sábado, 16 de junio de 2012

El artista de las mariposas (Celia Castro, España)

-Fue en verano, en un mediodía abrasador. El verano no es propicio para las confidencias; todo tiene demasiada luz, todo queda demasiado expuesto ante nuestros ojos.
Hacía casi quince años que no veía a mi amigo Simón. Quince años son muchos años para el amor pero no para la amistad que, en el primer abrazo de nuestro encuentro, se nos vino de golpe, avasalladora, intacta y entera. “Quiero contarte algo – me dijo Simón-. La verdad es que no pensaba contárselo a nadie pero ahora sé que quiero contarlo y que ha de ser a ti.”
No le hice ninguna pregunta ni me permití especulaciones. Simón no se caracteriza por ser hombre de carácter accesible. Las mujeres que se han relacionado con él han acabado huyendo de su lado. Las imagino despavoridas, escapando con lo puesto, obligándose a olvidar el traspié que en sus vidas supuso conocer a Simón.
La vida sentimental de mi amigo me tiene sin cuidado. Yo, simplemente, lo quiero como es: inteligente y oscuro; irónico hasta rayar en el sarcasmo; duro en sus juicios, sobre todo en los propios; solitario y huraño. No sé por qué lo quiero ni mucho menos me explico por qué él me quiere a mí. Creo que se trata de una especie de mutua debilidad o quizá del vestigio de una antigua rebeldía. “Grita si te muerde” – me dijo el conocido común que nos presentó cuando teníamos diecisiete años. Pero Simón no me mordió ni aquel día ni nunca. También supimos algo uno del otro ese primer día: sin palabras, como un conocimiento repentino y tácito, comprendimos que jamás llegaríamos a amarnos. Supongo que esta garantía rompió entre nosotros cualquier barrera y consolidó nuestra incorruptible amistad.

Para desmentir la hiriente claridad del verano recurrimos a un restaurante cercano. Una buena comida, una botella de vino y, sobre todo, una temperatura más benévola, formalizarían el conjuro que toda confidencia precisa.
El vino lo escogió Simón. Todos los misántropos son excelentes catadores de vino porque el vino, además de magnífico catalizador de emociones compartidas, es también una pasión solitaria.
Así comenzó nuestra conversación:
-Quiero hablarte de piedras.
-¿Renales? ¿Además de miope también padeces cólicos?
-Déjate de tonterías, bebe este vino indigno de tu paladar y escucha lo que voy a contarte…
Y esto es lo que Simón me contó:

“Sabes que no creo en nada ni en nadie, ni siquiera en mí mismo. Antes era un simple escéptico pero ahora, degenerando a propósito, ante la certeza íntima de que la degeneración es la forma más inteligente de evolución, me he convertido en un cínico. Ser un cínico tiene sus ventajas, sobre todo cuando el principal deseo es estar solo. Pero ser un cínico, créeme, es una pesadísima carga. Lo que empieza como un truco o un recurso estético termina por devorarte. Uno comienza siendo un cínico como deporte, como un juego de sociedad que te mantenga intocable dentro de una mampara de cristal y acaba por ser víctima de su propio maltrato.
Está bien, ya lo sabes, soy un repugnante cínico, un antisocial, un ser arrogante que elude el contacto con sus semejantes y, sin embargo….sin embargo, no hay nada que me atraiga más en este mundo que las cosas que vienen de la mano de los hombres, sus obras, todo aquello que los seres humanos son capaces de crear, de construir y, por consiguiente, de destruir.
Sigo, como siempre, detestando los amaneceres; los arrullos de las aves; los panoramas pintorescos; las fuentes cantarinas y todas esas zarandajas de égloga pastoril que hacen a las gentes más felices y no sé por qué, sinceramente. Esa misma naturaleza tan apacible que admiran con ojos empañados puede volverse contra ellos en cualquier instante. Un amanecer es en la otra esquina del mundo tiniebla; una brisa es la sonrisa de un rugiente huracán que asuela el otro extremo del mapamundi.
La naturaleza es hostil, mucho más que los hombres. Los hombres nos matamos por necesidad, por odio, por interés, por rencor, por maldad, siempre por alguna causa. La naturaleza no se justifica. Arrasa con la misma indolencia que fascina. Y aquí es justo donde quería llegar:
Yo, el cínico, el que todo lo niega, el incrédulo, he sido testigo de un hecho inexplicable, uno de esos hechos que tú, que eres una sentimental, llamarías milagro.
Las piedras… ¿Leíste mi último artículo en la revista de Arte? Sí, estoy convencido pero, de cualquier forma, lo que voy a contarte sucedió después, cuando ya había concluido el estudio de todos aquellos capiteles. ¿Te gustó el enfoque que le di? Estaba harto de hablar siempre desde la admiración, de exaltar la belleza, de arrodillarme ante el genio creativo de los artistas y quise ponerme del otro lado.
Cuando se restauró aquel claustro y salió a la luz después de tantos siglos el esplendor de sus capiteles, me sucedió algo inexplicable. La fascinación que ejercen sobre mí las piedras esculpidas, domesticadas por el hombre y transformadas en libro pétreo, se vio sustituida en esta ocasión por una especie de descontrol emocional, de furia interna. Por eso redacté el artículo desde esa misma convulsión. No me preguntes cómo lo supe pero el caso es que tuve el convencimiento de que la furia no era mía, de que el anónimo artista que talló aquellos extraños capiteles era cautivo del dolor y la inquina. No había nada piadoso en las figuras retorcidas, ningún afán doctrinal, no había siquiera una voluntad de crear belleza. Ese hombre atormentado, desconocido y antiguo, odiaba su obra, o a quien se la había encargado, o a sí mismo, ¿qué importa? El odio no se atiene a razones. Es puro y simple, auténtico.
Todo mi artículo, la minuciosa descripción de los capiteles, la atención a su originalidad, está escrito desde la rabia. Paradójicamente, ha sido el trabajo que más felicitaciones me ha reportado. Quizá las gentes estén cansadas de que les hablen siempre desde la perspectiva bondadosa. Quizá deseen que se las ubique en la perspectiva correcta: la del dolor y la náusea.
Las mariposas… En todas las facetas de cada capitel hay una mariposa esculpida que no debería estar ahí. Una mariposa coronando la cabeza decapitada del Bautista; otra, brotando del árbol de Jesé; otra, sobrevolando las ruinas de Sodoma; otra más surgiendo de las fauces de un dragón… No son mariposas amables ni están talladas con esmero. Estas mariposas fueron esculpidas impetuosamente: quién sabe por qué motivo el artista descargó su cincel sobre la obra ya concluida y la fue llenando de pequeñas figuras aladas, de mariposas ávidas de protagonismo.
Ninguna de las mariposas nos procura una sensación placentera. No están pensadas para adorno. Están ahí por un motivo terrible, como si las mariposas fuesen desde el principio de los tiempos testigos de lo más aberrante del alma humana. Como si Dios las hubiese creado para espiarnos.
Claro que yo no creo en Dios, pero el artista que cinceló las mariposas sí. Y eso es lo que importa.
Un artista verdadero, sobre todo si se deja llevar por un arrebato, puede legarnos mucho más que su obra. Puede legarnos su fe. O su odio. Y yo lo heredé todo. Fui aquel anónimo artista mientras escribía el estudio sobre su obra. No era yo, ¿entiendes?, era él quien me llevaba la mano, renglón a renglón, como a un párvulo.
Y luego, cuando el artículo se publicó, pasó lo que pasó. Pero esto requiere algo más fuerte que el vino que acabamos de consumir. Me tomaré un brandy. Tómate tú una de esas ponzoñas amaneradas y dulzonas que tanto te agradan. Un Baileys, qué horror. Tú nunca serás testigo de un prodigio. Dios, que no existe, lo perdona todo menos el mal gusto.

En fin, allá va:

Una semana después de que la revista de Arte estuviera editada y en circulación me desperté de madrugada con una sed espantosa, como de resaca, sólo que la noche anterior no había bebido nada. Tenía la boca como llena de estropajos, seca y áspera. Me levanté y fui directo a la cocina. No me gusta beber agua en el baño, me sabe distinta, más blanda, más… pero mejor dejemos a un lado mis manías…
…Tenías que haberlas visto. No me dio tiempo de fotografiarlas, lo cierto es que en esos momentos ni lo pensé. Se me olvidó que existiesen artilugios capaces de registrar lo que vemos y guardarlo… Se me olvidó todo, hasta la sed. Me quedé pasmado, atónito… Tenías que haberlas visto: revoloteaban por mi casa en racimos, en nubes, en pequeñas nebulosas, por todas partes… Mariposas de toda clase, diurnas y nocturnas; pardas, negras y de vivísimos colores; grandes y pequeñas; rápidas y pausadas, pero todas silenciosas. Me parecía mentira que tanto aleteo no causase el mínimo roce en el aire cerrado de mi casa.
Poco a poco fui recobrando el movimiento, lo justo para sentarme en mi sillón y mirar, mirarlas… No se chocaban entre sí, lo cual era asombroso si tenemos en cuenta el poco espacio y la miríada de mariposas que se desplazaban ante mis ojos. No podía apartar la vista de sus extrañas evoluciones aéreas. Me percaté de que respondían a un patrón. Las mariposas no volaban azarosamente sino atentas a una cadencia. A un plan.
Al principio describían círculos concéntricos de tal manera que conformaban una profunda espiral cuya visión producía vértigo. El efecto óptico, como en un cuadro de Vasarely, era el de que un abismo en movimiento rotatorio se cernía ante mí, aproximándose y amenazando con succionarme. Después, las mariposas variaron su trayectoria, rompieron los círculos y comenzaron a volar en zigzag. Parecía como si abriesen un hueco, como si pretendiesen dejar un espacio libre con algún fin. Y así fue. Eso era lo que hacían: apartarse para liberar el centro de la habitación. Se trataba de una representación. Las mariposas que formaban parte del cortejo, como actrices secundarias, se retiraban del proscenio para que hiciese su aparición triunfal la estrella de la velada. La diva. La mariposa que, de pronto ocupó el centro.
Por supuesto. Era la misma mariposa labrada en los capiteles. La misma mariposa tosca y cincelada con furia. Era ella, reconocible en la forma de sus alas y de su cabeza, similar a la de una víbora.
No, no tuve miedo. De alguna forma la había estado esperando. A ella o a él, eso ya no puedo concretarlo. Cuando se fueron todas –que no fue un irse repentino sino una suerte de disipación-, la mariposa cayó pesadamente al piso. Volvía a ser una mariposa de piedra.
La tengo en casa, ¿quieres verla? Tienes que verla, a ella y a mi obra. Porque ahora es ella la que manda. La mariposa de piedra, o él, eso es lo de menos.
¿Quieres ver mi obra? No te imaginas en qué consiste. Termina ese estúpido brebaje y acompáñame.
No tengas miedo…

No fui. No quise ni pude andarme con rodeos. Le dije que tenía miedo. De él, de su otro él, de la mariposa, de su mirada, de su obra, fuese ésta la que fuese.
Porque en un momento dado creí ver que sus pupilas titilaban y se agrandaban hasta formar la figura de una extraña mariposa.

martes, 5 de junio de 2012

Amores imposibles

Amores imposibles se empeñan en ser posibles
atrapan y ahogan hasta el hartazgo
gusanos carcomen deshojados pétalos mustios
envuelven en telarañas sedosas quimeras
despiertan sueños inútiles, sin sustento.

No basta querer de lejos, el trueno se convierte en débil flama
se añora el suave abrazo del amado, la íntima complicidad, las frías manos
entibiadas en el encuentro que ya es pasado.

La igualdad del sentimiento cuenta cuando el amor se instala,
ir y venir que complementa la unión inequívoca de dos almas
no conforma al cuerpo sólo la palabra
y el olvido no cabe en la ardiente vastedad de una mirada.