sábado, 23 de octubre de 2010

LOS TIPOS DE LA AGENCIA de Luis Orihuela

Llegaron cuando el mozo servía su café.
Los vio dejar la moto sobre la vereda, entrar al bar y elegir una mesa desde la cual podían controlar todo.
Como era habitual, a pesar de que él los identificaba fácilmente como tipos de la agencia, no pudo hallar rasgos conocidos en sus rostros; además el episodio, como los anteriores, aparentaba ser fortuito e inocente. ¿Qué había de raro en dos tipos entrando a un bar? Nada. Pero suficiente para confirmarle que el acoso continuaba sin que él hubiese podido acostumbrarse a tolerarlo.

Ya había pasado un año desde su toma de conciencia sobre las actividades de la agencia.
Un año del encuentro con aquel fingido turista inglés, que lo había detenido para preguntarle por una calle. Cuando él, extrañado, trataba de entender lo que balbuceaba ese personaje casi grotesco, otro hombre, semioculto, le tomó una foto.
Ese fue el primer capítulo de una novela que lo llevaba como protagonista, sin que pudiera entender el motivo. Objetivamente no existía causa lógica para ser controlado y perseguido. Su vida era mediocre. No tenía dinero ni otros bienes que la casa y el auto. Sobrellevaba un empleo de viajante cada vez más improductivo y una esposa casi desconocida. Excepto el tema Ingrid, poco para despertar la atención de alguien.
Sólo al unirlo con otros episodios comprendió que la persecución iniciada con ese supuesto turista tenía motivo y objeto.
El segundo incidente fue, sin dudas, el repentino interés por su salud que demostró el vecino del 1320, cuando le dio neumonía en julio. En principio le fue agradable porque hasta ese entonces no habían hecho más que saludarse de prisa y con monosílabos. Pero cuando el hombre comenzó a formular demasiadas preguntas, el halago se convirtió en desconfianza y prontamente se deshizo de él.
El tercer episodio se produjo una mañana cuando esperaba un colectivo hojeando el diario. Notó que desde de un auto estacionado, un hombre pequeño lo miraba con insistencia. Se propuso ignorarlo pero la obstinación del otro logró sustraerlo de la lectura. Entonces el sujeto bajó del auto para encararlo. Recuerda que entre otras incoherencias dijo que lo había confundido con otra persona a la que aguardaba pero que evidentemente lo había dejado plantado. Que estaba muerto de frío y con ganas de tomar algo caliente Tal vez él supiera si el bar estaba abierto.
Le dijo que no, que se fijara.
-Sí claro, pero quién me cuida el coche
Se negó arguyendo que esperaba el ómnibus y fingió retomar la lectura. Mientras el hombre volvía al auto, memorizó sus rasgos para la próxima vez.

Dentro del bar los tipos miraban aquí y allá con expresión anodina. Era obvio que aguardaban. Por eso cuando Ingrid llegó salieron rápidamente. Sin explicaciones, hizo que caminara hasta comprobar que no los seguían. En el hotel y con la cabeza en otra cosa, quiso hacerle el amor pero no pudo. Sin hablar, encendió un cigarrillo. Ingrid, como cada vez que lo encontraba así, no dijo nada y también se puso a fumar. En medio de ese silencio, un spot resplandeció con dos límpidos fogonazos y se apagó. El se puso de pie de un salto.
- Qué te pasa
- El foco, ¿no lo viste?
- Sí. ¿Se quemó?
Le dijo que les habían tomado fotos.
Ingrid lo miró extrañada pero prefirió no disentir. Sonriendo le dijo que seguramente eran cosas de la bruja que tenía en la casa. Luego se sentó y lo besó en la frente.
-Nos ha descubierto. Estás acabado y lo mejor es que te suicides.
Advirtió que no le había causado gracia.
- Si preferís, te suicido yo a mordisquitos, con mucho placer.
Ahora sí rió. Ingrid siempre podía hacer que riera.

Esa misma noche, de regreso a casa, se le reveló claramente, la trama que Ingrid intuyó casi por juego.
Su mujer enterada de su relación extramatrimonial, había decidido divorciarse y necesitaba pruebas para un juicio que imaginaba contradictorio y difícil. De ahí, la aparición de la agencia.
Era un plan lógico, pero llevarlo a cabo requería talentos que jamás imaginó en Esther. Para él hasta ese momento era nada más que una mujer oscura, resignada a las carencias que acababan con su matrimonio. Seguramente compartía con él esa sensación de hartazgo y rutina, pero no aparentaba estar disconforme y era probable que hubiera podido disimular hasta que algún hecho imprevisible -verlo con Ingrid o alguna delación- la forzara a actuar como mujer ofendida.
Darse cuenta del cambio en su mujer no le causó ira sino sorpresa, y eso le permitió elegir el enfrentamiento con Esther y su agencia. Solo que ahora participaría por su voluntad.
Recapituló que las pruebas reunidas contra él hasta el momento eran pocas y a confirmar. De modo que si no daba lugar, no tendrían nada concreto. Para eso era necesario llevar adelante una técnica simple. Por supuesto no iba a renunciaría a Ingrid pero variar rutinas y lugares de encuentro haría que las pruebas de su infidelidad se esfumaran y en caso de que Esther resolviera enfrentarlo con la evidencia ya reunida, admitiría a Ingrid como una aventura, un asunto de viajantes. Nada importante. Y su mujer le creería porque necesitaba que nada cambiase.
Con atención y minuciosidad, invirtió sus tiempos muertos en perfeccionar la estrategia. Archivó su celular para hablar solo desde teléfonos públicos. Antes de encontrarse con Ingrid hacía largas caminatas; sin rumbo, abordaba un colectivo o se metía en una estación del subterráneo y cambiaba el transporte por el que venía en sentido contrario. Entraba por pocos minutos a lugares distintos sólo para tomar café o leer.
Desde el principio el acoso parecíó disminuir. No hubo reclamos de Esther ni sucedió nada fuera de lo habitual. El goce de frustrarlos lo hizo sentir más joven y vital y en la relación con Ingrid renació el gusto por lo prohibido
Sin embargo, el rápido triunfo trajo como contrapartida el fin del poco cariño que conservaba por su mujer. Ahora sólo le interesaba frustrarla, tanto como a los tipos de la agencia y solo Ingrid lo rescataba de tanta aridez.
Por fin un día corroboró que ya no lo seguían. Seguramente la falta de resultados había hecho que Esther desistiera. Festejó la rendición a solas con una botella de buen vino, pero no dejó de controlar durante varias semanas, al cabo de las cuales retornó a su vieja rutina.
Trascurrió después un tiempo prolongado y sin sobresaltos hasta que un viernes vio entrar al bar donde él estaba, a aquel falso turista. En un error inexcusable la agencia lo había vestido de hombre de negocios, con traje y maletín, pero era, sin dudas, el mismo individuo.
Comprendió que era la oportunidad para encarar por fin a uno de esos y llamó para pagar. El tipo pareció reconocerlo y salió de prisa. Atrás fue él pero pronto lo perdió en una calle peatonal.
De ese modo recomenzó la persecución. Como la actitud de Esther no variaba, entendía que la agencia quizá hubiese tomado el caso como una cuestión profesional.
No obstante responder con su estrategia probada y efectiva, esta vez el acoso fue mayor, ahora era riguroso y no excluía siquiera el tiempo que pasaba en su hogar. Muchas noches desde la oscuridad del living vio personas que lo vigilaban fingiendo ser transeúntes.
La tensión lo perjudicó notoriamente. Pérdida de clientes y falta de energía para generar nuevos, afectaron su trabajo. Las enormes y repetidas dificultades para conciliar el sueño lo agotaron rápidamente. Ahora aparecía conveniente hablar con Esther y acordar el divorcio, pero no estaba dispuesto a dividir lo poco que tenía.
Un domingo muy temprano, camino a prepararse un té que amenguara su insomnio, vio a un hombre grande en el jardín de su casa que fingía observar unas flores.
Se acercó sin ruidos. Casi a su lado le dijo que era bueno que apreciara las flores pero no tanto como para meterse en una casa a las seis de la mañana.
El otro, sobresaltado, dijo: Es cierto, discúlpeme. Es que son tan lindas que no pude evitar acercarme a mirarlas.
Su actitud corporal era casi infantil y la voz ligeramente ahuecada. Increíble el grado de improvisación de los tipos.
- Es decir, la propiedad privada nada.
- Bueno, me disculpo otra vez. No sé qué más decirle señor.
-¿Por qué no prueba con la verdad?
- ¿Qué verdad?
Comenzaba a exasperarse y le contestó que se diera cuenta de que él conocía perfectamente el motivo de la intromisión, quién lo mandaba y para qué.
- Está equivocado. Entré solo porque me gustan las flores, pero no quiero problemas. Me disculpo nuevamente y ya me voy.
Trató de ir hacia el portón, pero era lento y lo alcanzó sin dificultad. Tomándolo del cuello le gritó que si querían enloquecerlo lo habían logrado y le ordenó que confesara. El hombre era menudo y no pretendió resistir, pero él continuó asfixiándolo hasta que varios lo forzaron a soltarlo.
Entonces oyó la voz de Esther rogándole y, como si fuera uno más de los tipos de la agencia, se reacomodó rápidamente. Pretextó haberse salido de quicio por la falta de sueño. Trató de disculparse con el viejo que aún estaba sofocado y se refugió en la casa. Desde allí vio y oyó como su mujer, tras asistir al hombre, ponía fin al incidente disculpándose y agradeciendo a los vecinos.
Tomó conciencia de que su pérdida de control había sido real y que era hora de concluir el juego. Para reunir coraje esperó a Esther sentado en el sillón y tomando una bebida. Ella dejó las llaves sobre la mesa y le ofreció el desayuno.
- Esther, tenemos que hablar.
- No te preocupes, el pobre hombre está bien. Es el suegro de Mirta que vino a pasar unos días con ellos y anda dando vueltas temprano, como cualquier viejo. Tiene más de ochenta, pero se nota que del corazón está muy bien porque con el susto que le diste...Pero no te preocupes, le dije que pensaste que era un ladrón. Olvidáte, ya pasó.
- Lo hice a propósito Esther.
Ella se sentó a su frente: – No entiendo.
- Estoy al tanto de tu plan y de esa maldita agencia que te saca el poco dinero que gano.
Ya aborrecía esa expresión de absoluta ignorancia en su mujer.
- Realmente no imaginaba que pudieras fingir tan bien. Pero bueno, te repito, conozco el plan aunque ignoro el motivo, pero ganaste, no voy a luchar más. Decíme que querés, dinero, el divorcio, la casa, pedí y arreglamos. No juego más.
- Carlos. No entiendo nada. ¿Qué tomaste? Voy a llamar al médico.
Se enfureció. Fue hasta ella y la levantó en vilo.
- Creí que sólo querías dinero o el divorcio, pero no voy a tolerar que me enloquezcan. Decíme de una vez que querés o te mato.
Quizá fue el llanto de Esther o su expresión aterrorizada, pero lo mismo que le demostró la inocencia de su mujer, a la par, le reveló al verdadero autor de esa trama tortuosa.
¿Cómo pudo no verlo? ¿Quién sino? ¿Quién con más interés que ella?
Se dio cuenta de que aún mantenía en el aire a Esther. Con vergüenza la devolvió al sillón y murmurando una disculpa, salió de la casa.
Caminaba preparando su venganza cuando escuchó los pasos.
Puso en práctica el método acostumbrado. Comenzó a caminar variando la velocidad y deteniéndose cada tanto. En un primer instante pensó que sus nervios eran los responsables de convertir una casualidad en la sensación de ser perseguido, pero el eco que sus movimientos provocaban en el otro lo descartó. No obstante, seguramente alertado, el tipo de la agencia simulaba ocuparse de otra cosa porque cada tanto podía escucharse que algo caía al suelo. Luego sí, otra vez los pasos presurosos para que él no se alejara demasiado.
La evidencia del acoso era un cambio en la metodología de la agencia seguramente motivada en la falta de resultados. Entendió que era hora de sacarla del medio de una vez y para siempre. Era preciso ir más allá del juego de disimulos. Por eso resolvió no seguir huyendo y enfrentar la situación.
Como no sabía hasta dónde estaban dispuestos a llegar esos tipos tomó una barra de hierro que emergía de la arena y se ocultó tras una columna de una obra en construcción.
El otro se detuvo pero del lado opuesto del pilar.
Imaginó que tal vez lo atacara y que era imprescindible defenderse.
Giró hasta a quedar a espaldas del otro y descargó la barra sobre la cabeza desprevenida.
Recién al ver al hombre quieto de cara contra el piso pudo mirarlo bien. Era joven y fuerte y en una lucha frontal seguramente lo habría vencido con facilidad, pero ahora estaba inerme y su inmovilidad contrastaba con el vuelo de los diarios que simulaba vender.
Retomó la marcha. Debía sorprender a Ingrid antes que la enterasen de lo sucedido.
Antes que ella y los de la agencia comprendieran que él también era capaz de cualquier cosa.

EL ARTISTA DE LAS MARIPOSAS de Celia Castro (España)

-Fue en verano, en un mediodía abrasador. El verano no es propicio para las confidencias; todo tiene demasiada luz, todo queda demasiado expuesto ante nuestros ojos.
Hacía casi quince años que no veía a mi amigo Simón. Quince años son muchos años para el amor pero no para la amistad que, en el primer abrazo de nuestro encuentro, se nos vino de golpe, avasalladora, intacta y entera. “Quiero contarte algo – me dijo Simón-. La verdad es que no pensaba contárselo a nadie pero ahora sé que quiero contarlo y que ha de ser a ti.”
No le hice ninguna pregunta ni me permití especulaciones. Simón no se caracteriza por ser hombre de carácter accesible. Las mujeres que se han relacionado con él han acabado huyendo de su lado. Las imagino despavoridas, escapando con lo puesto, obligándose a olvidar el traspié que en sus vidas supuso conocer a Simón.
La vida sentimental de mi amigo me tiene sin cuidado. Yo, simplemente, lo quiero como es: inteligente y oscuro; irónico hasta rayar en el sarcasmo; duro en sus juicios, sobre todo en los propios; solitario y huraño. No sé por qué lo quiero ni mucho menos me explico por qué él me quiere a mí. Creo que se trata de una especie de mutua debilidad o quizá del vestigio de una antigua rebeldía. “Grita si te muerde” – me dijo el conocido común que nos presentó cuando teníamos diecisiete años. Pero Simón no me mordió ni aquel día ni nunca. También supimos algo uno del otro ese primer día: sin palabras, como un conocimiento repentino y tácito, comprendimos que jamás llegaríamos a amarnos. Supongo que esta garantía rompió entre nosotros cualquier barrera y consolidó nuestra incorruptible amistad.

Para desmentir la hiriente claridad del verano recurrimos a un restaurante cercano. Una buena comida, una botella de vino y, sobre todo, una temperatura más benévola, formalizarían el conjuro que toda confidencia precisa.
El vino lo escogió Simón. Todos los misántropos son excelentes catadores de vino porque el vino, además de magnífico catalizador de emociones compartidas, es también una pasión solitaria.
Así comenzó nuestra conversación:
-Quiero hablarte de piedras.
-¿Renales? ¿Además de miope también padeces cólicos?
-Déjate de tonterías, bebe este vino indigno de tu paladar y escucha lo que voy a contarte…
Y esto es lo que Simón me contó:

“Sabes que no creo en nada ni en nadie, ni siquiera en mí mismo. Antes era un simple escéptico pero ahora, degenerando a propósito, ante la certeza íntima de que la degeneración es la forma más inteligente de evolución, me he convertido en un cínico. Ser un cínico tiene sus ventajas, sobre todo cuando el principal deseo es estar solo. Pero ser un cínico, créeme, es una pesadísima carga. Lo que empieza como un truco o un recurso estético termina por devorarte. Uno comienza siendo un cínico como deporte, como un juego de sociedad que te mantenga intocable dentro de una mampara de cristal y acaba por ser víctima de su propio maltrato.
Está bien, ya lo sabes, soy un repugnante cínico, un antisocial, un ser arrogante que elude el contacto con sus semejantes y, sin embargo….sin embargo, no hay nada que me atraiga más en este mundo que las cosas que vienen de la mano de los hombres, sus obras, todo aquello que los seres humanos son capaces de crear, de construir y, por consiguiente, de destruir.
Sigo, como siempre, detestando los amaneceres; los arrullos de las aves; los panoramas pintorescos; las fuentes cantarinas y todas esas zarandajas de égloga pastoril que hacen a las gentes más felices y no sé por qué, sinceramente. Esa misma naturaleza tan apacible que admiran con ojos empañados puede volverse contra ellos en cualquier instante. Un amanecer es en la otra esquina del mundo tiniebla; una brisa es la sonrisa de un rugiente huracán que asuela el otro extremo del mapamundi.
La naturaleza es hostil, mucho más que los hombres. Los hombres nos matamos por necesidad, por odio, por interés, por rencor, por maldad, siempre por alguna causa. La naturaleza no se justifica. Arrasa con la misma indolencia que fascina. Y aquí es justo donde quería llegar:
Yo, el cínico, el que todo lo niega, el incrédulo, he sido testigo de un hecho inexplicable, uno de esos hechos que tú, que eres una sentimental, llamarías milagro.
Las piedras… ¿Leíste mi último artículo en la revista de Arte? Sí, estoy convencido pero, de cualquier forma, lo que voy a contarte sucedió después, cuando ya había concluido el estudio de todos aquellos capiteles. ¿Te gustó el enfoque que le di? Estaba harto de hablar siempre desde la admiración, de exaltar la belleza, de arrodillarme ante el genio creativo de los artistas y quise ponerme del otro lado.
Cuando se restauró aquel claustro y salió a la luz después de tantos siglos el esplendor de sus capiteles, me sucedió algo inexplicable. La fascinación que ejercen sobre mí las piedras esculpidas, domesticadas por el hombre y transformadas en libro pétreo, se vio sustituida en esta ocasión por una especie de descontrol emocional, de furia interna. Por eso redacté el artículo desde esa misma convulsión. No me preguntes cómo lo supe pero el caso es que tuve el convencimiento de que la furia no era mía, de que el anónimo artista que talló aquellos extraños capiteles era cautivo del dolor y la inquina. No había nada piadoso en las figuras retorcidas, ningún afán doctrinal, no había siquiera una voluntad de crear belleza. Ese hombre atormentado, desconocido y antiguo, odiaba su obra, o a quien se la había encargado, o a sí mismo, ¿qué importa? El odio no se atiene a razones. Es puro y simple, auténtico.
Todo mi artículo, la minuciosa descripción de los capiteles, la atención a su originalidad, está escrito desde la rabia. Paradójicamente, ha sido el trabajo que más felicitaciones me ha reportado. Quizá las gentes estén cansadas de que les hablen siempre desde la perspectiva bondadosa. Quizá deseen que se las ubique en la perspectiva correcta: la del dolor y la náusea.
Las mariposas… En todas las facetas de cada capitel hay una mariposa esculpida que no debería estar ahí. Una mariposa coronando la cabeza decapitada del Bautista; otra, brotando del árbol de Jesé; otra, sobrevolando las ruinas de Sodoma; otra más surgiendo de las fauces de un dragón… No son mariposas amables ni están talladas con esmero. Estas mariposas fueron esculpidas impetuosamente: quién sabe por qué motivo el artista descargó su cincel sobre la obra ya concluida y la fue llenando de pequeñas figuras aladas, de mariposas ávidas de protagonismo.
Ninguna de las mariposas nos procura una sensación placentera. No están pensadas para adorno. Están ahí por un motivo terrible, como si las mariposas fuesen desde el principio de los tiempos testigos de lo más aberrante del alma humana. Como si Dios las hubiese creado para espiarnos.
Claro que yo no creo en Dios, pero el artista que cinceló las mariposas sí. Y eso es lo que importa.
Un artista verdadero, sobre todo si se deja llevar por un arrebato, puede legarnos mucho más que su obra. Puede legarnos su fe. O su odio. Y yo lo heredé todo. Fui aquel anónimo artista mientras escribía el estudio sobre su obra. No era yo, ¿entiendes?, era él quien me llevaba la mano, renglón a renglón, como a un párvulo.
Y luego, cuando el artículo se publicó, pasó lo que pasó. Pero esto requiere algo más fuerte que el vino que acabamos de consumir. Me tomaré un brandy. Tómate tú una de esas ponzoñas amaneradas y dulzonas que tanto te agradan. Un Baileys, qué horror. Tú nunca serás testigo de un prodigio. Dios, que no existe, lo perdona todo menos el mal gusto.

En fin, allá va:

Una semana después de que la revista de Arte estuviera editada y en circulación me desperté de madrugada con una sed espantosa, como de resaca, sólo que la noche anterior no había bebido nada. Tenía la boca como llena de estropajos, seca y áspera. Me levanté y fui directo a la cocina. No me gusta beber agua en el baño, me sabe distinta, más blanda, más… pero mejor dejemos a un lado mis manías…
…Tenías que haberlas visto. No me dio tiempo de fotografiarlas, lo cierto es que en esos momentos ni lo pensé. Se me olvidó que existiesen artilugios capaces de registrar lo que vemos y guardarlo… Se me olvidó todo, hasta la sed. Me quedé pasmado, atónito… Tenías que haberlas visto: revoloteaban por mi casa en racimos, en nubes, en pequeñas nebulosas, por todas partes… Mariposas de toda clase, diurnas y nocturnas; pardas, negras y de vivísimos colores; grandes y pequeñas; rápidas y pausadas, pero todas silenciosas. Me parecía mentira que tanto aleteo no causase el mínimo roce en el aire cerrado de mi casa.
Poco a poco fui recobrando el movimiento, lo justo para sentarme en mi sillón y mirar, mirarlas… No se chocaban entre sí, lo cual era asombroso si tenemos en cuenta el poco espacio y la miríada de mariposas que se desplazaban ante mis ojos. No podía apartar la vista de sus extrañas evoluciones aéreas. Me percaté de que respondían a un patrón. Las mariposas no volaban azarosamente sino atentas a una cadencia. A un plan.
Al principio describían círculos concéntricos de tal manera que conformaban una profunda espiral cuya visión producía vértigo. El efecto óptico, como en un cuadro de Vasarely, era el de que un abismo en movimiento rotatorio se cernía ante mí, aproximándose y amenazando con succionarme. Después, las mariposas variaron su trayectoria, rompieron los círculos y comenzaron a volar en zigzag. Parecía como si abriesen un hueco, como si pretendiesen dejar un espacio libre con algún fin. Y así fue. Eso era lo que hacían: apartarse para liberar el centro de la habitación. Se trataba de una representación. Las mariposas que formaban parte del cortejo, como actrices secundarias, se retiraban del proscenio para que hiciese su aparición triunfal la estrella de la velada. La diva. La mariposa que, de pronto ocupó el centro.
Por supuesto. Era la misma mariposa labrada en los capiteles. La misma mariposa tosca y cincelada con furia. Era ella, reconocible en la forma de sus alas y de su cabeza, similar a la de una víbora.
No, no tuve miedo. De alguna forma la había estado esperando. A ella o a él, eso ya no puedo concretarlo. Cuando se fueron todas –que no fue un irse repentino sino una suerte de disipación-, la mariposa cayó pesadamente al piso. Volvía a ser una mariposa de piedra.
La tengo en casa, ¿quieres verla? Tienes que verla, a ella y a mi obra. Porque ahora es ella la que manda. La mariposa de piedra, o él, eso es lo de menos.
¿Quieres ver mi obra? No te imaginas en qué consiste. Termina ese estúpido brebaje y acompáñame.
No tengas miedo…

No fui. No quise ni pude andarme con rodeos. Le dije que tenía miedo. De él, de su otro él, de la mariposa, de su mirada, de su obra, fuese ésta la que fuese.
Porque en un momento dado creí ver que sus pupilas titilaban y se agrandaban hasta formar la figura de una extraña mariposa.

viernes, 15 de octubre de 2010

A VOS

A vos. Sí a vos te hablo, no te hagas la distraída ni mires para otro lado. Ya no podrás escapar a tu destino. Lograste lo que querías ¿No? Pues ahora a aguantarse lo que venga. ¿Qué pretendías? ¿Sacudirte el polvo como un perro vagabundo se sacude las pulgas y listo? No señora, no se te ocurrió pensar cómo seguir después de lo sucedido, creíste que con hacerlo ya estaba tu misión cumplida. ¡Pobre ilusa! Ahora empieza la función. Recién ahora, después de tanta lucha interior por decidirte a salir del cascarón, por ser libre, por tomar las riendas de tu vida y avanzar por caminos inciertos repletos de laberintos interminables, recién ahora se cocinó la sopa y la mesa está servida y de vos depende atragantarte con el banquete o levantarte y preparar tu propia receta. Ya no hay retorno, no podrás volver después de decirle en la cara toda la verdad. Ya lo sabe, ya sos otra persona para él, te desconoce, te mira y ve a la verdadera Carmela, no a la mentira que fuiste todos estos años a su lado. No lo querías, nunca lo quisiste, y de señora acomodada y apoltronada en su jaula de oro, quisiste salirte y enfrentar la vida sola, con tus limitadas armas, esas que guardaste durante años bajo siete llaves porque no te convenía. Querías un hogar, hijos, una posición económica, viajes, ropa cara, joyas. Y lo tuviste todo pero ahora lo perdiste, hasta a tus hijos perdiste, ellos se fueron tras sus sueños, donde vos no estás. No te necesitan, nadie te necesita. Estás sola, más sola que antes y que nunca. Vos lo quisiste y ahora es tu turno por fin de conocerte y ver quién sos en realidad. Nadie. Una figurita repetida vagando por el mundo en busca de tu nueva identidad. De esa identidad que no dejaste salir a la luz para elegir el camino más fácil, ese que siempre termina siendo el más difícil. Ahora no le debés nada a nadie, sólo a vos misma. No es tarde para empezar Carmela. Nunca es tarde para empezar de nuevo.

NOCHE (de Hugo Zimmerman)

La noche inhóspita acechaba cuando el auto se detuvo. Quedé varado en esa ruta inquietante con un techo de estrellas que me dejó mudo.
Hube de acostumbrarme a descubrir las siluetas de los cerros, la ruta de ripio que bajaba la cuesta, el auto inservible era ahora una maquina quieta. Elegí de las pocas posibilidades la más sensata y juré no desesperarme, la mañana traería la esperanza.
Y así fue, el amanecer amarillo prometía un día maravilloso, las nubes algodonaban el horizonte esperando al sol perezoso, el primer rayo quebró la luna e iluminó el paisaje extraordinario, el lago resplandecía como el oro, dorado y esplendoroso.
Y Dios haciendo de las suyas puso la bruma. Entonces todo se suavizó como un cuadro del Bosco y el paraíso era un infierno y el ángel un demonio.
Aproveché para bautizarme en el agua dulce que me recibió fría, aun así di dos brazadas antes de congelarme, el café me trajo de vuelta a la vida y el fuego me entibió el alma sin medialunas.
Reincidí en el arranque y el auto tosió como un humano, cuando puse primera nos amigamos y cuando metí la quinta éramos hermanos y ahí nos fuimos barranca abajo, el ángel de la guarda seguía a mi lado ocupando el espacio de ningún acompañante, una vez que se normalizó el viaje se fue volando.

Ella hacia dedo, lo primero que me llamó la atención eran sus jeans deshilachados, lo segundo que hubiera en ese remoto lugar esa casualidad increíble y lo tercero que evidentemente era mi día de suerte. Apreté el freno y abrí la puerta, el aroma de los cipreses fue increíble y el prologo de su perfume.
-Voy a Neuquén ¿vas en esa?- Para hacer honor a la verdad no era mi dirección pero no me importó, ¿que son trescientos kilómetros de diferencia cuando un ángel golpea tu puerta?
-Claro que voy Princesa, con todo respeto-
Ella sintió la estocada y frunció el seño.
-Acepto mejor doncella, no me gustan los títulos y los diamantes, prefiero una cabaña, un hogar a leña y dos conejos-
-Me gustan los perros- salió de mi boca sin quererlo
-Tendremos tres niños del mismo sexo- dijo ella.
-Tendremos- no puede contenerlo.
Nos detuvimos en la cabaña de los dos conejos, dos blancos pompones de algodón y orejas.
Salieron tres niños a recibirnos, eran gemelos.
Ella me tomó de la mano y me dio un beso.
La noche tenía un techo de estrellas, abrí los ojos y recordé el sueño, di arranque y el auto tosió como un humano, aceleré a la esperanza, sin ver el precipicio que me esperaba cien metros adelante.

viernes, 1 de octubre de 2010

DE BURROS Y BUEYES (de Celia)

-Todos los días, al doblar por la esquina de mi calle y comenzar a recorrer la Avenida, me asalta el mismo pensamiento. Que son dos pensamientos: una imagen y un dato. La imagen no puede ser más prosaica en su simpleza descriptiva: un burro haciendo girar una noria. El dato emerge desde mis tiempos de estudiante y es algo más sofisticado. Bustrófedon. Bueyes arando: un surco de izquierda a derecha; otro surco de derecha a izquierda. Metafóricamente, los viejos griegos designaron con este término una forma de escritura en renglones alternativamente inversos. Yo no pienso en griegos ni en escrituras al encarar la Avenida. Yo pienso en burros y en bueyes.
Con bufanda y abrigo, de entretiempo o en manga corta, día tras día salgo de casa a las ocho en punto de la mañana. A las ocho y tres minutos doblo por la esquina de mi calle y aboco la Avenida cuyo recorrido culminaré a las ocho y veinte cuando cruce hacia la calle Marqués de la Ensenada y tuerza en dirección a la Plaza Mayor. A las ocho treinta, tras los saludos de rigor y la inexcusable mención meteorológica, ya estoy sentada a mi mesa con la cabeza puesta en un futuro que abarca siete horas. Porque siete horas después araré el siguiente surco. La vuelta a casa.
Bueyes y burros. Burros y bueyes. Verme siempre asaltada por el mismo pensamiento es una redundancia. Pura mímesis. Un plagio que mi mente hace de mis actos. Son las ocho menos dos minutos y me estoy poniendo el impermeable. Hoy llueve.
A las ocho y tres mi pie derecho pisa la primera baldosa inestable de la Avenida. El primer salpicón. La Cafetería Jazz, donde cualquier música es posible menos la que la bautiza, está abriendo sus puertas y me extraña. Ya debería estar abierta desde hace una hora. Supongo que al propietario se le han pegado las sábanas o ha tenido que ir a alguna parte. A hacerse un análisis de sangre, por ejemplo. Unos metros más adelante también está subiendo la persiana el dueño del bar La Parra. Demasiada coincidencia; demasiado colesterol…
No me gusta que las rutinas se quiebren. Me desconcierta. Si soy burro, si soy buey, lo tengo asumido con todas las consecuencias. No me quejo, lo mío no pasa de ser un íntimo pensamiento-protesta que carece de aspiraciones. A mi edad bien sé que no podemos controlar las cosas que importan.
No ver a la misma gente con la que a diario me cruzo en mi camino también me desconcierta. Y es entonces cuando me doy cuenta de mi error. Soy yo la que he quebrado las rutinas. Soy yo la que he anticipado el día. Son las siete y siete minutos cuando me percato.
La Avenida parece otra. Las gentes que ya deberían atravesarla aún no están y las que están son otras gentes. Los negocios que ya deberían estar abiertos estiran sus últimos minutos de descanso y las luces de las farolas emiten una luz rosácea que anima la húmeda neblina: goterones que semejan pequeños pasteles de fresa estrellados contra un muro de nácar.
Cruzo hacia la calle Marqués de la Ensenada preguntándome qué voy a hacer con esta hora que me sobra y es justo entonces cuando compruebo, asombrada, que ese no es el único trayecto posible. La calle Marqués de la Ensenada, recta y sin bifurcaciones hasta su desembocadura en la Plaza Mayor, es diferente a estas horas. Quizá las calles varíen según la hora porque a la izquierda, donde todas las mañanas a las ocho y veintitrés contemplo de pasada el escaparate de la librería El Juglar, veo ahora, a las siete y veintitrés, una bocacalle que mis ojos nunca habían registrado. La librería ha desaparecido y su hueco es una calle sin nombre. Una calle que piso por primera vez.
De repente ha escampado; la palidez ambiental se ha visto sustituida por un sol resplandeciente. Un sol impropio. Un sol como el sol de un mediodía veraniego. Pero quizá la estridente claridad que me obliga a entrecerrar los ojos no provenga de las alturas sino de algún artificio luminotécnico. Tengo la sensación de formar parte de un escenario, de un decorado refulgente en el que cualquier argumento pudiera representarse.
No estoy sola. La calle sin nombre, cuyo final no alcanzo a distinguir, es peatonal. Grupos de transeúntes conversan formando corrillos. No parecen advertir mi presencia. Mejor así. Mi atuendo otoñal contrasta con la liviandad de sus ropas. Hace calor y me quito el impermeable. En condiciones normales –éstas deben de ser extraordinarias- sentiría miedo y me daría la vuelta de inmediato…Regresar a lo conocido, a la lluvia, a la calle Marqués de la Ensenada con todos sus puntos perfectamente reconocibles, apacibles, estables… Sí, deben de ser absurdamente excepcionales porque mi proverbial cobardía se ha esfumado con la niebla y me siento audaz, despreocupada, dispuesta a avanzar hasta el final, lleve a donde lleve.
A ambos lados coexisten toda clase de comercios: fruterías, cerámicas, telas, comestibles, lámparas, papelerías…Todos tienen en común el color, el vivísimo contraste de tonalidades casi hiriente, casi procaz, que posee el insólito efecto de arrebatarme algo íntimo. Me siento como si unas manos invisibles tironeasen de mis adentros. Es en estos instantes cuando me detengo y reparo en el silencio. Decimos silencio y, no obstante, no designamos un absoluto. Hay silencios formados de trinos de aves, susurros de viento, repiqueteo de hojas secas, batir de olas… Llamamos silencio al sonido ambiental que encuadra nuestra soledad pero no llamamos silencio al silencio porque no conocemos la nada. Y este silencio es la nada. La gente que conversa en los corrillos, las pisadas de los transeúntes, los comerciantes que arreglan sus mercancías expuestas en plena calle no emiten ningún sonido o, al menos, no soy capaz de escucharlo.
Ahora comienzo a tener miedo. Ahora que, cada vez con mayor intensidad, las manos invisibles hurgan en una parte de mí hasta hoy desconocida. Por primera vez soy consciente de que hay algo en mí que excede lo físico.
No estoy dispuesta a ser víctima de un expolio semejante. Ignoro qué pretenden arrebatarme, sólo sé que me siento fatigada y que si continúo parada mis fuerzas flaquearán y la calle y su insondable final irá succionándome. Porque –acaso haya sido así desde el principio- la calle se vuelve confortable y descendente y mis piernas imploran comodidad. Me vuelvo y, por el contrario, la calle es empinada y abrupta. El regreso se anuncia demoledor.
Un anciano que acomoda tomates rojos y jugosos en una cesta me mira desde su tenderete. Me sonríe y con su dedo pulgar, como si de un autoestopista se tratase, me indica que prosiga calle adelante. Es una invitación. Es una oferta irresistible pero las manos invisibles se hacen sentir con más brío. Debo darme la vuelta. A pesar de la fatiga. A pesar de la pendiente. Debo ascender, debo salir de este lugar donde todo brilla, donde todo es color, donde la luminiscencia alcanza su justo nombre y sus más altas cotas.
Debo escapar de la luz.
Jadeante, doblada sobre mí misma, llego a la calle Marqués de la Ensenada. “¿Se encuentra bien?” - me pregunta un peatón, y el sonido de su voz y el tacto de su mano sobre mi hombro me llenan de una alegría como jamás había sentido. Estoy frente al escaparate de la librería El Juglar. Hace frío. Llueve. La niebla se ha cerrado más y, sin embargo, aquí hay un hombre que me mira y habla. Aquí hay sonidos, imprecaciones, frenazos, el llanto de un niño que detesta los madrugones…
Todo es imperfecto. Nada es definido. Y yo me siento íntegra.
Burro o buey. Encantada de serlo.