otra ronda al ventero que, presto, le sirvió una jarra. “¿Tú cómo entiendes –preguntó al ventero- que el padre se alejara durante tres años de su casa en busca de fortuna y a su regreso, más pobre aún que a su ida, encontrase a su mujer e hija felices y prósperas, regentando un telar artesanal? ¿Puede acaso el ingenio más que la audacia?” El ventero lo miró sin comprender. “¿De qué me hablas? ¿De qué padre, mujer e hija?” Concentrado en el vino, el vendimiador exclamó: “¡¿De qué te voy a hablar más que del cuento del ciego?!” El ventero miró hacia los lados, como cuando queremos encontrar cómplices en una discusión y, observándolo con fijeza, le replicó: “De nada de eso trataba el cuento del ciego sino de unos duendes que se colaron en la posada de un hombre cabal y casi lograron que perdiera el juicio volviéndolo ambicioso y arrogante.” Un arruinado hidalgo, vecino del lugar, que acostumbraba a beber su infortunio en la venta, terció: “¡No entendéis ni lo más evidente! El cuento del ciego trataba de un desventurado caballero a quien la guerra convierte en prisionero del enemigo y, más tarde, en proscrito en su propia patria”.
Un coro de voces fue sumándose a las del vendimiador, el ventero y el hidalgo, y cada voz expresaba con vehemencia el argumento del cuento del ciego, y era el caso que cada voz contaba un argumento diferente lo que creaba una cacofonía de cuentos dispares y de caras enrojecidas por el esfuerzo de hacer triunfar su versión.
Un pastor de cabras que había permanecido en silencio se acercó al grupo y, con el sosiego que otorga la pertinaz compañía de la soledad, intervino para recomendar que lo mejor sería preguntarle al ciego por el misterio de su cuento cambiante pues él mismo había creído escuchar una fábula en la que dos buitres se disputaban el cuerpo de una oveja aún viva.
Todos se mostraron de acuerdo y, en tropel, se dirigieron a las caballerizas donde fueron recibidos por dos caballos, un potro retozón y una gallina que se había escapado del gallinero. Del ciego y del perro no había ni rastro.
“¡Nos ha engañado!” “¡Era un timador!” “¡Un brujo!” “¡Un embaucador!” “¡El mismísimo demonio!” “¡Nos ha hechizado!” “¡Se arruinarán las cosechas!” “¡Nacerán terneros con dos cabezas!” “¡Habrá sequía, una hambruna, pestes, plagas…!”
“¡Armaos con lo que tengáis más a mano y vayamos en su busca, no puede haber llegado muy lejos!” “¡A por él, vamos todos!”
Y allá se fueron con improvisadas antorchas, distribuidos en iracundos grupos que hacían restallar al aire garrotes y ramas de olivo, cayados retorcidos y fustas. Y anduvieron, y husmearon, y lo buscaron detrás de los árboles, entre las rocas, en grutas y guaridas abandonadas, pero fracasaron en todos sus intentos y cuando al alba se concentraron en el lugar acordado todos parecían extenuados y pálidos, ateridos y tristes entre el rocío y la luz del frío amanecer.
“¿De dónde venís?” Les preguntó a su llegada al pueblo un anciano cestero que tejía mimbres con sus dedos desfigurados. El cestero asintió cuando contestaron a su interrogante. “Yo también escuché el cuento del ciego. Hablaba de un hombre que apareció en una pequeña población y desde su llegada comenzaron a proliferar los prodigios. Hubo un milagro para cada habitante y eso fue más de lo que aquellas gentes pudieron soportar. Porque- dijo el ciego en su cuento- todo el mundo asegura estar dispuesto a creer pero, llegado el caso, nadie cree. Por eso expulsaron a aquel hombre y a punto estuvieron de lincharlo. Pensaron que era peligroso, un demonio. Nadie lo creyó; los que se decían creyentes, menos que ningún otro.”

Nunca lograron ponerse de acuerdo sobre el cuento que el ciego contó aquella noche. Ni él ni su perro volvieron jamás.