lunes, 27 de diciembre de 2010

Always in my mind

Necesito verme en tus ojos,

aunque cien veces no deba,

mi físico cansado te reclama y te añora,

el susurro de tu voz me llama.

Cuanto más se aleja la senda que te trajo

más tu recuerdo me devuelve a la orilla

donde tus manos se enredaron en las mías

y fuimos uno.

domingo, 26 de diciembre de 2010

GOLPE DE CALOR

Me senté en el bar de la esquina de Corrientes y San Martín para tomar algo fresco. El calor insoportable apretaba mi cerebro pero lo sentía en los pies. Busqué un lugar cerca de la ventana y fijé la mirada en toda esa gente que pulula, como hormigas, por la ciudad. Caras de dolor, de aburrimiento, de contento, de resignación, de zozobra; caras, tantas caras y cuerpos que se me venían encima y me ahogaban... Con el primer trago me sentí algo mejor y miré otra vez hacia la calle. Ahora veía sólo zapatos, zapatos negros, marrones, blancos, azules, rojos, verdes, amarillos, celestes. Zapatos de hombre y de mujer sin sus cuerpos, caminando desenfrenados en todas direcciones; algunos se detenían indecisos o esperaban a cruzar la calle, pero todos se movían nerviosos para adelante, para el costado, se detenían, seguían... De repente comenzaron a caminar para atrás y todos se dirigían a mí y una multitud de zapatos al revés se paró del otro lado de la ventana, esperándome a que saliera. Miré a mi alrededor y las demás personas que estaban en el bar parecieron no notarlo. Entré en pánico. Una señora que estaba al lado mío desapareció pero se olvidó los zapatos. -¡Señora! Grité pero al rato me di cuenta de que en el bar no había nadie y todos se habían ido dejando allí sus zapatos y los zapatos de afuera empezaron a entrar y se me iban acercando demasiado y...

-Señor, señor...

-¿Qué, qué pasa?

-Eso me pregunto yo. Está muy pálido. ¿Se siente bien?

Le pagué, tomé un taxi con aire acondicionado y lo llamé al Cholo, que sabe un montón sobre estas cosas y además, es veterinario. Me dijo que tenía un golpe de calor. Que cuando él les pone herraduras a los caballos en pleno verano les pasa lo mismo.

-¿Pero cómo que les pasa lo mismo? -le pregunté. –¿Qué es lo que les pasa?

-No sé -me dijo- eso no lo puedo saber, pero se ponen así de idiotas, empiezan a dar vueltas y se quieren sacar las herraduras.

-¿Y? ¿Qué tiene que ver eso con lo que te estoy contando?

-No tengo ni idea viejo, creo que a mi también me agarró un golpe de calor.

martes, 21 de diciembre de 2010

En el penúltimo desvío (Luis S. Orihuela)

No todos mis momentos han sido desolados,
pero si sólo reparase en deseos mi vida tendría pocas estaciones.
Porque los que los amainaron han sido diestros en apagarlos
casi sin rencores.

Así, el aliento de mi tren fueron las quimeras.
El pensamiento. La idea lejana.
Y el imprescindible espejismo para vestir de voluntad el abandono
y la resignación, donde todo se pierde sin murmullos ni protestas.

Donde todo es monotonía y silencio,
puede que haga mucho frío,
o que el sol abrace.
Pero ha de ser siempre la condena:
que ese tren jamás llegue a destino.

Sin embargo,
un día,
el alma o una mirada nueva,
repara en algo que aguarda en el penúltimo desvío.

Y aunque la rutina fuerce a no advertirlo,
la pasión agita las pupilas quietas.

Entonces la marcha se detiene junto al árbol más antiguo de la espera,
y me es dado beber agua fresca y clara
y percibir el viento que, preciso y necesario
te anuncia y te devela
y declara que estás aquí,
que llegaste,
para saciar mi sed añeja.

Y deberé velar para que siga apacible la senda que te trajo.
Y escribir los mejores versos en la paciencia de los plazos.
Para que ya no seas pausa ni tregua.
Sino esa ansiada estación donde, por fin, experimentar la vida.

domingo, 5 de diciembre de 2010

ME QUEDA DE VOS

En la empecinada carrera hacia el interior de mi misma fuiste el puente más seguro que me llevó a la otra orilla. No necesité ver hacia atrás, donde quedaron sepultados los miedos, porque me tomaste de la mano cuando creí trastabillar y me abrazaste cuando tuve frío; tu mirada serena y melancólica me dio seguridad para poder ver el objetivo al que me aferré con fuerza: vivir de otra manera e intentar ser feliz con lo que elija. Creíste en mí sin conocerme y fuiste el artista que modeló mi cuerpo y lo creó de nuevo, inventándole curvas, descubriendo espacios inexplorados. Despertaste la pasión que dormía silenciosa a la espera de tus manos, encendiste con tu risa todas las luces apagadas en mi espíritu solitario y con el toque final y preciso del maestro que contempla satisfecho su obra, me recreaste para que caminemos juntos la vida.

Te quiero porque tu nobleza me hace noble, porque tu virilidad me hace mujer, porque tu corazón me conmueve, porque aunque no pudiera verme en tus ojos, me quedaría de vos el murmullo inacabado de tu amor impregnándolo todo.

viernes, 26 de noviembre de 2010

LA VENTA, EL CUENTO, EL CIEGO, EL PERRO... (de Celia Castro/España)

-Todos escucharon el cuento con curiosidad creciente. Si el narrador hubiese observado los rostros de su auditorio habría visto ojos húmedos por la mengua de parpadeos que provocaba la atención; músculos relajados en atisbos de sonrisas y gestos, movimientos y ademanes involuntarios que reflejaban la doble sensación de ansia por conocer el final de la historia y de pena porque la historia culminara. Pero nada de esto pudo advertir el narrador porque el narrador de aquel cuento era ciego.
Para ambientar este suceso debemos volver la vista atrás y, de un salto, viajar hasta aquellas épocas lejanas y no tanto en las que los cuentos eran tan necesarios como el vino, un pedazo de carne o el calor de un buen fuego. Porque, aunque lo hayamos olvidado, somos herederos de generaciones sucesivas de labriegos, hortelanos, pastores, guerreros, comerciantes, señores o siervos que nutrían el preludio de sus noches con cuentos. Más allá del crepúsculo, cuando el cansancio de la tierra, los animales, los caminos recorridos o las armas atenazaban el cuerpo, el espíritu reclamaba su alimento.
Y a esas horas de sombras difusas y astros huidizos, no importaba si en palacios, cabañas, apriscos, campamentos o posadas, siempre había alguien dispuesto a servirles a las almas una historia que recordase que, sobre todo, somos personas.

El ciego de este cuento contó el suyo una noche de octubre.
Había llegado al pueblo como tantos otros buhoneros, mendigos, vendedores de baratijas, estampas o apócrifas reliquias: a pie y con el polvo y el aspecto de quien ha hecho de los caminos y la fatiga su condición natural. Por caridad se le dio alojamiento en las caballerizas de una pequeña venta y, también por caridad, se le convidó a un vaso de vino caliente en el comedor.
La estancia se animaba con la presencia de gentes ambulantes, de jornaleros contratados para la vendimia y de lugareños que exprimían los últimos momentos del día conversando o, simplemente, chasqueando la lengua ante una jarra de vino mientras dejaban vagar sus pensamientos por lo inmediato de sus comunes miserias. El ciego apuró su vaso, se limpió los labios con la manga raída del gabán y carraspeó. Ayudado por su bastón y acompañado de un perro sarnoso y ocre, de cuerpo raquítico y a buen seguro hospital de toda clase de parásitos, el ciego se situó en el centro del comedor y, sin mediar preámbulos, comenzó a narrar un cuento.
Todos los presentes callaron como tocados por un ensalmo paralizante. Todos desviaron su atención a la figura de aquel hombre viejo y andrajoso, privado de vista y de salud, y todos, durante el tiempo en que completó su relato, lo reverenciaron con la actitud muda y respetuosa que se reserva a los grandes hombres. Porque así es la magia de un cuento que convierte a quien lo cuenta en Rey dictando un edicto, en Papa promulgando una bula, en sabio revelando un descubrimiento.
El ciego concluyó el relato en un tono de voz más bajo que el que había usado para su desarrollo, como si el final de la historia fuese, por asimilación, apagándolo a él. Antes de que los oyentes se dieran cuenta, el ciego y el perro, haciendo gala de su compenetración con un mismo andar torpe y pesaroso, salieron por la puerta en dirección a las caballerizas.
Los congregados, como suele suceder tras la audición de una buena historia, tardaron en reaccionar pues sus respectivas imaginaciones transitaban todavía tras la estela de las palabras del ciego. Poco a poco fueron reactivándose y el ambiente comenzó a llenarse de los ruidos propios de una venta. Hasta el fuego volvió a crepitar con ímpetu extrañamente renovado.
Uno de los vendimiadores fue el primero en dejar oír su voz tras emitir un profundo y desgarrador suspiro que parecía desterrar de su pecho todas las congojas del mundo.

Haciendo tintinear unas monedas el vendimiador pidió otra ronda al ventero que, presto, le sirvió una jarra. “¿Tú cómo entiendes –preguntó al ventero- que el padre se alejara durante tres años de su casa en busca de fortuna y a su regreso, más pobre aún que a su ida, encontrase a su mujer e hija felices y prósperas, regentando un telar artesanal? ¿Puede acaso el ingenio más que la audacia?” El ventero lo miró sin comprender. “¿De qué me hablas? ¿De qué padre, mujer e hija?” Concentrado en el vino, el vendimiador exclamó: “¡¿De qué te voy a hablar más que del cuento del ciego?!” El ventero miró hacia los lados, como cuando queremos encontrar cómplices en una discusión y, observándolo con fijeza, le replicó: “De nada de eso trataba el cuento del ciego sino de unos duendes que se colaron en la posada de un hombre cabal y casi lograron que perdiera el juicio volviéndolo ambicioso y arrogante.” Un arruinado hidalgo, vecino del lugar, que acostumbraba a beber su infortunio en la venta, terció: “¡No entendéis ni lo más evidente! El cuento del ciego trataba de un desventurado caballero a quien la guerra convierte en prisionero del enemigo y, más tarde, en proscrito en su propia patria”.
Un coro de voces fue sumándose a las del vendimiador, el ventero y el hidalgo, y cada voz expresaba con vehemencia el argumento del cuento del ciego, y era el caso que cada voz contaba un argumento diferente lo que creaba una cacofonía de cuentos dispares y de caras enrojecidas por el esfuerzo de hacer triunfar su versión.
Un pastor de cabras que había permanecido en silencio se acercó al grupo y, con el sosiego que otorga la pertinaz compañía de la soledad, intervino para recomendar que lo mejor sería preguntarle al ciego por el misterio de su cuento cambiante pues él mismo había creído escuchar una fábula en la que dos buitres se disputaban el cuerpo de una oveja aún viva.
Todos se mostraron de acuerdo y, en tropel, se dirigieron a las caballerizas donde fueron recibidos por dos caballos, un potro retozón y una gallina que se había escapado del gallinero. Del ciego y del perro no había ni rastro.
“¡Nos ha engañado!” “¡Era un timador!” “¡Un brujo!” “¡Un embaucador!” “¡El mismísimo demonio!” “¡Nos ha hechizado!” “¡Se arruinarán las cosechas!” “¡Nacerán terneros con dos cabezas!” “¡Habrá sequía, una hambruna, pestes, plagas…!”
“¡Armaos con lo que tengáis más a mano y vayamos en su busca, no puede haber llegado muy lejos!” “¡A por él, vamos todos!”
Y allá se fueron con improvisadas antorchas, distribuidos en iracundos grupos que hacían restallar al aire garrotes y ramas de olivo, cayados retorcidos y fustas. Y anduvieron, y husmearon, y lo buscaron detrás de los árboles, entre las rocas, en grutas y guaridas abandonadas, pero fracasaron en todos sus intentos y cuando al alba se concentraron en el lugar acordado todos parecían extenuados y pálidos, ateridos y tristes entre el rocío y la luz del frío amanecer.
“¿De dónde venís?” Les preguntó a su llegada al pueblo un anciano cestero que tejía mimbres con sus dedos desfigurados. El cestero asintió cuando contestaron a su interrogante. “Yo también escuché el cuento del ciego. Hablaba de un hombre que apareció en una pequeña población y desde su llegada comenzaron a proliferar los prodigios. Hubo un milagro para cada habitante y eso fue más de lo que aquellas gentes pudieron soportar. Porque- dijo el ciego en su cuento- todo el mundo asegura estar dispuesto a creer pero, llegado el caso, nadie cree. Por eso expulsaron a aquel hombre y a punto estuvieron de lincharlo. Pensaron que era peligroso, un demonio. Nadie lo creyó; los que se decían creyentes, menos que ningún otro.”

Nunca lograron ponerse de acuerdo sobre el cuento que el ciego contó aquella noche. Ni él ni su perro volvieron jamás.

sábado, 23 de octubre de 2010

LOS TIPOS DE LA AGENCIA de Luis Orihuela

Llegaron cuando el mozo servía su café.
Los vio dejar la moto sobre la vereda, entrar al bar y elegir una mesa desde la cual podían controlar todo.
Como era habitual, a pesar de que él los identificaba fácilmente como tipos de la agencia, no pudo hallar rasgos conocidos en sus rostros; además el episodio, como los anteriores, aparentaba ser fortuito e inocente. ¿Qué había de raro en dos tipos entrando a un bar? Nada. Pero suficiente para confirmarle que el acoso continuaba sin que él hubiese podido acostumbrarse a tolerarlo.

Ya había pasado un año desde su toma de conciencia sobre las actividades de la agencia.
Un año del encuentro con aquel fingido turista inglés, que lo había detenido para preguntarle por una calle. Cuando él, extrañado, trataba de entender lo que balbuceaba ese personaje casi grotesco, otro hombre, semioculto, le tomó una foto.
Ese fue el primer capítulo de una novela que lo llevaba como protagonista, sin que pudiera entender el motivo. Objetivamente no existía causa lógica para ser controlado y perseguido. Su vida era mediocre. No tenía dinero ni otros bienes que la casa y el auto. Sobrellevaba un empleo de viajante cada vez más improductivo y una esposa casi desconocida. Excepto el tema Ingrid, poco para despertar la atención de alguien.
Sólo al unirlo con otros episodios comprendió que la persecución iniciada con ese supuesto turista tenía motivo y objeto.
El segundo incidente fue, sin dudas, el repentino interés por su salud que demostró el vecino del 1320, cuando le dio neumonía en julio. En principio le fue agradable porque hasta ese entonces no habían hecho más que saludarse de prisa y con monosílabos. Pero cuando el hombre comenzó a formular demasiadas preguntas, el halago se convirtió en desconfianza y prontamente se deshizo de él.
El tercer episodio se produjo una mañana cuando esperaba un colectivo hojeando el diario. Notó que desde de un auto estacionado, un hombre pequeño lo miraba con insistencia. Se propuso ignorarlo pero la obstinación del otro logró sustraerlo de la lectura. Entonces el sujeto bajó del auto para encararlo. Recuerda que entre otras incoherencias dijo que lo había confundido con otra persona a la que aguardaba pero que evidentemente lo había dejado plantado. Que estaba muerto de frío y con ganas de tomar algo caliente Tal vez él supiera si el bar estaba abierto.
Le dijo que no, que se fijara.
-Sí claro, pero quién me cuida el coche
Se negó arguyendo que esperaba el ómnibus y fingió retomar la lectura. Mientras el hombre volvía al auto, memorizó sus rasgos para la próxima vez.

Dentro del bar los tipos miraban aquí y allá con expresión anodina. Era obvio que aguardaban. Por eso cuando Ingrid llegó salieron rápidamente. Sin explicaciones, hizo que caminara hasta comprobar que no los seguían. En el hotel y con la cabeza en otra cosa, quiso hacerle el amor pero no pudo. Sin hablar, encendió un cigarrillo. Ingrid, como cada vez que lo encontraba así, no dijo nada y también se puso a fumar. En medio de ese silencio, un spot resplandeció con dos límpidos fogonazos y se apagó. El se puso de pie de un salto.
- Qué te pasa
- El foco, ¿no lo viste?
- Sí. ¿Se quemó?
Le dijo que les habían tomado fotos.
Ingrid lo miró extrañada pero prefirió no disentir. Sonriendo le dijo que seguramente eran cosas de la bruja que tenía en la casa. Luego se sentó y lo besó en la frente.
-Nos ha descubierto. Estás acabado y lo mejor es que te suicides.
Advirtió que no le había causado gracia.
- Si preferís, te suicido yo a mordisquitos, con mucho placer.
Ahora sí rió. Ingrid siempre podía hacer que riera.

Esa misma noche, de regreso a casa, se le reveló claramente, la trama que Ingrid intuyó casi por juego.
Su mujer enterada de su relación extramatrimonial, había decidido divorciarse y necesitaba pruebas para un juicio que imaginaba contradictorio y difícil. De ahí, la aparición de la agencia.
Era un plan lógico, pero llevarlo a cabo requería talentos que jamás imaginó en Esther. Para él hasta ese momento era nada más que una mujer oscura, resignada a las carencias que acababan con su matrimonio. Seguramente compartía con él esa sensación de hartazgo y rutina, pero no aparentaba estar disconforme y era probable que hubiera podido disimular hasta que algún hecho imprevisible -verlo con Ingrid o alguna delación- la forzara a actuar como mujer ofendida.
Darse cuenta del cambio en su mujer no le causó ira sino sorpresa, y eso le permitió elegir el enfrentamiento con Esther y su agencia. Solo que ahora participaría por su voluntad.
Recapituló que las pruebas reunidas contra él hasta el momento eran pocas y a confirmar. De modo que si no daba lugar, no tendrían nada concreto. Para eso era necesario llevar adelante una técnica simple. Por supuesto no iba a renunciaría a Ingrid pero variar rutinas y lugares de encuentro haría que las pruebas de su infidelidad se esfumaran y en caso de que Esther resolviera enfrentarlo con la evidencia ya reunida, admitiría a Ingrid como una aventura, un asunto de viajantes. Nada importante. Y su mujer le creería porque necesitaba que nada cambiase.
Con atención y minuciosidad, invirtió sus tiempos muertos en perfeccionar la estrategia. Archivó su celular para hablar solo desde teléfonos públicos. Antes de encontrarse con Ingrid hacía largas caminatas; sin rumbo, abordaba un colectivo o se metía en una estación del subterráneo y cambiaba el transporte por el que venía en sentido contrario. Entraba por pocos minutos a lugares distintos sólo para tomar café o leer.
Desde el principio el acoso parecíó disminuir. No hubo reclamos de Esther ni sucedió nada fuera de lo habitual. El goce de frustrarlos lo hizo sentir más joven y vital y en la relación con Ingrid renació el gusto por lo prohibido
Sin embargo, el rápido triunfo trajo como contrapartida el fin del poco cariño que conservaba por su mujer. Ahora sólo le interesaba frustrarla, tanto como a los tipos de la agencia y solo Ingrid lo rescataba de tanta aridez.
Por fin un día corroboró que ya no lo seguían. Seguramente la falta de resultados había hecho que Esther desistiera. Festejó la rendición a solas con una botella de buen vino, pero no dejó de controlar durante varias semanas, al cabo de las cuales retornó a su vieja rutina.
Trascurrió después un tiempo prolongado y sin sobresaltos hasta que un viernes vio entrar al bar donde él estaba, a aquel falso turista. En un error inexcusable la agencia lo había vestido de hombre de negocios, con traje y maletín, pero era, sin dudas, el mismo individuo.
Comprendió que era la oportunidad para encarar por fin a uno de esos y llamó para pagar. El tipo pareció reconocerlo y salió de prisa. Atrás fue él pero pronto lo perdió en una calle peatonal.
De ese modo recomenzó la persecución. Como la actitud de Esther no variaba, entendía que la agencia quizá hubiese tomado el caso como una cuestión profesional.
No obstante responder con su estrategia probada y efectiva, esta vez el acoso fue mayor, ahora era riguroso y no excluía siquiera el tiempo que pasaba en su hogar. Muchas noches desde la oscuridad del living vio personas que lo vigilaban fingiendo ser transeúntes.
La tensión lo perjudicó notoriamente. Pérdida de clientes y falta de energía para generar nuevos, afectaron su trabajo. Las enormes y repetidas dificultades para conciliar el sueño lo agotaron rápidamente. Ahora aparecía conveniente hablar con Esther y acordar el divorcio, pero no estaba dispuesto a dividir lo poco que tenía.
Un domingo muy temprano, camino a prepararse un té que amenguara su insomnio, vio a un hombre grande en el jardín de su casa que fingía observar unas flores.
Se acercó sin ruidos. Casi a su lado le dijo que era bueno que apreciara las flores pero no tanto como para meterse en una casa a las seis de la mañana.
El otro, sobresaltado, dijo: Es cierto, discúlpeme. Es que son tan lindas que no pude evitar acercarme a mirarlas.
Su actitud corporal era casi infantil y la voz ligeramente ahuecada. Increíble el grado de improvisación de los tipos.
- Es decir, la propiedad privada nada.
- Bueno, me disculpo otra vez. No sé qué más decirle señor.
-¿Por qué no prueba con la verdad?
- ¿Qué verdad?
Comenzaba a exasperarse y le contestó que se diera cuenta de que él conocía perfectamente el motivo de la intromisión, quién lo mandaba y para qué.
- Está equivocado. Entré solo porque me gustan las flores, pero no quiero problemas. Me disculpo nuevamente y ya me voy.
Trató de ir hacia el portón, pero era lento y lo alcanzó sin dificultad. Tomándolo del cuello le gritó que si querían enloquecerlo lo habían logrado y le ordenó que confesara. El hombre era menudo y no pretendió resistir, pero él continuó asfixiándolo hasta que varios lo forzaron a soltarlo.
Entonces oyó la voz de Esther rogándole y, como si fuera uno más de los tipos de la agencia, se reacomodó rápidamente. Pretextó haberse salido de quicio por la falta de sueño. Trató de disculparse con el viejo que aún estaba sofocado y se refugió en la casa. Desde allí vio y oyó como su mujer, tras asistir al hombre, ponía fin al incidente disculpándose y agradeciendo a los vecinos.
Tomó conciencia de que su pérdida de control había sido real y que era hora de concluir el juego. Para reunir coraje esperó a Esther sentado en el sillón y tomando una bebida. Ella dejó las llaves sobre la mesa y le ofreció el desayuno.
- Esther, tenemos que hablar.
- No te preocupes, el pobre hombre está bien. Es el suegro de Mirta que vino a pasar unos días con ellos y anda dando vueltas temprano, como cualquier viejo. Tiene más de ochenta, pero se nota que del corazón está muy bien porque con el susto que le diste...Pero no te preocupes, le dije que pensaste que era un ladrón. Olvidáte, ya pasó.
- Lo hice a propósito Esther.
Ella se sentó a su frente: – No entiendo.
- Estoy al tanto de tu plan y de esa maldita agencia que te saca el poco dinero que gano.
Ya aborrecía esa expresión de absoluta ignorancia en su mujer.
- Realmente no imaginaba que pudieras fingir tan bien. Pero bueno, te repito, conozco el plan aunque ignoro el motivo, pero ganaste, no voy a luchar más. Decíme que querés, dinero, el divorcio, la casa, pedí y arreglamos. No juego más.
- Carlos. No entiendo nada. ¿Qué tomaste? Voy a llamar al médico.
Se enfureció. Fue hasta ella y la levantó en vilo.
- Creí que sólo querías dinero o el divorcio, pero no voy a tolerar que me enloquezcan. Decíme de una vez que querés o te mato.
Quizá fue el llanto de Esther o su expresión aterrorizada, pero lo mismo que le demostró la inocencia de su mujer, a la par, le reveló al verdadero autor de esa trama tortuosa.
¿Cómo pudo no verlo? ¿Quién sino? ¿Quién con más interés que ella?
Se dio cuenta de que aún mantenía en el aire a Esther. Con vergüenza la devolvió al sillón y murmurando una disculpa, salió de la casa.
Caminaba preparando su venganza cuando escuchó los pasos.
Puso en práctica el método acostumbrado. Comenzó a caminar variando la velocidad y deteniéndose cada tanto. En un primer instante pensó que sus nervios eran los responsables de convertir una casualidad en la sensación de ser perseguido, pero el eco que sus movimientos provocaban en el otro lo descartó. No obstante, seguramente alertado, el tipo de la agencia simulaba ocuparse de otra cosa porque cada tanto podía escucharse que algo caía al suelo. Luego sí, otra vez los pasos presurosos para que él no se alejara demasiado.
La evidencia del acoso era un cambio en la metodología de la agencia seguramente motivada en la falta de resultados. Entendió que era hora de sacarla del medio de una vez y para siempre. Era preciso ir más allá del juego de disimulos. Por eso resolvió no seguir huyendo y enfrentar la situación.
Como no sabía hasta dónde estaban dispuestos a llegar esos tipos tomó una barra de hierro que emergía de la arena y se ocultó tras una columna de una obra en construcción.
El otro se detuvo pero del lado opuesto del pilar.
Imaginó que tal vez lo atacara y que era imprescindible defenderse.
Giró hasta a quedar a espaldas del otro y descargó la barra sobre la cabeza desprevenida.
Recién al ver al hombre quieto de cara contra el piso pudo mirarlo bien. Era joven y fuerte y en una lucha frontal seguramente lo habría vencido con facilidad, pero ahora estaba inerme y su inmovilidad contrastaba con el vuelo de los diarios que simulaba vender.
Retomó la marcha. Debía sorprender a Ingrid antes que la enterasen de lo sucedido.
Antes que ella y los de la agencia comprendieran que él también era capaz de cualquier cosa.

EL ARTISTA DE LAS MARIPOSAS de Celia Castro (España)

-Fue en verano, en un mediodía abrasador. El verano no es propicio para las confidencias; todo tiene demasiada luz, todo queda demasiado expuesto ante nuestros ojos.
Hacía casi quince años que no veía a mi amigo Simón. Quince años son muchos años para el amor pero no para la amistad que, en el primer abrazo de nuestro encuentro, se nos vino de golpe, avasalladora, intacta y entera. “Quiero contarte algo – me dijo Simón-. La verdad es que no pensaba contárselo a nadie pero ahora sé que quiero contarlo y que ha de ser a ti.”
No le hice ninguna pregunta ni me permití especulaciones. Simón no se caracteriza por ser hombre de carácter accesible. Las mujeres que se han relacionado con él han acabado huyendo de su lado. Las imagino despavoridas, escapando con lo puesto, obligándose a olvidar el traspié que en sus vidas supuso conocer a Simón.
La vida sentimental de mi amigo me tiene sin cuidado. Yo, simplemente, lo quiero como es: inteligente y oscuro; irónico hasta rayar en el sarcasmo; duro en sus juicios, sobre todo en los propios; solitario y huraño. No sé por qué lo quiero ni mucho menos me explico por qué él me quiere a mí. Creo que se trata de una especie de mutua debilidad o quizá del vestigio de una antigua rebeldía. “Grita si te muerde” – me dijo el conocido común que nos presentó cuando teníamos diecisiete años. Pero Simón no me mordió ni aquel día ni nunca. También supimos algo uno del otro ese primer día: sin palabras, como un conocimiento repentino y tácito, comprendimos que jamás llegaríamos a amarnos. Supongo que esta garantía rompió entre nosotros cualquier barrera y consolidó nuestra incorruptible amistad.

Para desmentir la hiriente claridad del verano recurrimos a un restaurante cercano. Una buena comida, una botella de vino y, sobre todo, una temperatura más benévola, formalizarían el conjuro que toda confidencia precisa.
El vino lo escogió Simón. Todos los misántropos son excelentes catadores de vino porque el vino, además de magnífico catalizador de emociones compartidas, es también una pasión solitaria.
Así comenzó nuestra conversación:
-Quiero hablarte de piedras.
-¿Renales? ¿Además de miope también padeces cólicos?
-Déjate de tonterías, bebe este vino indigno de tu paladar y escucha lo que voy a contarte…
Y esto es lo que Simón me contó:

“Sabes que no creo en nada ni en nadie, ni siquiera en mí mismo. Antes era un simple escéptico pero ahora, degenerando a propósito, ante la certeza íntima de que la degeneración es la forma más inteligente de evolución, me he convertido en un cínico. Ser un cínico tiene sus ventajas, sobre todo cuando el principal deseo es estar solo. Pero ser un cínico, créeme, es una pesadísima carga. Lo que empieza como un truco o un recurso estético termina por devorarte. Uno comienza siendo un cínico como deporte, como un juego de sociedad que te mantenga intocable dentro de una mampara de cristal y acaba por ser víctima de su propio maltrato.
Está bien, ya lo sabes, soy un repugnante cínico, un antisocial, un ser arrogante que elude el contacto con sus semejantes y, sin embargo….sin embargo, no hay nada que me atraiga más en este mundo que las cosas que vienen de la mano de los hombres, sus obras, todo aquello que los seres humanos son capaces de crear, de construir y, por consiguiente, de destruir.
Sigo, como siempre, detestando los amaneceres; los arrullos de las aves; los panoramas pintorescos; las fuentes cantarinas y todas esas zarandajas de égloga pastoril que hacen a las gentes más felices y no sé por qué, sinceramente. Esa misma naturaleza tan apacible que admiran con ojos empañados puede volverse contra ellos en cualquier instante. Un amanecer es en la otra esquina del mundo tiniebla; una brisa es la sonrisa de un rugiente huracán que asuela el otro extremo del mapamundi.
La naturaleza es hostil, mucho más que los hombres. Los hombres nos matamos por necesidad, por odio, por interés, por rencor, por maldad, siempre por alguna causa. La naturaleza no se justifica. Arrasa con la misma indolencia que fascina. Y aquí es justo donde quería llegar:
Yo, el cínico, el que todo lo niega, el incrédulo, he sido testigo de un hecho inexplicable, uno de esos hechos que tú, que eres una sentimental, llamarías milagro.
Las piedras… ¿Leíste mi último artículo en la revista de Arte? Sí, estoy convencido pero, de cualquier forma, lo que voy a contarte sucedió después, cuando ya había concluido el estudio de todos aquellos capiteles. ¿Te gustó el enfoque que le di? Estaba harto de hablar siempre desde la admiración, de exaltar la belleza, de arrodillarme ante el genio creativo de los artistas y quise ponerme del otro lado.
Cuando se restauró aquel claustro y salió a la luz después de tantos siglos el esplendor de sus capiteles, me sucedió algo inexplicable. La fascinación que ejercen sobre mí las piedras esculpidas, domesticadas por el hombre y transformadas en libro pétreo, se vio sustituida en esta ocasión por una especie de descontrol emocional, de furia interna. Por eso redacté el artículo desde esa misma convulsión. No me preguntes cómo lo supe pero el caso es que tuve el convencimiento de que la furia no era mía, de que el anónimo artista que talló aquellos extraños capiteles era cautivo del dolor y la inquina. No había nada piadoso en las figuras retorcidas, ningún afán doctrinal, no había siquiera una voluntad de crear belleza. Ese hombre atormentado, desconocido y antiguo, odiaba su obra, o a quien se la había encargado, o a sí mismo, ¿qué importa? El odio no se atiene a razones. Es puro y simple, auténtico.
Todo mi artículo, la minuciosa descripción de los capiteles, la atención a su originalidad, está escrito desde la rabia. Paradójicamente, ha sido el trabajo que más felicitaciones me ha reportado. Quizá las gentes estén cansadas de que les hablen siempre desde la perspectiva bondadosa. Quizá deseen que se las ubique en la perspectiva correcta: la del dolor y la náusea.
Las mariposas… En todas las facetas de cada capitel hay una mariposa esculpida que no debería estar ahí. Una mariposa coronando la cabeza decapitada del Bautista; otra, brotando del árbol de Jesé; otra, sobrevolando las ruinas de Sodoma; otra más surgiendo de las fauces de un dragón… No son mariposas amables ni están talladas con esmero. Estas mariposas fueron esculpidas impetuosamente: quién sabe por qué motivo el artista descargó su cincel sobre la obra ya concluida y la fue llenando de pequeñas figuras aladas, de mariposas ávidas de protagonismo.
Ninguna de las mariposas nos procura una sensación placentera. No están pensadas para adorno. Están ahí por un motivo terrible, como si las mariposas fuesen desde el principio de los tiempos testigos de lo más aberrante del alma humana. Como si Dios las hubiese creado para espiarnos.
Claro que yo no creo en Dios, pero el artista que cinceló las mariposas sí. Y eso es lo que importa.
Un artista verdadero, sobre todo si se deja llevar por un arrebato, puede legarnos mucho más que su obra. Puede legarnos su fe. O su odio. Y yo lo heredé todo. Fui aquel anónimo artista mientras escribía el estudio sobre su obra. No era yo, ¿entiendes?, era él quien me llevaba la mano, renglón a renglón, como a un párvulo.
Y luego, cuando el artículo se publicó, pasó lo que pasó. Pero esto requiere algo más fuerte que el vino que acabamos de consumir. Me tomaré un brandy. Tómate tú una de esas ponzoñas amaneradas y dulzonas que tanto te agradan. Un Baileys, qué horror. Tú nunca serás testigo de un prodigio. Dios, que no existe, lo perdona todo menos el mal gusto.

En fin, allá va:

Una semana después de que la revista de Arte estuviera editada y en circulación me desperté de madrugada con una sed espantosa, como de resaca, sólo que la noche anterior no había bebido nada. Tenía la boca como llena de estropajos, seca y áspera. Me levanté y fui directo a la cocina. No me gusta beber agua en el baño, me sabe distinta, más blanda, más… pero mejor dejemos a un lado mis manías…
…Tenías que haberlas visto. No me dio tiempo de fotografiarlas, lo cierto es que en esos momentos ni lo pensé. Se me olvidó que existiesen artilugios capaces de registrar lo que vemos y guardarlo… Se me olvidó todo, hasta la sed. Me quedé pasmado, atónito… Tenías que haberlas visto: revoloteaban por mi casa en racimos, en nubes, en pequeñas nebulosas, por todas partes… Mariposas de toda clase, diurnas y nocturnas; pardas, negras y de vivísimos colores; grandes y pequeñas; rápidas y pausadas, pero todas silenciosas. Me parecía mentira que tanto aleteo no causase el mínimo roce en el aire cerrado de mi casa.
Poco a poco fui recobrando el movimiento, lo justo para sentarme en mi sillón y mirar, mirarlas… No se chocaban entre sí, lo cual era asombroso si tenemos en cuenta el poco espacio y la miríada de mariposas que se desplazaban ante mis ojos. No podía apartar la vista de sus extrañas evoluciones aéreas. Me percaté de que respondían a un patrón. Las mariposas no volaban azarosamente sino atentas a una cadencia. A un plan.
Al principio describían círculos concéntricos de tal manera que conformaban una profunda espiral cuya visión producía vértigo. El efecto óptico, como en un cuadro de Vasarely, era el de que un abismo en movimiento rotatorio se cernía ante mí, aproximándose y amenazando con succionarme. Después, las mariposas variaron su trayectoria, rompieron los círculos y comenzaron a volar en zigzag. Parecía como si abriesen un hueco, como si pretendiesen dejar un espacio libre con algún fin. Y así fue. Eso era lo que hacían: apartarse para liberar el centro de la habitación. Se trataba de una representación. Las mariposas que formaban parte del cortejo, como actrices secundarias, se retiraban del proscenio para que hiciese su aparición triunfal la estrella de la velada. La diva. La mariposa que, de pronto ocupó el centro.
Por supuesto. Era la misma mariposa labrada en los capiteles. La misma mariposa tosca y cincelada con furia. Era ella, reconocible en la forma de sus alas y de su cabeza, similar a la de una víbora.
No, no tuve miedo. De alguna forma la había estado esperando. A ella o a él, eso ya no puedo concretarlo. Cuando se fueron todas –que no fue un irse repentino sino una suerte de disipación-, la mariposa cayó pesadamente al piso. Volvía a ser una mariposa de piedra.
La tengo en casa, ¿quieres verla? Tienes que verla, a ella y a mi obra. Porque ahora es ella la que manda. La mariposa de piedra, o él, eso es lo de menos.
¿Quieres ver mi obra? No te imaginas en qué consiste. Termina ese estúpido brebaje y acompáñame.
No tengas miedo…

No fui. No quise ni pude andarme con rodeos. Le dije que tenía miedo. De él, de su otro él, de la mariposa, de su mirada, de su obra, fuese ésta la que fuese.
Porque en un momento dado creí ver que sus pupilas titilaban y se agrandaban hasta formar la figura de una extraña mariposa.

viernes, 15 de octubre de 2010

A VOS

A vos. Sí a vos te hablo, no te hagas la distraída ni mires para otro lado. Ya no podrás escapar a tu destino. Lograste lo que querías ¿No? Pues ahora a aguantarse lo que venga. ¿Qué pretendías? ¿Sacudirte el polvo como un perro vagabundo se sacude las pulgas y listo? No señora, no se te ocurrió pensar cómo seguir después de lo sucedido, creíste que con hacerlo ya estaba tu misión cumplida. ¡Pobre ilusa! Ahora empieza la función. Recién ahora, después de tanta lucha interior por decidirte a salir del cascarón, por ser libre, por tomar las riendas de tu vida y avanzar por caminos inciertos repletos de laberintos interminables, recién ahora se cocinó la sopa y la mesa está servida y de vos depende atragantarte con el banquete o levantarte y preparar tu propia receta. Ya no hay retorno, no podrás volver después de decirle en la cara toda la verdad. Ya lo sabe, ya sos otra persona para él, te desconoce, te mira y ve a la verdadera Carmela, no a la mentira que fuiste todos estos años a su lado. No lo querías, nunca lo quisiste, y de señora acomodada y apoltronada en su jaula de oro, quisiste salirte y enfrentar la vida sola, con tus limitadas armas, esas que guardaste durante años bajo siete llaves porque no te convenía. Querías un hogar, hijos, una posición económica, viajes, ropa cara, joyas. Y lo tuviste todo pero ahora lo perdiste, hasta a tus hijos perdiste, ellos se fueron tras sus sueños, donde vos no estás. No te necesitan, nadie te necesita. Estás sola, más sola que antes y que nunca. Vos lo quisiste y ahora es tu turno por fin de conocerte y ver quién sos en realidad. Nadie. Una figurita repetida vagando por el mundo en busca de tu nueva identidad. De esa identidad que no dejaste salir a la luz para elegir el camino más fácil, ese que siempre termina siendo el más difícil. Ahora no le debés nada a nadie, sólo a vos misma. No es tarde para empezar Carmela. Nunca es tarde para empezar de nuevo.

NOCHE (de Hugo Zimmerman)

La noche inhóspita acechaba cuando el auto se detuvo. Quedé varado en esa ruta inquietante con un techo de estrellas que me dejó mudo.
Hube de acostumbrarme a descubrir las siluetas de los cerros, la ruta de ripio que bajaba la cuesta, el auto inservible era ahora una maquina quieta. Elegí de las pocas posibilidades la más sensata y juré no desesperarme, la mañana traería la esperanza.
Y así fue, el amanecer amarillo prometía un día maravilloso, las nubes algodonaban el horizonte esperando al sol perezoso, el primer rayo quebró la luna e iluminó el paisaje extraordinario, el lago resplandecía como el oro, dorado y esplendoroso.
Y Dios haciendo de las suyas puso la bruma. Entonces todo se suavizó como un cuadro del Bosco y el paraíso era un infierno y el ángel un demonio.
Aproveché para bautizarme en el agua dulce que me recibió fría, aun así di dos brazadas antes de congelarme, el café me trajo de vuelta a la vida y el fuego me entibió el alma sin medialunas.
Reincidí en el arranque y el auto tosió como un humano, cuando puse primera nos amigamos y cuando metí la quinta éramos hermanos y ahí nos fuimos barranca abajo, el ángel de la guarda seguía a mi lado ocupando el espacio de ningún acompañante, una vez que se normalizó el viaje se fue volando.

Ella hacia dedo, lo primero que me llamó la atención eran sus jeans deshilachados, lo segundo que hubiera en ese remoto lugar esa casualidad increíble y lo tercero que evidentemente era mi día de suerte. Apreté el freno y abrí la puerta, el aroma de los cipreses fue increíble y el prologo de su perfume.
-Voy a Neuquén ¿vas en esa?- Para hacer honor a la verdad no era mi dirección pero no me importó, ¿que son trescientos kilómetros de diferencia cuando un ángel golpea tu puerta?
-Claro que voy Princesa, con todo respeto-
Ella sintió la estocada y frunció el seño.
-Acepto mejor doncella, no me gustan los títulos y los diamantes, prefiero una cabaña, un hogar a leña y dos conejos-
-Me gustan los perros- salió de mi boca sin quererlo
-Tendremos tres niños del mismo sexo- dijo ella.
-Tendremos- no puede contenerlo.
Nos detuvimos en la cabaña de los dos conejos, dos blancos pompones de algodón y orejas.
Salieron tres niños a recibirnos, eran gemelos.
Ella me tomó de la mano y me dio un beso.
La noche tenía un techo de estrellas, abrí los ojos y recordé el sueño, di arranque y el auto tosió como un humano, aceleré a la esperanza, sin ver el precipicio que me esperaba cien metros adelante.

viernes, 1 de octubre de 2010

DE BURROS Y BUEYES (de Celia)

-Todos los días, al doblar por la esquina de mi calle y comenzar a recorrer la Avenida, me asalta el mismo pensamiento. Que son dos pensamientos: una imagen y un dato. La imagen no puede ser más prosaica en su simpleza descriptiva: un burro haciendo girar una noria. El dato emerge desde mis tiempos de estudiante y es algo más sofisticado. Bustrófedon. Bueyes arando: un surco de izquierda a derecha; otro surco de derecha a izquierda. Metafóricamente, los viejos griegos designaron con este término una forma de escritura en renglones alternativamente inversos. Yo no pienso en griegos ni en escrituras al encarar la Avenida. Yo pienso en burros y en bueyes.
Con bufanda y abrigo, de entretiempo o en manga corta, día tras día salgo de casa a las ocho en punto de la mañana. A las ocho y tres minutos doblo por la esquina de mi calle y aboco la Avenida cuyo recorrido culminaré a las ocho y veinte cuando cruce hacia la calle Marqués de la Ensenada y tuerza en dirección a la Plaza Mayor. A las ocho treinta, tras los saludos de rigor y la inexcusable mención meteorológica, ya estoy sentada a mi mesa con la cabeza puesta en un futuro que abarca siete horas. Porque siete horas después araré el siguiente surco. La vuelta a casa.
Bueyes y burros. Burros y bueyes. Verme siempre asaltada por el mismo pensamiento es una redundancia. Pura mímesis. Un plagio que mi mente hace de mis actos. Son las ocho menos dos minutos y me estoy poniendo el impermeable. Hoy llueve.
A las ocho y tres mi pie derecho pisa la primera baldosa inestable de la Avenida. El primer salpicón. La Cafetería Jazz, donde cualquier música es posible menos la que la bautiza, está abriendo sus puertas y me extraña. Ya debería estar abierta desde hace una hora. Supongo que al propietario se le han pegado las sábanas o ha tenido que ir a alguna parte. A hacerse un análisis de sangre, por ejemplo. Unos metros más adelante también está subiendo la persiana el dueño del bar La Parra. Demasiada coincidencia; demasiado colesterol…
No me gusta que las rutinas se quiebren. Me desconcierta. Si soy burro, si soy buey, lo tengo asumido con todas las consecuencias. No me quejo, lo mío no pasa de ser un íntimo pensamiento-protesta que carece de aspiraciones. A mi edad bien sé que no podemos controlar las cosas que importan.
No ver a la misma gente con la que a diario me cruzo en mi camino también me desconcierta. Y es entonces cuando me doy cuenta de mi error. Soy yo la que he quebrado las rutinas. Soy yo la que he anticipado el día. Son las siete y siete minutos cuando me percato.
La Avenida parece otra. Las gentes que ya deberían atravesarla aún no están y las que están son otras gentes. Los negocios que ya deberían estar abiertos estiran sus últimos minutos de descanso y las luces de las farolas emiten una luz rosácea que anima la húmeda neblina: goterones que semejan pequeños pasteles de fresa estrellados contra un muro de nácar.
Cruzo hacia la calle Marqués de la Ensenada preguntándome qué voy a hacer con esta hora que me sobra y es justo entonces cuando compruebo, asombrada, que ese no es el único trayecto posible. La calle Marqués de la Ensenada, recta y sin bifurcaciones hasta su desembocadura en la Plaza Mayor, es diferente a estas horas. Quizá las calles varíen según la hora porque a la izquierda, donde todas las mañanas a las ocho y veintitrés contemplo de pasada el escaparate de la librería El Juglar, veo ahora, a las siete y veintitrés, una bocacalle que mis ojos nunca habían registrado. La librería ha desaparecido y su hueco es una calle sin nombre. Una calle que piso por primera vez.
De repente ha escampado; la palidez ambiental se ha visto sustituida por un sol resplandeciente. Un sol impropio. Un sol como el sol de un mediodía veraniego. Pero quizá la estridente claridad que me obliga a entrecerrar los ojos no provenga de las alturas sino de algún artificio luminotécnico. Tengo la sensación de formar parte de un escenario, de un decorado refulgente en el que cualquier argumento pudiera representarse.
No estoy sola. La calle sin nombre, cuyo final no alcanzo a distinguir, es peatonal. Grupos de transeúntes conversan formando corrillos. No parecen advertir mi presencia. Mejor así. Mi atuendo otoñal contrasta con la liviandad de sus ropas. Hace calor y me quito el impermeable. En condiciones normales –éstas deben de ser extraordinarias- sentiría miedo y me daría la vuelta de inmediato…Regresar a lo conocido, a la lluvia, a la calle Marqués de la Ensenada con todos sus puntos perfectamente reconocibles, apacibles, estables… Sí, deben de ser absurdamente excepcionales porque mi proverbial cobardía se ha esfumado con la niebla y me siento audaz, despreocupada, dispuesta a avanzar hasta el final, lleve a donde lleve.
A ambos lados coexisten toda clase de comercios: fruterías, cerámicas, telas, comestibles, lámparas, papelerías…Todos tienen en común el color, el vivísimo contraste de tonalidades casi hiriente, casi procaz, que posee el insólito efecto de arrebatarme algo íntimo. Me siento como si unas manos invisibles tironeasen de mis adentros. Es en estos instantes cuando me detengo y reparo en el silencio. Decimos silencio y, no obstante, no designamos un absoluto. Hay silencios formados de trinos de aves, susurros de viento, repiqueteo de hojas secas, batir de olas… Llamamos silencio al sonido ambiental que encuadra nuestra soledad pero no llamamos silencio al silencio porque no conocemos la nada. Y este silencio es la nada. La gente que conversa en los corrillos, las pisadas de los transeúntes, los comerciantes que arreglan sus mercancías expuestas en plena calle no emiten ningún sonido o, al menos, no soy capaz de escucharlo.
Ahora comienzo a tener miedo. Ahora que, cada vez con mayor intensidad, las manos invisibles hurgan en una parte de mí hasta hoy desconocida. Por primera vez soy consciente de que hay algo en mí que excede lo físico.
No estoy dispuesta a ser víctima de un expolio semejante. Ignoro qué pretenden arrebatarme, sólo sé que me siento fatigada y que si continúo parada mis fuerzas flaquearán y la calle y su insondable final irá succionándome. Porque –acaso haya sido así desde el principio- la calle se vuelve confortable y descendente y mis piernas imploran comodidad. Me vuelvo y, por el contrario, la calle es empinada y abrupta. El regreso se anuncia demoledor.
Un anciano que acomoda tomates rojos y jugosos en una cesta me mira desde su tenderete. Me sonríe y con su dedo pulgar, como si de un autoestopista se tratase, me indica que prosiga calle adelante. Es una invitación. Es una oferta irresistible pero las manos invisibles se hacen sentir con más brío. Debo darme la vuelta. A pesar de la fatiga. A pesar de la pendiente. Debo ascender, debo salir de este lugar donde todo brilla, donde todo es color, donde la luminiscencia alcanza su justo nombre y sus más altas cotas.
Debo escapar de la luz.
Jadeante, doblada sobre mí misma, llego a la calle Marqués de la Ensenada. “¿Se encuentra bien?” - me pregunta un peatón, y el sonido de su voz y el tacto de su mano sobre mi hombro me llenan de una alegría como jamás había sentido. Estoy frente al escaparate de la librería El Juglar. Hace frío. Llueve. La niebla se ha cerrado más y, sin embargo, aquí hay un hombre que me mira y habla. Aquí hay sonidos, imprecaciones, frenazos, el llanto de un niño que detesta los madrugones…
Todo es imperfecto. Nada es definido. Y yo me siento íntegra.
Burro o buey. Encantada de serlo.

jueves, 30 de septiembre de 2010

EL DESVÍO (de Octaviobel)

Una vez por semana Osvaldo va a visitar a Clarita. Ella vive hacia el Oeste del Camino de Cintura, en uno de los tantos barrios del infinito conurbano bonaerense.
Es una ruta polvorienta y un poco abandonada. A los costados pueden verse fábricas cerradas, hoteles para parejas, campos de fin de semana de los sindicatos. Cada tanto un semáforo detiene el tránsito y se forman largas colas de autos y camiones.
Osvaldo es un hombre de edad avanzada pero se cuida mucho. Hace tiempo que dejó de fumar y hace ejercicio con frecuencia.
Clarita también es una mujer grande. Pero ella, como dice el tango, "supo guardar un cacho de amor y juventud".
La ceremonia del amor, entre ellos, es lenta, profunda, con muchas caricias, palabras dulces y pequeñas sonrisas. Hasta el estallido final.
De modo que Osvaldo no se inquieta por la fila de camiones. Se mete en la cintura del camino, con calma, con la certeza de encontrarse, más allá, en los brazos de Clarita.
Ese día, no se sabe por qué, todo se demora especialmente. Las pausas entre semáforos se hacen interminables.
Osvaldo aprieta un botón en el tablero del auto. Se enciende una pantalla y muestra un mapa. Una voz metálica dice: "En el próximo semáforo doble a la derecha y haga dos kilómetros. Luego retome a la izquierda por el camino de tierra".
Osvaldo espera la oportunidad y luego toma el desvío.
Es una calle de casa bajas, con el pavimento roto y muchos charcos. Ve verdulerías y carnicerías que ya están abiertas. Ve mujeres comprando. Se mueve con cuidado. En el fondo de la calle, hacia el Oeste, el sol empieza a declinar.
Al final de los dos kilómetros ya no hay casas. Sólo se ve la llanura desierta, un árbol solitario y una parada de ómnibus donde no hay nadie esperando.
Encuentra el camino de tierra y dobla a la izquierda. La tierra está seca y el auto levanta una polvareda. Aminora la marcha. A la derecha puede ver la línea del horizonte. El sol es una bola roja y anaranjada que se posa lentamente.
Maneja con cuidado, despacio, durante un largo trecho. De pronto el auto empieza a cabecear de una forma rara. Se detiene. Se baja. Mira y ve que tiene una goma desinflada. No puede ser, piensa, si son nuevas.
Vuelve al auto y aprieta el botón del tablero. La voz metálica dice: "Lo siento, no tengo el mapa de esta zona". Abre el teléfono celular. No tiene señal.
Sale del auto y se detiene un momento a pensar. En el silencio de la llanura se empieza a oir el canto de los grillos. La bola roja, a lo lejos, está cada vez más abajo.
No logra entender con qué se pudo pinchar la goma. Entonces se acuerda de lo que se dice, que hay quienes siembran clavos en la cercanías de una gomería. Si, piensa, eso debe ser. Seguro que más adelante hay una.
Siente frío. Busca un pulóver en el auto, se lo pone y empieza a andar por el camino de tierra. Los grillos lo acompañan. A la izquierda, en el cielo, ve como se enciende la primera estrella.
Camina una media hora. Después de una curva ve un ranchito perdido en medio de la llanura. Se acerca. Es una especie de galpón con el portón abierto. Adentro, le parece ver una vieja bañadera llena de agua.
Al lado del portón hay un viejo, sentado sobre una maderas. Tiene puesto un sombrero negro muy gastado que le tapa a medias la cara. Está fumando.
—¿Es una gomería? —pregunta Osvaldo.
El viejo no contesta. Tampoco lo mira. Se oye el grito de un pájaro lejano.
—¿Es una gomería? —repite Osvaldo.
El viejo se mueve un poco. Se saca el pucho de la boca y lo arroja lejos, con dos dedos. Se golpea suavemente el ala del sombrero y se descubre los ojos. Lo mira.
A Osvaldo, extrañamente, le parece reconocer ese rostro.
—Estás perdido, hermano —dice el viejo.
—No estoy perdido. Sólo se me pinchó una goma. ¿Me puede ayudar?
—No.
Ahora a Osvaldo le parece que si, que conoce esa cara. La vió muchas veces en el espejo.
Piensa en Clarita, que lo estará esperando. Ya debe haber empezado a cocinar ese rico potaje que hace ella. ¿Se estará preocupando por la tardanza?
—¿A dónde va este camino? —dice.
El viejo se saca el sombrero y entonces Osvaldo lo reconoce completamente.
—Este camino no va a ninguna parte —dice el viejo—. Esto es el fin.
—¿El fin?
Sobre la llanura cae un gran silencio. Ya no se oyen los grillos, ni los pájaros, ni ningún rumor.
—¿El fin? No pensé que sería tan pronto. No pensé que sería hoy.
—Así son las cosas, hermano —dice el viejo.
Osvaldo piensa en los hijos, en los nietos, en todo ese mundo abigarrado y bullicioso que va a seguir moviéndose, allá, en la ruta, y más allá, en la ciudad.
Se acuerda de la señorita Petra, la maestra de primer grado. Petra. Qué nombre. Se sonríe.
Se sienta al lado del viejo, sobre las maderas, y se pone a mirar la últimas luces de la tarde en el horizonte.
—¿Tenés un cigarrillo? —dice.

SÓLO DE UNA (de Fénix)

No tenía mucho tiempo para contar su historia, pero quería contarla y debía hacerlo antes de que acabara la primavera. Es que al llegar el verano sus flores ya no se verían a la orilla del camino. Porque siempre estuvo él a la vera del camino que une al pueblo con la ruta provincial. Estuvo y estaría, aunque... sólo hasta la llegada del próximo verano.
Él no vendía sus flores, como lo hacían Tomás, en la plaza, frente a la iglesia de Nuestra Señora del Socorro; Adela, caminando de arriba a abajo la calle comercial; y Nito, instalado cómodamente en su puesto de la feria municipal. No, él no vendía sus flores... las regalaba, y lo hacía a la entrada del pueblo, junto al camino de tierra que mostraba una huella que iba y otra huella que venía.
Roso -así comenzó a llamarlo la gente- siempre estaba en su sitio sin que le importara si el sol abrasador resquebrajaba la tierra, o que una lluvia tenaz la convirtiera en un barrial. Él sabía que en cualquier momento alguien podía necesitar sus flores, y allí estaba firme para regalárselas con alegría, aunque siempre de a una, de manera que alcanzaran para repartirlas entre quienes no podían comprárselas a Tomás, Adela, o Nito.
Muchas veces algún novio de bolsillos flacos se llegó hasta donde estaba Roso para hacerse de una rosa que llevarle a su amada. Otras, algún chiquilín ilusionado pudo homenajear a su madre en un cumpleaños, con una flor gratis gracias a Roso. Y hasta la abuela Edelmira de tanto en tanto se acercaba a pedirle una rosa para adornar su humilde ranchito: “hoy, mi nieta viene a visitarme”.
Nadie sabía cómo ni por qué, pero las flores de Roso parecían nunca acabarse, pues mágicamente, a cada rosa regalada, una nueva florecía, y todos en el pueblo sabían cuál era el destino de las rosas, por eso jamás le pidieron más de una. Y si dije mágicamente, es porque las rosas de ese amigo de la gente parecían mágicas, pues quien podía pagar por flores, no conseguía una rosa de Roso que le durara más de unos pocos minutos. Se marchitaba en sus manos casi de inmediato. Las flores eran para quienes no pudieran comprarlas en lo de Tomás, Adela o Nito, y como dije, todos lo sabían en el pueblo.
Roso llevaba allí muchos años, y no tenía, digamos... facilidad de palabra, sin embargo a su modo me contó la historia, pidiéndome que la transmitiera a todo el que quisiera escucharla, en ese momento, cuando faltaba poco para que sus flores gratuitas desaparecieran de la orilla del camino de tierra.
¿Un hombre?... ¡No!... Roso no era un hombre, sino un rosal silvestre; perruno; que nació en aquel sitio espontáneamente como origen de todas las variedades cultivadas. Sus rosas no eran grandes, extendidas y de color uniforme, o con varios matices de púrpura o rojo fuerte, como las del Rosal Castellano; ni muy fragantes, de color pálido y pétalos apretados, como las del Rosal de Alejandría; ni de color encarnado pálido, muy dobles, orbiculares, olorosas, dispuestas en grupos apretados y sostenidas por pedúnculos erizados de pelos rojizos, como las del Rosal de Cien Hojas; nada de eso, sus rosas eran pequeñas, de tono apagado y de tallos cortos, con ningún valor comercial, pero dicen en el pueblo... dicen en el pueblo... que eran allí las más codiciadas, pues además de humilde, para que le durara y mucho tiempo una rosa de Roso, debía ser la regalada una buena persona...
Roso me ha dicho que al ver que crecía en un lugar solitario, se deprimió pensando en lo que sería para él un destino triste y sin sentido, y así fue hasta que un niño que acertó a pasar a su lado, tomó la única rosa que Roso había dado esa primavera, para llevársela a la maestra en su día. “Gracias, plantita -dijo el chico esa vez mientras los ojos le brillan- no tenía con qué comprarle un regalo a mi señorita Laura, y yo estaba muy triste”.
Cuenta Roso que al ver la alegría del niño, quiso regalarle otra flor, y sin que se diese cuenta al ser su deseo tan fuerte, una nueva rosa le brotó de inmediato. El niño le preguntó entonces si podía tomarla para obsequiársela a su madre, y Roso movió ligeramente la rama en la que estaba la rosa, en señal de aprobación. Sorprendentemente, cuando el muchachito se alejó feliz y casi corriendo, otra rosa suplantó a la segunda. Fue entonces cuando el rosal comprendió que aún allí, en ese lugar tan solitario a la entrada del pueblo, junto a un camino de tierra que mostraba una huella que iba y otra huella que venía, aún allí, entre malezas, barro y pedregullo, podía ser útil. Y entonces dio tres flores, y cuando se corrió la voz de lo que ocurría con ellas, la gente del pueblo comenzó a visitarlo y a pedirle rosas, que eran repuestas por brotes nuevos cada vez que alguien tomaba una.
Y aquel sitio se convirtió para Roso en su lugar en el mundo, fue feliz con la gente e hizo feliz a la gente durante muchos años, allí, junto al camino de tierra que mostraba una huella que iba y otra huella que venía.
Sin embargo, pronto no habría flores gratis para los humildes de El Cortijo -así se llama el pueblo- pues el progreso había llegado al fin a la zona, y el viejo camino de tierra ya no sería un problema los días de lluvia, empantanando carros, automóviles y camiones; ni se convertiría en un obstáculo los días de seca, golpeando la “panza” de los autos con el montículo que se forma entre sus huellas profundas. El viejo camino de tierra, amigo entrañable de Roso, sería asfaltado durante el próximo verano, y para desgracia del rosal, ensanchado... Sus días pues estaban contados, y por eso el apuro de mi amigo en que se conociera su historia.
Yo soy... un zorzal, y en mi canto cuento y conté a cada viajero la historia de Roso, sus rosas, su camino amigo, los humildes del pueblo, y lo insensible que en ocasiones puede ser el progreso, y he de decirles que de esta historia han transcurrido ya tres años, y que no sé cómo ocurrió, pero inexplicablemente para mí, el camino que construyeron tiene algo que según escuché, llaman, La Chicana del Rosal, y no lo podrán creer ustedes, pero Roso tuvo la grandísima suerte de que el ingeniero que diseñó el camino, la hiciera justo justo en el lugar donde él había crecido espontáneamente, de manera que el asfaltada y moderno camino hacia El Cortijo, parece esquivarlo.
Faltan un par de cosas más en este historia, y son estas: durante la obra hubo cierto revuelo en el pueblo, pero no entendí por qué, como tampoco entiendo por qué, siendo el ingeniero un hombre que puede pagar por las flores, es el único de tal condición al que Roso le permite llevarse sus rosas, que además ahora son mucho más grandes y coloridas. ¡Eso sí!... De a una. Sólo de a una...

lunes, 27 de septiembre de 2010

EL DESAYUNO ESTA SERVIDO

La mesa para el desayuno está preparada. Una taza con su correspondiente cucharita, tres manzanas prolijamente colocadas sobre una bandeja rectangular, una jarra de jugo de naranja, un plato con un cuchillo sosteniendo una servilleta roja como las manzanas, un vaso medio vacío (o medio lleno), otro plato con scons recién horneados; un florero con lirios amarillos…

–Muchachos ¿estamos todos listos para iniciar el viaje? –pregunta una de las rojas y apetitosas manzanas.

–Listo, replicó el jugo.

–Yo no –dijo la taza apesadumbrada- el café no ha llegado.

–Yo estoy pero siento un poco de miedo. Todavía no logro acostumbrarme a esta nueva tarea que me han asignado –lloriqueó la servilleta.

– ¿Pero no sabés todavía que es imposible escapar al destino? –le preguntó uno de los scons.

– ¿Qué decís? No te entiendo.

– Que en un rato vendrán a utilizar los dones que nos han sido asignados para cumplir nuestro rol. Debemos entregarnos confiados a que cada partícula de nuestra esencia será transformada para cumplir con el ciclo de la vida.

–Ahora entiendo menos –suspiró resignada la servilleta. ¿Podés ser más explícito por favor?

El scon tomó aliento y con un suspiro de poca paciencia, le contestó:

–Mirá linda. Acá la que menos sufrirá sos vos porque nuestro amo y señor sólo te ensuciará un poco, luego irás al lavadero y volverás, algo desteñida pero con más experiencia, a limpiar otras bocas. Pero nosotros, los hidratos, deberemos recorrer un camino mucho más largo hasta completar el ciclo. ¿Me entendés ahora?

–Mi querido scon –interrumpió furiosa una manzana- no seas tan intolerante. Ella es nueva en la casa y no tenés por qué hablarle de ese modo. Yo recuerdo que la primera vez fue difícil, no entendía por qué me tenían que hincar el diente de una manera tan irrespetuosa, sobre todo el gordito, el mayor de la familia, que me arrancaba la piel de a pedazos, sin ningún miramiento…

–Gracias manzanita –lloriqueó agradecida la servilleta. Vos sí que entendés a las mujeres como yo. Los hombres no entienden nada…

–¡No nos metas a todos en la misma bolsa! –saltó indignado el jugo– Yo no soy como él.

–Entonces –le preguntó tímidamente la servilleta- ¿serías capaz de explicarme cuál es realmente el sentido de mi estadía en esta casa? ¿cuál es mi misión?

–Bueno, bueno –el jugo pareció tomar más cuerpo y llenar el vaso hasta rebalsarlo– vamos por partes. Primero y principal, te voy a contar mi experiencia, soy más viejo que vos, y he pasado por muchas vidas. Aunque no recuerdo las anteriores, puedo decirte que me pareció reconocerte, como si hubiéramos compartido otros momentos antes, un deja vou, creo que se llama.

–A mi me pasa lo mismo rico juguito. Apenas verte me dije que te conocía de antes –contestó la servilleta poniéndose más colorada.

–Seguramente hemos sido amigos en otras vidas, pero lo importante es que entiendas tu misión en ésta. Te explico: en cuanto aparezca por esa puerta el primero que se despierte de la casa, todos los que estamos en esta mesa iniciaremos un viaje interminable por el organismo del susodicho. La manzana y yo seremos los que iremos más rápido y el scon deberá pasar por un proceso más complicado: miles de laberintos se abrirán hasta que encuentre la salida; por eso tenés que comprenderlo, se hace el fuerte pero en el fondo tiene más miedo que vos. Tu viaje, en cambio, será por fuera, tendrás la misión de limpiar nuestros restos de la boca del que aparezca primero. ¿Me seguís?

–Sí –dijo no muy convencida la servilleta –pero… entonces… ¿nos separaremos ahora y ya no nos volveremos a ver?

– ¿De verdad no querés que nos separemos?

–No. Justo ahora que nos hicimos amigos…

–Me encanta que me digas eso porque yo tampoco me quiero separar de vos, así que se me ocurrió algo… Escucháme bien.

– ¡Se ha formado una pareja! –rió groseramente el scon.

– ¡Silencio que viene alguien! ¬–gritó el cuchillo.

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–¡Guillermo, no tragues así el jugo! ¡Tomá limpiate, rápido que se hace tarde!

El gordito se metió dos scons en la boca, al mismo tiempo que tragaba el jugo tan apurado que la mitad quedó en su remera y la otra en la servilleta. Mientras se metía una manzana en el bolsillo, se limpió la boca con la servilleta y salió corriendo; en el camino la tiró a la basura sin que su madre se diera cuenta.

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–Ves linda servilletita, ya estamos juntos y nadie podrá separarnos.

–Sí juguito, espero que nadie se dé cuenta de dónde estamos y nos rescate.

–Vos tranquila, hacé un poquito de fuerza y mandate para abajo del cesto, así nadie te ve.

–Sí, tenés razón. Ay juguito, ¡sos tan inteligente! Y ahora ¿Qué pasará con nosotros?

–Vamos a descubrir el mundo, somos libres, ya no tenemos misión alguna que cumplir. Sólo mantenernos unidos y estar alertas, muy alertas. De aquí seguramente terminaremos en un camión que nos transportará a un cinturón ecológico donde compartiremos la vida con un montón de desperdicios. Tendremos que luchar por nuestro amor y mantenernos alejados de todo aquel que pretenda separarnos.

– ¡Qué miedo!

–No hay nada que temer mi princesa. Mientras nadie descubra tu belleza intacta y quiera recuperarte y quitarme de en medio, nada te ocurrirá. Yo me encargaré de que eso no ocurra. ¿Estamos juntos o no?

–Sí, sí, mi querido juguito. Estamos juntos y nada ni nadie podrá separarnos.

martes, 21 de septiembre de 2010

Mi amigo bantú

La maestra cerró el libro que acababa de leer y, levantando la mirada hacia los chicos de cuarto grado, les dijo:

-La tarea que deben hacer para el lunes es escribir una composición sobre el Escudo de Swazilandia.

Matías se quedó pensando en la historia y la geografía de ese país tan lejano, que les había leído la señorita Agustina: seguramente los chicos allí eran muy diferentes; por lo pronto, tenían otro color de piel y se imaginó que sería bueno tener un amigo extranjero, como los que veía en las películas. Ya tendría tiempo más tarde para pensar en eso. Ahora, lo único que le importaba era ir al cumpleaños de Martina.

Tocó el timbre, todos los chicos salieron corriendo de la clase y la voz de la maestra se perdió en el barullo reinante. Con un suspiro de resignación, ella levantó la voz para advertirles que salieran despacio, sin atropellarse, aunque fue inútil. Era viernes.

Matías se despidió con un beso de su mamá que había ido a buscarlo, y entró apurado en el auto del papá de Rodrigo, quien los llevaba directamente a la casa de Martina. En el trayecto, los dos amigos reían excitados y se golpeaban a las trompadas, tratando de descargar toda la tensión acumulada en la semana. Cuando llegaron a destino, casi se tiran del auto, ansiosos por llegar a la fiesta.

Entraron a la casa, Martina los recibió con una sonrisa seductora y un beso. Matías no cabía en sí de la emoción y ella, conciente del encantamiento que producía en su joven enamorado, con un gesto que pretendió ser de indiferencia, les dijo que fueran a la mesa, que había torta y refrescos. Matías vio todo lo que había: papas fritas, sandwiches de miga, galletitas dulces y una enorme torta de chocolate y pensó en lo que les había contado la maestra sobre los chicos del África, que morían de hambre. Pero ahora no pensaría en eso, sólo quería estar con ella, y se quedó mirándola embobado mientras se iba rodeada de sus amigas que cuchicheaban y se reían, observándolo de reojo.

Cuando los pasaron a buscar, Matías se dio cuenta de que no había comido nada y tampoco había charlado ni una vez con Martina. Bueno,
pensó, por lo menos ligué dos besos en el mismo día y eso ya es mucho.

Al llegar a su casa, fue directo a su cuarto y se dispuso a hacer la tarea para sacársela de encima y olvidarse hasta el lunes del colegio. Aunque esta vez, le divertía el tema de composición que les había dado la maestra. Y, sin dudarlo, sacó su cuaderno y escribió:

Hola amigo bantú,
Me llamo Matías, tengo 9 años y vivo en Buenos Aires, Argentina. Hoy la maestra nos habló de tu país. Nos dijo que está ubicado al sur de África. Si miramos el mapa, estamos casi a la misma altura, los dos al sur, aunque es re lejos, parece cerca, pero en kilómetros es un montón. También nos dijo que la capital es Mbabane y que tienen un rey que se llama Mswati. Nos mostró la foto de tu rey pero no tiene corona. No importa, igual tiene plumas y collares. Nosotros no tenemos rey, tenemos presidente; mi papá dice que cambiamos mucho de presidente. ¿Ustedes también? Bueno, nos mostró el escudo de tu país y me pareció re copado, un león y un elefante que sostienen una armadura, parece. El nuestro tiene laureles y un gorro que simboliza la libertad. Pero a mi me parece que mucha libertad no tenemos, porque nuestras casas tienen rejas como en las cárceles y nuestros papás siempre tienen miedo de que salgamos a la calle porque nos puede pasar algo. También tiene unas manos que se agarran y eso parece que simboliza la unión. Pero yo veo que hay muchas peleas en este país, salvo cuando gana Argentina al fútbol, que ahí si salimos todos a festejar a la calle y es una verdadera fiesta. Tu rey es de otro color, vos también ¿no? A mi me gustaría tener un amigo de otro color, pero mi papá dice que no hay que confiar en la gente que es diferente a nosotros. No sé por qué lo dice, a veces no entiendo a mi papá. ¿Querés ser mi amigo? Yo, cuando sea grande, voy a ser piloto y voy a tener mi avión y te voy a ir a visitar. Allá hay leones y elefantes y un montón de animales de verdad, ¿no? Salvo por mi perro Benicio, yo no veo nunca animales, de los de verdad, digo. Una vez fui al zoológico y los vi, pero están encerrados en unas jaulas…
Bueno amigo, ojalá me contestes así me contás más cosas de tu país y de tu escudo. Acá está anocheciendo y veo las estrellas desde mi ventana, quizás vos también las estés mirando. Chau amigo

Matías cerró el cuaderno y un ruido en la panza le recordó que tenía hambre.

sábado, 28 de agosto de 2010

"Ruinas Circulares" de Jorge Luis Borges

Cuando tomé la decisión de analizar "Ruinas Circulares" de Jorge Luis Borges no pensé que entraría en los laberintos borgeanos de una manera tan literal. La primera lectura del cuento me apasionó y pensé que el personaje de un hombre que quería soñar otro hombre y traerlo a la realidad, refería a la frustrada paternidad de Borges. Ilusa yo. Esa puede haber sido una intención que quizás él ni siquiera imaginó, aunque lo dudo. Nada en B. está librado al azar, ni al inconsciente. Lo que estoy aprendiendo de su literatura es que lo que para mí es un ejercicio intelectual de comprensión elevada a un cierto nivel de cultura, para él es un juego. Un juego de simulacros, espejos y laberintos infinitos e interminables que nos lleva a nosotros, los lectores, hasta dónde cada uno quiera.

domingo, 22 de agosto de 2010

Desde que te perdí...

Desde que te perdí
camino confiada
por los senderos del sol
mientras su voz me susurra
palabras de amor

Desde que te perdí
no me duele tu ausencia
no recuerdo el sabor
de aquellas mañanas
impregnadas de tu olor

Desde que te perdí
el jazmín floreció a tiempo
la primavera estalló
salpicando de colores
y de sonidos mi voz

Desde que te perdí
canto y vibro en cada canción
en sus brazos me acurruco
y él me abriga, me da calor

Soledad ya no me busques
ahora es él mi dueño y señor

lunes, 16 de agosto de 2010

La paradoja en tiempos modernos (de Matías Ayerza)

–Disculpáme, ¿acá para el 12?
–No pá, acá para la 12.
–Uh…

No sin antes sufrir un altercado con un contingente de adictos al “¡Dale Bó!”, partió Ulises Dechilena hacia su primera cita con Marina Pereyra Tirabola, su chica de la facultad.
Él tenía 19, y le encantaba escuchar música electrónica, influenciado por su hermano mayor, prometedor DJ de SKA-Biame, un café-restó-azucarad-bar de Palermo Heavy.
Ella, en cambio, era más del estilo de tatuarse sinsentidos en su omóplato izquierdo, sin miedo a exponer ante el mundo su cuestionable IQ mental.
Ambos estaban dando sus primeros pasos en la carrera de Economía de la UBASAL, una institución privada de capitales yugoslavos, y se conocieron hablando de ensaladas light en la clase de teología (toda una ironía de tenerse en cuenta que aquella cátedra abogaba por el fin de los tiempos de Cupido, por considerarlo una amenaza para la raza superior, es decir, los rubios de ojos celestes -exceptuado Guido Süller).
Hace rato que Ulises estaba esperando esa noche. De hecho, le costó mucho conseguir que Marina se fijara en él. Para eso tuvo que aplicar todos sus conocimientos en materia romántica, aprendidos gracias a su fiel consejero: el suplemento Púber del diario Clarín.
Por esto y mucho más, el joven idealista tenía decidido no estropear su cita. Todavía estaban latentes en él los recuerdos de aquella vez en que su pareja del momento lo dejó plantado por hacer apología de los pelirrojos (Ulises habría parafraseado al Colorado Liberman).
Habían quedado en que él la pasaría a buscar por su casa para ir al cine a ver el estreno de El señor de los Anillos IV: “Gollum prueba faso”. Sin embargo, la noche tomaría un giro inesperado ni bien saludó a Marina en la puerta de su casa.
Atrás quedarían las mañanas de conversaciones banales con su amiga en los recreos de la facultad, y los sueños platónicos de Ulises protagonizados por una Marina descollante, seductora e imposible. ¿Los motivos? Ni sus propios amigos comprendieron días más tarde las explicaciones de Ulises, quien al parecer se habría desairado con la presencia poco feliz de un ejemplar del reino vegetal yaciendo inerte en la dentadura de la dama.
La cita concluyó normalmente, pero con un Ulises evasivo, distante y acusando un malestar estomacal como vía de escape ante el insinuante acoso hormonal de Marina, quien tras percibir con movimientos lingüísticos las razones del rechazo, regresó a su casa cabizbaja, y con la promesa de nunca más practicar la dieta de Cormillot.

Vientos de cambio (de Matías Ayerza)

Se llamaba Pura Dobleapellido. Sus padres le pusieron así en honor a la adoctrinada relación que los unió durante años y que nunca quebrantaron, a pesar de una sociedad cada vez más desinhibida y más preocupada en satisfacer las necesidades de la revista Pronto que en exponer su esencia ante un tribunal súper espiritual, presidido por el papa y secundado por profetas del “no al casamiento gay”.
Pero Pura era diferente. Ella se crió dentro en un ambiente que alternó vientos de modernismo progresista con tradicionalismo propio de la educación de sus padres. La combinación: un huracán de inseguridad que traería fuertes consecuencias en su personalidad.

Pura alcanzó la adolescencia abrumada por la angustia que le generó no saber a dónde pertenecer. Sus amigas experimentaban la madurez sexual, mientras ella seguía debatiéndose entre comprar los discos de la Sole o tatuarse a Maru Botana en el gemelo izquierdo.

Los días pasaron, y fueron testigos de un trastorno cada vez más fuerte en la mentalidad de Pura, que prefirió encerrarse en sí misma que confesar sus miedos. El resultado fue inevitable. Un nuevo apodo sonaría fuerte en los pasillos de su colegio, y le daría un nuevo rumbo a su vida: bastó con cambiarle una letra a su nombre para adecuarlo al contexto en que se hallaba.

Los púberes, aquejados por la sequía propia de la edad, se vanagloriaron de haber instaurado semejante sobrenombre en el ecosistema escolar, sin admitir que gracias a Pura su propia libido había descubierto un nuevo mundo, alejado del mero reflejo de un monitor o de un programa de cable por la noche.
Los padres de Pura prefirieron desviar las miradas a afrontar la realidad que significaba pintadas en la pared de su casa, o hasta emails tendenciosos con imágenes de su hija haciendo honor a su nombre, pero más aún a su sobrenombre.

Esta acumulación de incertidumbre existencial llegaría a su punto más alto una tarde de invierno, cuando Pura sentó a sus padres y les comentó que iniciaba su camino de la agridulce espera, con el agregado de que desconocía el paradero del responsable masculino.
Nueve meses más tarde nacería el primer nieto de los Dobleapellido y el primer hijo de Pura, inevitable víctima del simplismo y el chiste fácil de parte de su mediatizado entorno.

jueves, 12 de agosto de 2010

El picaflor

Estaba sentada en el living de la confortable cabaña, leyendo un buen libro, cuando aparecieron Juan y los chicos para invitarme a un paseo hasta Quila-Quina. Eran mis vacaciones y me había propuesto hacer lo que tuviera ganas, ya habría oportunidad de ir más adelante. Les dije que fueran ellos, y me acomodé un poco más en el sillón para seguir disfrutando de la lectura. Cuando la puerta se cerró, me dije: al fin sola.

Enfrente de mí, un amplio ventanal me mostraba una panorámica, en tres dimensiones, del bosque que rodeaba la cabaña que habíamos alquilado en los Altos del Sol, un lugar de ensueño en San Martín de los Andes.

Levanté por un momento los ojos del libro, atraída por el cuadro que me devolvía la ventana y la belleza de esa vegetación exuberante, con árboles de todos los tamaños y diferentes tonos de verde. No recuerdo cuánto tiempo pasó hasta que me encontré sumergida en esa vegetación y sentada sobre la rama de un arrayán. A mi lado una bandurria con porte algo altanero me miró y me preguntó:

“¿Sos nueva en el barrio?” Yo atiné a contestar un tímido “si” sin entender lo que me estaba pasando. “Me pareció, no te había visto antes. Yo me llamo Paco, encantado” y me tiró un beso con un pico largo y corvo que me hizo retroceder. “Vení que te llevo a conocer el lugar, seguíme”. Cuando lo vi levantar vuelo pensé que ese pájaro estaba loco. ¿Cómo iba yo a seguirlo? Sentí pánico pero Paco me dio un empujón y me encontré volando a su lado. “Dale, apurate que no tengo todo el día, ustedes los picaflores son medio histéricos, revolotean mucho las alas pero no avanzan demasiado. ¿Cómo te llamás? ¿Acaso Fifí? Y antes de que pudiera contestarle lanzó un grito estridente, una extraña carcajada que me hizo retroceder. Algo ofendida, me sorprendí escuchándome decir que mi nombre era Copeta -porque ese era el apodo de mi madre, no el mío-, y tratando de acelerar el vuelo para que no volviera a retarme, le pregunté: “¿adónde me llevas?”
“Ya verás”, me dijo y comenzó a planear sobre el bosque hasta llegar a una playa de un lago desconocido en donde bajamos a tomar agua. Cuando vi mi reflejo en el agua pegué un brinco y salté para atrás. La imagen que veía era la de un picaflor. No podía entender qué me estaba pasando. Paco me ignoró y emprendió nuevamente el vuelo y yo lo seguí algo aturdida. La vista desde arriba era impresionante, jamás había visto belleza semejante y por un rato volamos en silencio hasta que el paisaje cambió abruptamente y aparecimos en mi casa de la infancia, a casi 1.600 kilómetros de la cabaña. ¿Tanto habíamos recorrido volando? Todo pasaba tan rápido que no me daba tiempo a preguntarle a ese pajarraco insolente lo que estaba sucediendo.

Entramos a la casa por la chimenea y Paco me dijo: “escuchá en silencio, no hagas ningún ruido”. Nos quedamos los dos quietos en la chimenea. Había gente alrededor del hogar hablando en voz baja. Se escuchaban algunos sollozos y pude reconocer sonidos familiares. ¡Eran mis hermanos! No tardé en descubrir que estaban velando a alguien en otra habitación. Pero ¿a quién? Bajé un poco más por el hueco de la chimenea y por una hendija pude verme a mi llorando, abrazada a Florencia, una de mis hermanas. Recordé cada momento de aquel día en que murió mi madre. Decidí salir de ese oscuro lugar que me estaba asfixiando y dando la vuelta me posé frente a la ventana del living.
Todos los presentes me miraron y escuché a Lucía gritar: “miren, en la ventana, un picaflor. ¡Es ella, estoy segura de que es mamá!

Paco me miraba por primera vez con cierta ternura y se dio cuenta de que había entendido. Miré a mis hijos por última vez con la promesa que volvería a visitarlos. En silencio regresamos al bosque y yo volví a mi sillón, después de despedir a mi amigo.

“Antes de que te vayas quiero hacerte una pregunta”. “Bueno, dale che que estoy apurado, ya te dije” pero su tono era cariñoso esta vez. “¿Soy yo o mi madre quien vive en este picaflor?” “Son las dos, tu madre vive en vos y vos en ella y quiso regalarte este paseo porque te vio algo triste”.

Volví a mi realidad y a mi cuerpo cuando mi familia entraba a la cabaña, con muchas ganas de tomar un rico té.

Desde aquellas vacaciones, cada verano aparece un picaflor en el jardín de mi casa. Mis hermanos me cuentan que a ellos también los visita de tanto en tanto.

miércoles, 11 de agosto de 2010

La liberación de la tortuga

La vida me ha dado todo y yo no sé aprovecharlo. No avanzo; todo lo aprendido se esfuma en una cortina de niebla que me impide ver. Un miedo ancestral me repliega una vez más dentro de un caparazón oscuro y seguro. Me digo que no debo ser tan tonta. Lloro y me compadezco, por no entender el mundo que gira a mi alrededor. Soy yo la que giro, como una veleta entre personajes siniestros, monstruos de tres cabezas, pájaros de alas cortadas, serpientes y culebras. No logro ver más que peligros desafiándome. Mi ingenuidad no tiene límites. El mundo es inocente hasta que me demuestre lo contrario. Quisiera poder salir y vivir de otra manera, confiar y no temer. Quisiera desafiar mis propios límites de tortuga y poder disfrutar de las maravillas que intuyo hay afuera, de atreverme y que no me importen la mirada esquiva, la indiferencia, la burla o la ironía.

Encerrada en mi caparazón asomo tímidamente mi cabeza y veo en la playa tres niños que parecen venir hacia mí; visten túnicas largas y sostienen en sus manos una vasija. Se acercan a una niña que sentada en la orilla parece observarme pero sus ojos tristes miran más allá de mi pequeño caparazón. Cubre su cabeza un sombrero bonito, cubierto de flores artificiales; un adorno prefabricado que lleva con recelo, como obligada a ponérselo para cumplir un rito ajeno.

Los niños la rodean y extraen algo de sus vasijas. Uno le entrega una flor blanca, otro una flor roja y otro una flor amarilla; esta vez son naturales. La niña las coloca en su sombrero, se levanta y comienza a danzar a mi alrededor. Su semblante se transfigura y sus ojos se encienden con una luz nueva. Me levanta y me obliga a danzar con ella. Los niños se suman a la danza y corremos todos por la playa. Comienzo poco a poco a salir de mi caparazón y me uno a sus festejos. Siento una alegría única y desconocida. La niña a cada paso va desarmando su sombrero y tira sus despojos al mar, hasta quedarse sólo con las tres flores.

Las risas cesan repentinamente, no entiendo qué sucede hasta que veo tres soldados con cascos verdes y enormes ametralladoras que nos frenan el paso. Tiemblo de miedo y me repliego a mi segura guarida. La niña, sin perder su sonrisa, toma las flores de su cabeza y entrega una a cada soldado. Estos dudan un segundo, las arrojan al mar y lanzando una carcajada grosera, siguen su camino.

Salgo de mi guarida y los cinco, tomados de las manos, seguimos con nuestra danza sin mirar atrás donde quedó mi caparazón meciéndose entre las olas.

Los amores imposibles (de Daniel/Fénix)

I
Los amores imposibles nunca mueren,
y si tú has vivido uno, no fue en vano,
ellos tienen un destino de presente;
son el agua, en el hueco de tus manos;
son la esencia del perfume del jazmín,
y son ellos ese verde de los campos,
de los pájaros el canto,
y en las rosas, el carmín.

II
Los amores imposibles son a veces,
esa música lejana que se escucha,
las cobijas que de a poco te adormecen,
son las nubes que distraen a la luna
y hacen tuyo el beso tierno de tu amante,
son las olas de océano y su espuma,
y del tiempo son la suma,
de los cálidos instantes.

III
Los amores imposibles son guardianes,
con destino de cuidar de otros amores:
los posibles. Tan distintos, tan iguales.
Para ello toman formas y colores,
se hacen viento, sombra, luz, y no descansan,
y si pones atención verás sus flores,
que mantienen ilusiones,
y renuevan esperanzas.

IV
Los amores imposibles son la prueba,
de que un mundo junto al nuestro hay, paralelo,
habitado por amores de leyenda,
fuera de orden, sin historia, sin aciertos.
El del viejo y la muchacha; el del pobre,
despreciado por la rica que es su sueño;
el del que ama a alguien con dueño;
el del reo, el del torpe.

V
Los de Juan, Esther, Clotide, Luis, Susana,
Eleonora, Liz, Santiago, y Antonieta,
Los de Alberto, Lucas, Diógenes, Julieta,
Soledad, Mabel, Arturo, Jorge y Ana.
Ellos son amores todos imposibles,
como hay tantos y se cuentan por millones,
escondidos en balcones,
en retratos, y en cojines.

VI
¿Discutían?... ¿El teléfono interrumpe
pero nadie te responde cuando atiendes?
Reflexionan: lo mejor es que se escuchen.
Vuelves, hablan, ¿y se abrazan y se entienden?
¿Tú quién crees que llamó para calmarlos?
¡Fue un amor, uno imposible, lo hacen siempre!
Si hay problemas aparecen,
sabios, prestos, solidarios.

VII
Los amores imposibles tienen vida,
y si tú has tenido uno, no fue en vano;
su tarea ha de ser siempre cumplida,
acudiendo cuando se hacen necesarios.
Mientras tanto... son las gotas cuando llueve,
el sol tibio, tu mascota, tu rosario;
un misterio y un milagro,
renovado, recurrente.
VIII
Los amores imposibles, siempre cuidan.
Los amores imposibles, siempre vuelven.
Los amores imposibles, nunca olvidan.
Los amores imposibles, nunca mueren...

lunes, 9 de agosto de 2010

Este tiempo mío... (de Luis Orihuela)

Este tiempo mío que anochece
en la ciudad sin luces
del hastío
la descubríó trémula,
transparente.
Decidida.

Igual que otros
metas ajenas,
mandatos
y ausencias.
urgieron sus tiempos
hacia algunos desatinos

Pero ahora va de regreso
tras algunos sueños pendientes
y antiguas intenciones.

Y en sus ojos calmos hay
reflejos de arena limpia,
de agua clara
y de ese amanecer que siempre buscan sus versos.

A vos

Viniste a mí
como un soñar ajeno
un vendaval
de fuego
que arrasó
en paralelo
laberintos y espejos
incinerando velos.

Me regalaste
en poemas
tus sueños
que hice míos
orquídeas y tulipanes
húmedos duelos
en amorosos encuentros,
también rosas
que lastimaron
mis dedos.

En silencio
soltaste amarras
y zarpé
hacia otros destinos
ya no me veo
en tus ojos
ni beberé de tu vino
pero el recuerdo
no será olvido.

A vos te debo parte
de esta tibia luz
que hoy es faro
en mi camino.

sábado, 7 de agosto de 2010

La casona (de Luis Orihuela)

Era el mediodía de aquel lunes cuando llegué a la vieja casona de Adrogué.
Ya estaba casi vacía. Solo faltaba cargar algunos muebles y unas plantas para terminar con más de cincuenta años de historia familiar. Mucha vida había transcurrido allí. Y demasiada muerte
Cuando abrí la puerta cancel el hall resplandecía. El sol entraba por la gran ventana de vidrios repartidos; tras ellos, la galería exhibía todo el verdor de las enredaderas.
Me acomodé en el sillón que adrede reservé para ese momento. Desde la niñez, había jugado en él todas mis fantasías y también fue refugio para miedos, retos y sermones. Era justo que dejáramos la casa el mismo día
La tibieza del sol acariciaba. El silencio omnipresente en la casa vacía me empañó el alma y la nostalgia entró vehementemente en mí.
Apoyé la cabeza en el alto respaldar y cerré los ojos.
Me sobresaltaron los fuertes golpes del llamador, ennegrecida garra de león que la casa conservaba con orgullo.
Me levanté y corrí al zaguán para abrir la puerta.
Pero no fueron mis dedos los que giraron el picaporte sino otros, arrugados, pálidos y delgados. Los de un anciano.
Entraron dos hombres y quedaron detenidos allí, como a la espera. Sin tiempo para mi desconcierto, intuí que sus miradas, dirigidas hacia algo detrás de mí, no me advertían.
Entonces giré y vi al anciano.
Era pequeño, enjuto y calvo y su mirar lavado tampoco parecía verme.
-Bienvenidos caballeros. Resta sólo cargar los perros pero tal como me solicitaron, los he encerrado en jaulas. Eso hará que puedan transportarlos sin riesgos.
Noté que el anciano vestía anticuadamente. También los mamelucos que llevaban los hombres eran antiguos.
-Si están de acuerdo señores, les pido me acompañen al segundo patio donde los he dejado.
Los hombres asintieron y se pusieron en movimiento. Con brutalidad, tomé conciencia de que ninguno podía percibirme porque al hacerlo literalmente traspasaron mi cuerpo como algo inmaterial e invisible.
Los tres salieron por la galería y los ruidos de sus pasos se apagaron
El silencio, nuevamente adueñado de la casa, creó en mí un miedo sin amarras que me empujó al hall. Casi por instinto busqué el amparo de mi sillón y cerré los ojos. Cuando los latidos descontrolados de mi corazón comenzaron a uniformarse por la tibieza del sol me propuse dormir.
Soñar un nuevo sueño que al cerrar esa secuencia oscura, seguramente convertiría todo aquello tan solo en una pesadilla de una tarde quieta.
Quizá, el único, definitivo y necesario modo de abandonar en aquella casa toda mi tristeza.

viernes, 6 de agosto de 2010

El mensaje

¡Hola Negra! Desde el asteroide Kettler te hablo! No te asustes. Soy Román, me quedé atascado aquí camino al Paraíso.

Te cuento que es una especie de purgatorio que algunos atorrantes como yo necesitamos para llegar más preparados al Cielo, un lugar que acá se comenta que es posta. Este es un sitio bastante siniestro, muchas almas pululan a mi alrededor, pero nadie se acerca a menos que yo lo haga. Por las noches, que en realidad se miden porque las estrellas se ven más cerca -porque aquí es siempre de noche- se reúnen en grupos de seis, en una especie de cráteres que hay. Uno se tiene que acercar y elegir un asiento; si no hay lugar, prueba en otro hasta que se ubica. Dentro de estos cráteres hay luz, pero no hay ninguna bombita, ni lámpara, ni nada. Es una luz muy blanca, diferente a las luces de allá. Uno de los seis es el líder y el encargado de hablarnos sobre las diferentes maneras de salir de acá. Parece que los que aprendan se van al Cielo y los que no, se irán con este asteroide a chocar contra la tierra, pero no nos dijo cuándo. No te asustes mi amor porque eso va a pasar en millones de años. Dice que hay que ser creativo; yo, que en la vida dibujé ni un barrilete. Porque los creativos son esos que pintan ¿no Negrita? Vos que te las sabés todas te irías como un tejo al cielo… lo que es yo, no cazo una. Pero bueno te contaba que este pibe dice que hay que romper la rutina… ¿qué rutina? si acá no hay tele, ni fulbo, ni birra, ni fasos… también que la respuesta está en nuestro interior, que tenemos que hacer las cosas de manera diferente a la que estamos acostumbrados, que tenemos que volver a ser como niños, a descubrir todo de nuevo, como si fuera la primera vez y a amar a los otros, aunque sean diferentes. Yo a vos te amo, Negra, a mi vieja, a la Titi y a la Nona y a los muchachos, así que tengo una parte aprendida ya –aunque al viejo no lo puedo perdonar. Sabés que acá no me duele tanto lo que me hizo... Pero... ¿cómo puedo amar a todos estos fantasmas que no conozco? No sé, no entiendo nada... parece que nada más con escuchar y abrir la mente y el corazón, las cosas se van resolviendo solas, como que no hay que hacer mucho esfuerzo más que ese… Yo, la verdad, no entiendo un corno, pero ya le iré tomando la mano. ¿Sabés a quién me encontré acá? Al turco Elías. ¿Te acordás cuando se pegó un palo con el auto del padre? Bueno, te cuento, me dijo que está hace una semana, cosa que me sorprendió mucho porque se murió hace como diez años… ¿te acordás? ¿cómo puede ser Negra, me querés decir? Acá es todo muy, muy raro. Pero yo estoy bien, no me duelen más los pies porque no tengo que caminar, comida no necesito porque mi cuerpo es como transparente, no puedo tocar a nadie y no me pueden tocar… eso es lo que más extraño… una buena revolcada con vos… ¡Dios, cómo me gustaría! Aunque por otro lado eso tiene su parte buena porque con lo calentón que soy no corro peligro que nadie me pegue una trompada.
Bueno Negri, te dejo porque el turco me prestó una especie de telefonito, como un celular chiquito que se ganó por haber hecho una buena acción –no tengo ni idea cuál-para que te mande este mensaje, y se lo tengo que devolver antes de que nos pesquen… el castigo creo es no ver más al turco. Voy a tratar de abrir el bocho para aprender y ganarme uno de estos así me puedo comunicar con vos más seguido. Te quiero mi negra linda. Chau. ¡Hasta pronto!


Marisa se despertó con una sensación rara. Había tenido un sueño donde Román le hablaba. Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar su accidente y cómo una bala perdida había frustrado su casamiento, cuatro años atrás.

Un bondi al gran amor (de Matías Ayerza)

Era la primera vez que Lorenzo iba a comer a la casa de sus suegros, un sexagenario matrimonio afín al golf de domingo en su ostentosa casa de country en Zona Norte.

Un frustrado beso al dueño de casa amenazó con arruinar instantáneamente la jornada protocolar, pero la novia logró corregir la maniobra y presentarlos adecuadamente: firmes las manos y caras de “no a la ley de medios”.

Antes de sentarse a comer, Lorenzo recorrió la casa impresionado por el aparente nivel adquisitivo de la familia de su novia. Lujosos muebles, moderno televisor y distinguidos retratos de antepasados con el ceño fruncido.

Sintió alivio al notar que los cubiertos de la mesa eran tres, y que no sufriría mayores inconvenientes a la hora de encarar el menú de la noche, un corte de carne acompañado de un gentilicio europeo y papas noisette.

–Contanos Lorenzo, ¿qué estás estudiando?– preguntó amablemente la suegra.

Aquellas palabras irrumpieron en el preciso momento en que Lorenzo procedía a la ingesta de su primer bocado, dando lugar a cinco desafortunados segundos de silencio.
El ruido de los dientes crujiendo ese pedazo de carne fue música para los oídos de los comensales.

–Tengo pensado meterme en administración el año que viene. Por ahora estoy de lleno en la heladería.

El suegro, cuyos pelos grises se mantenían aplastados y en posición de firmes, conservaba la mirada fija en el plato sin emitir comentarios. Su mujer, mientras tanto, movía la cabeza y alzaba las comisuras de los labios en un intento forzado de sonrisa.

Para evitar futuros cuestionamientos, Lorenzo optó por desviar la mirada y hacer el ingreso de su segundo bocado: esta vez, el pedazo de carne junto a una papa noisette.

La mesa continuó con debates de política antiperonista y recomendaciones para evadir a los limpiavidrios de la Capital Federal. Todo en un marco de respeto y con un Lorenzo esforzándose por caerles bien a los padres de su novia. Entretanto, el sonido de la televisión llegaba tímido desde la cocina: la empleada doméstica miraba compenetrada los gestos de la Enana Feudale en el programa de Tinelli.

La suegra, no conforme con la única declaración de Lorenzo, disparó nuevamente:

–Y vos, Lorenzo, ¿qué opinás del matrimonio gay?

Tragó saliva. Símil en volumen a aquella papa que segundos atrás había saboreado con placer. Y contestó esquivo:

–No tengo una postura formada. Es un tema complicado.

Acostumbrados a intelectualizar, la familia no dejó tema de la agenda por repasar. A Lorenzo se le hacía cada vez más complicado sortear los dardos tendenciosos de sus suegros. Le preocupaba. Pero también se sentía orgulloso por su capacidad de adaptarse a la situación.

El aroma del postre ya se hacía sentir desde la cocina. Y Lorenzo comenzaba a palpitar el final feliz de aquella odisea ceremonial.

Aunque todavía restaba el plato fuerte. Aquel que un ingenuo Lorenzo nunca se imaginó.

–Maradona. Qué drogadicto impresentable… –arrojó el suegro.

En ese preciso momento, al flamante invitado se le vinieron a la cabeza todas las imágenes juntas: su póster del 86, su camiseta firmada, su tatuaje en el hombro...

–Con el Diego no. –interrumpió, inconsciente.

A pesar de la mirada confundida de sus suegros y su novia, continuó:

–Con el Diego no te metas, ¡viejo del orto!

Se levantó y se fue corriendo, indignado, a tomarse el primer colectivo que pasara.

Días más tarde, reunido con sus amigos frente a la televisión, su piel sería la primera en erizarse: su ídolo entraba a la cancha para iniciar el camino hacia una nueva hazaña. Una más entre las tantas.

domingo, 25 de julio de 2010

Enrique Nardelli (de Luis Orihuela)

Entre olvidos y confusiones había dejado transcurrir la entrevista de trabajo más importante de los últimos meses y sentado en un banco de plaza buscaba en vano, otra causa o explicación que mi devastadora y siempre vigente indolencia.
Durante ese tiempo inútil un hombre se sentó a mi lado. Agobiado, respondí a su saludo y casi sin querer comenzamos a hablar sobre el tiempo y otras pequeñeces.
Al rato noté que esa charla ligera silenciaba el rumiar de la culpa. Por eso, cuando se agotaban los temas, empujado por la necesidad de conservar ese valioso pasaje hacia el sosiego, le propuse continuar conversando en un bar.

Allí pude observarlo con detenimiento.
Era un hombre común, de aspecto y edad indefinibles. Comió con apetito y modales.
Después, al encender un cigarrillo, lo atrajo algo más allá de la ventana y guardó un largo silencio. Cuando comenzaba a incomodarme dijo:
-Perdone. A veces me distraigo.
-Está bien. Suele pasarme.
Me miró con simpatía.
-Le agradezco infinitamente la invitación y la charla y si me permite, voy a retribuirlas.
-De ninguna manera.
-¿Seguro? Porque no hablo de dinero sino de contarle una historia.
-Eso sería mejor. Soy escritor.
-Toda una coincidencia porque yo soy un personaje...o dos...-sonrió. Pero, aun así, creo ser el protagonista.
-Escucho.
-Claro que no siempre lo fui. En realidad, hace un tiempo -no puedo precisar cuánto- yo era una persona real, un individuo o como se quiera definir a los que transitan esta tierra. En fin, un hombre con una vida común y los afectos de cualquiera; más penas que alegrías; saludes, enfermedades; todo eso. Un día desafortunado me vi sin proyectos y me propuse cambiar. Pero casi al mismo tiempo percibí que no tenía fuerza para hacerlo. Entonces, no sé si por temor o desidia, me conformé. Me dije que no importaba; que si sólo existía neutro y gris, yo ya era neutro y gris y estaba cumplido. Y continué dejándome estar. Pero el mundo sigue girando y así, sin cabal conciencia ni defensa, entré en una dimensión absolutamente vacía.
Me parecía oír a mi conciencia.
-Hasta que un jueves sobrevino el caos. Por inercia caminaba hacia mi segundo empleo pero me sentía particularmente cansado y como en una nube. Para recuperar el aliento me detuve en un quiosco y compré cigarrillos. Estaba hojeando una revista cuando un hombre igual a mí pasó sin verme. Sé que no suena creíble pero de inmediato sentí que él también era yo. Percibí -cómo explicarle- que ambos éramos fragmentos de una misma cosa. Por supuesto me calmé diciéndome que se trataba sólo de un hombre muy parecido (en cierta forma todos los hombres comunes nos parecemos) y que todo era producto del estado de confusión en que me hallaba ese día.
Con el mismo argumento ignoré el gesto de extrañeza del portero. Pero para mi tremenda sorpresa, al abrir la puerta de la oficina encontré a ese hombre en mangas de camisa, acomodando unos papeles sobre el escritorio.
Quedé anonadado.
Él sin hablar pero con expresión serena, me tomó de un brazo, hizo que entrara y me sentó en un sillón. Guardó silencio hasta que pude reponerme.
-¿Quién es usted y qué hace aquí?
-Como has intuido, soy Enrique Nardelli -dijo con naturalidad.
-¿De qué habla?
Me miró con comprensión.
-En realidad, ambos somos Enrique Nardelli.
-De acuerdo; me rindo ante el parecido. Somos casi iguales. Puedo reconocer algún parentesco pero hasta ahí. Dígame, ¿qué está sucediendo?
-Soy el otro Enrique Nardelli, el que antes vivía en tu interior, ese que percibías como tu otro yo un poco loco. Debe ser brutal comprenderlo pero ahora somos dos personas físicas Enrique.
-Eso no es posible.
-Después de todo no puede sernos tan ajeno; siempre hemos sido espíritus opuestos en un mismo cuerpo. La diferencia es que ahora soy en carne y hueso. Algo o alguien me dio materialidad y ahora también existo.
-¿Realmente piensa que puedo creer eso? ¿Qué justificación tendría ese algo?
-No lo sé, pero supongo que brindarnos una nueva oportunidad. Es lógico pensar que si me materializó ha de ser porque seguramente esta doble identidad tuvo y tiene un destino mejor al de hoy.
-¿Doble? Hasta hoy he sido solamente yo.
-Sí, pero ahora somos dos y presumo que esa chance sólo cabe a uno. Es evidente que no podremos coexistir. De hecho, uno deberá partir para que el restante pueda continuar siendo un nuevo y único Enrique Nardelli, sin trabas ni lastres. Se nos ha impuesto la pesada carga de elegir cuál.
-¿Elegir? ¿Y si me niego? ¿Y si opto por mí mismo? No lo entiendo.
- Tampoco yo. Pero no creo que modifique esta realidad. La fractura nos ha sido impuesta y nosotros debemos asumir esa responsabilidad por el bien de “Enrique Nardelli”. Y en cuanto a decidir por uno mismo, me parece honesto hacer un balance de lo logrado y de lo que esperamos para la entidad. Valorando adecuadamente lo hecho y las posibilidades de cada quien podremos decidir. A propósito, con esa misma honestidad debo confesar que creo ser quien debe continuar.
-Lo imaginaba. Pero lo cierto es que yo no estoy dispuesto a ceder. No considero haber desperdiciado mi vida. Es verdad que no tuve el destino que imaginé. No pude trascender, ser importante, pero creo haber sido medianamente feliz. He alcanzado muchas metas pequeñas que me enorgullecen.¿Eso no cuenta?
-También siento ese orgullo. Lo hemos conseguido juntos, cada cual desde su sitio, pero por lo visto, no alcanzan.
-Pero esta es mi realidad, y tal vez la única que le corresponda a Enrique Nardelli. Quizá él ya tenga cuanto debía.
-Eso es conformidad y resignación Enrique. Creo que lo logrado por ambos es respetable pero que se nos ofrece la oportunidad de ir por más. Y sabés que estás agotado, que ya diste cuanto te fue posible. En cambio yo estoy lleno de ambición y sueños. Por eso debo continuar. Queda mucho por intentar. No es justo que lo impidas.
-Tal vez, pero cómo no pensar que acaso esto ya haya sucedido.¿Por qué no creer que vos, enjundioso Enrique, ya tuviste esa oportunidad? Porque si hubieses sido el primero yo sería nada más que una mera consecuencia de tu fracaso. Una creación de ese “algo” o “alguien” para rescatarte. Una ficción, un remanente, un soporte, que nos permitió vivir acomodados en un rincón discreto, la realidad de un destino más pequeño que bien pudo ser el de Nardelli.
-No lo niego. Es más, pudo ser así. Aunque yo siempre me he sentido sumergido en la chatura de oficinas y rutinas admito que tal vez tu vida haya sido consecuencia de mi anterior fracaso. Pero en todo caso, mi error no puede privarnos de una nueva posibilidad.
-Para que ante tu nuevo fracaso, ese algo deba recrearme nuevamente como sostén -otra vez emergente- de la existencia de un tal Enrique Nardelli que no pudo ser lo que soñó por otro error de cálculo. No tiene sentido.
-Sí lo tiene. Sé que has intentado cuanto te fue posible. Reconozco y valoro las causas de tu fatiga pero ahora te has sentado a un costado del camino mirando pasar la vida y no te importa. Y Enrique Nardelli merece mejores cosas. Alguien nos regaló un tiempo nuevo, no terminemos oscuramente. Esa esperanza bien vale una última entrega.
-Que exige partir, marcharse lejos.
-Desaparecer, transcurrir. Otro lugar, otra gente.
-Otros afectos. Es como morir.
-Tal vez, pero de una manera especial e inédita. ¿Cómo puede morir quien es parte de otro? Las pequeñas muertes son sólo estados de ánimo. - -Morir o continuar viviendo no puede ser una cuestión del azar o cálculos errados. Debo pensarlo con detenimiento. Lo decidiré mañana o algún día.
Me miró por un instante. Luego fue hasta el guardarropa y descolgó un saco igual al mío. Mientras se lo ponía dijo:
-Está bien Enrique, nuestro tiempo original aún es tuyo y tuya la decisión.
Antes de cerrar la puerta agregó:
-Tal vez nos veamos mañana.

El hombre pareció concluir. Al apagar la tercera colilla se quedó mirando más allá de la ventana.
Me urgía conocer el fin del relato pero dejé que transcurriesen algunos instantes. Imaginaba que le era terriblemente dificultoso volver luego de bucear en las profundidades del milagroso Enrique Nardelli.
Ofreciéndole otro cigarrillo pude arrancarlo de su mutismo. Me miró sin expresión; no parecía dispuesto a continuar y entonces le pregunté
-¿Y qué fue de ellos?
Hizo otra pausa y mirando más allá de mi hombro contestó:
-¿Usted qué cree?
-No lo sé.
Sonrió levemente; sacudió las cenizas de su saco y meneando la cabeza dijo:
-Tampoco yo. Nunca volví a aquella oficina.