jueves, 8 de mayo de 2008

Un papel de caramelo

Estoy sola en un ascensor que se quedó atascado entre dos pisos. Me siento en el suelo, espero, pero el tiempo no pasa. Alguien vendrá pienso, pero nadie viene. Es domingo a la tarde, los domingos nadie sale de sus casas. Miro el piso, hay pisadas de hombres y de mujeres, alguna de un perro, pelos, un papel de caramelo, un botón y yo. Yo frente a mi misma, sin salida, sin un lugar por donde poder escaparme de los pensamientos que aparecen y desparecen y danzan en una melodía burlona taladrando mi cerebro. No puedo pararlos. Me desespero, me tomo la cabeza con las dos manos y sentada en posición de loto, miro el piso, tengo frente a mí el papel de caramelo. Lo miro fijo. El silencio es lacerante, me invade y se mezcla con mis pensamientos. Lloro, con un llanto hondo y profundo. Por mí, por vos, por este silencio que me recuerda al tuyo, por mis hijos que se están yendo, por los años perdidos, por los años ganados, por el trabajo, por las historias, por los poemas, por los amigos que se fueron y los que aún están. Por mi padre que se fue sin avisarme a los dieciocho cuando no tenía idea de lo que significaba un Edipo. Por mi madre que también se fue cansada de que no la comprendiera justo cuando empezaba a hacerlo. Por mis uñas despintadas y el dolor en el codo, y el precio de la carne y mi trabajo y por... este ruido salvador a turbina que arranca y me deposita de nuevo en mi realidad cotidiana, para que no siga pensando, para que no te siga extrañando y para que me olvide de que alguna vez me quisiste tanto.

La marea

Juan caminó hasta el muelle subiéndose el cuello del abrigo negro. Observó el horizonte que se confundía con la inmensidad del océano gris. Un barco pesquero hizo que desviara la mirada por un momento para volver a concentrarse en un punto lejano. Sumido en sus pensamientos no advirtió que la marea iba subiendo lentamente y empezaba a humedecer sus pies, enfundados en unas gruesas botas de cuero. No llevaba equipaje y todo indicaba que esperaba a alguna embarcación. ¿Se atrevería a volver? ¿Estaba dispuesto a enfrentarse a los fantasmas del pasado? Pensó en ella. Metió la mano en el bolsillo de la campera y palpó una vieja foto ajada por el tiempo. Se preguntó por qué guardaba ese retrato. El viaje era largo y todavía no estaba seguro si se atrevería a enfrentar la verdad. Tenía tiempo para pensar; todo el tiempo del mundo.

El recuerdo de Carola no lo había abandonado durante los tres años que permaneció en la isla. La imagen de los dos amantes en su propia cama lo perseguía como una burla siniestra; las imágenes se sucedían una tras otra: la expresión del horror en esa cara perfecta de Carola al escuchar el disparo y la sangre de Ricardo tiñendo las sábanas blancas de su propia cama; su huida cobarde después de matar a su socio y amigo que no se pudo llevar al otro mundo el peso de la traición, viva aún en su memoria. Los fantasmas desaparecían de su mente atormentada sólo cuando el alcohol lo trasladaba a un presente impregnado de amores pasajeros y fáciles. La venganza no había tenido los efectos deseados; su espíritu estaba amputado por el resentimiento y la pena.

El estruendo de una enorme ola lo sacó de sus cavilaciones; resbaló y la fuerza torrencial lo arrastró consigo en un segundo que le pareció un siglo. El agua helada le acalambró las piernas y su mente se oscureció hasta que todo fue silencio. Se aferró al retrato y gritó su nombre. Una suave quietud inundó su alma y se dejó llevar. El barco pesquero se acercaba despacio a la escollera, ajeno a todo.

sábado, 3 de mayo de 2008

El retrato

Ya no podré borrar de mi recuerdo aquel verano en Junín. Corría el mes de enero, eran mis vacaciones y no tenía demasiadas perspectivas de ir a ninguna parte hasta que surgió una invitación que marcó mi vida para siempre. Las cabalgatas a la luz de la luna, la gama de grises en el cielo de tormenta, el color verde intenso del pasto recién cortado, las caminatas alrededor de la laguna, el silencio del campo, siguen vivos en mí como si no hubieran pasado los años.

La invitación fue inusual. Damasia Domínguez no era mi amiga, pero nuestros padres sí y me habían convencido de que pasara ese mes en Junín. Como no tenía otra opción mejor acepté desganada, con esa displicencia típica de los dieciséis años.

Bastaron unos pocos días para que me diera cuenta de que no tenía nada que hacer en ese pueblo y que jamás podría considerar a Damasia mi amiga. Su diversión mayor era ir a la pileta del Club Social a tomar sol y escuchar Radio Sarandi, siempre a la misma hora, ya que su novio Daniel (que estudiaba en La Plata) hacía lo mismo. Era la única manera que podían mantenerse conectados. Ella anotaba prolijamente en una libretita los temas musicales que pasaban en la radio y él hacía lo mismo. A la tarde, la mayor diversión consistía en visitar a sus amigas o ir a la confitería del pueblo a tomar una gaseosa con lenguas de gato y ver pasar a la gente dar la vuelta al perro. En aquellos momentos recuerdo que extrañaba como nunca a mi familia, a mi casa.

Llegó un momento en que me resigné porque sabía que no podía volver –mis padres se habían ido de viaje- y decidí disfrutar como pudiera. Y como suele suceder en esos casos en que uno acepta el destino y se entrega, cuando menos lo esperaba se produjo el mágico encuentro. Nos lo cruzamos un día cuando caminábamos por el pueblo en esas calurosas y aburridas tardes. El paró la camioneta para saludar a mi amiga y el flechazo fue mutuo. Esa misma tarde nos invitó a tomar el té a su casa. Damasia se negó, quería ir a la pileta a encontrarse por la radio con Daniel. Yo me empeciné en ir y partí con sus padres, sin sentir el menor atisbo de culpa por dejar a mi “amiga”.

En cuanto llegué lo vi, él vino a mi encuentro y me llevó al jardín a mostrarme la laguna. Los demás parecieron desaparecer del entorno. Sólo existíamos él y yo. Me invitó a andar a caballo y nos fuimos solos. El mundo se había detenido y tenía otros colores, otros aromas, otros paisajes. Nada ya sería igual. Lo único que me importaba eran esos ojos atravesando mi cuerpo y mi alma. Volvimos antes del anochecer; el auto de los Domínguez estaba con el motor encendido, en la tranquera, esperándome. Bajé del caballo y corrí hacia el auto, con las mejillas rosadas y el corazón latiendo a un ritmo diferente. Les dije que Rosendo me había invitado a quedarme, que no se preocuparan por mí, que estaría bien. Aunque insistieron en que debía partir con ellos, mi determinación no les dio opción y se fueron.

Los días que siguieron a nuestro encuentro parecieron detener el tiempo. Cuando mi familia vino a buscarme él me mantuvo oculta y negó haberme visto. Les dijo que yo había regresado a mi ciudad natal, que él mismo me había llevado a la terminal a tomar el ómnibus. Lo mismo les informó a los policías que aparecían cada tanto preguntando por mí. Yo no quería ver a nadie más que a él. Respiraba a través de su cuerpo y cuando se ausentaba, lo que empezó a ocurrir cada vez más asiduamente, necesitaba su retrato para sentir el aire entrar por mis pulmones. Rosendo se había convertido en una adicción de la que no podía escapar. El salía con su camioneta todas las mañanas y volvía al atardecer para llevarme a recorrer el campo y hacerme el amor a la luz de la luna. A veces desaparecía por días y cuando volvía nos amábamos frenéticamente, con desesperación. El era todo lo que yo necesitaba: el agua, el alimento, las fantasías y los sueños. Hasta que dejó de venir. Yo había perdido la noción del tiempo y del espacio pero un día, en un rapto de cordura, tomé su retrato y empecé a caminar en dirección al pueblo. Llegué sin sentir cansancio, ni hambre, ni frío, hasta que me encontré frente a la estación de Policía. Un cabo salió a mi encuentro. Tenía en la mano un afiche con una foto mía.

-Señorita, la buscamos por tres años. ¿Dónde se había metido?

-No lo sé. Me perdí en un abismo y no recuerdo nada. Me pregunto por qué guardo este retrato. El viaje fue largo.

-Venga señorita, siéntese. Ahora le traigo un café.

El hombre me observó con asombro y me hizo una seña para que le entregara el retrato.

-Este hombre es Rosendo Leiva.

-Si ¿Usted lo conoce? ¿Sabe dónde lo puedo encontrar?

-Está muerto... lo acuchillaron hace dos años... su padre...

-¿Mi padre?

-Si, su padre lo mató y se entregó. Está en la cárcel del pueblo, cumpliendo una larga condena.

-¿Y mi madre? ¿Mis hermanos? ¿Por qué no me buscaron?

Nunca dejaron de buscarla señorita. De esto han pasado tres años. Hace una semana estuvieron por acá. Cada vez que íbamos a la estancia, todo estaba en penumbras y parecía no haber nadie. ¿Se puede saber dónde se encontraba usted?

-Allí. Allí estaba. Esperándolo...

Un loco encuentro

Cuando lo vi acercarse mi corazón dio un vuelco. Era él. No podía creerlo y estábamos los dos solos esperando el ascensor. Me saludó con una sonrisa amable y cuando la puerta se abrió, me hizo una seña de que subiera primero.
Los dos al mismo tiempo tratamos de tocar el número diecisiete y el roce de su mano me erizó la piel. Tenía miedo de que se diera cuenta de lo fuerte que latía mi corazón mientras me preguntaba qué decirle. Hacía dos meses que trabajábamos juntos y nunca habíamos cruzado más que un saludo. Algo en él me intimidaba y me atraía al mismo tiempo. Y yo sabía que mi presencia no le era indiferente. Sentíamos los dos esa corriente en el aire cuando estábamos cerca uno del otro. Pero no estaba lista aún para este encuentro inesperado. Cuando estaba pensando cómo encarar una conversación, el ascensor se paró entre los pisos doce y trece. La luz se apagó e inmediatamente volvió con menos fuerza aunque el ascensor siguió parado. Tocamos todos los botones que encontramos pero nada. No se movía. Esperamos un rato y él empezó a transpirar, noté que palidecía y parecía que se iba a desmayar.

-¿Te sentís bien?

-No, soy claustrofóbico.

-Bueno, tratá de serenarte. Seguramente enseguida vuelve a funcionar.

-No, no va a funcionar, lo sé, y me voy a desmayar y después me voy a morir acá adentro, encerrado con una mina que ni conozco. ¡Por lo menos si me hubiera quedado encerrado con Roberto, moriría más contento! Si no se abre esta puerta en breve los dos vamos a morir. Lo sé. ¡Dios, qué muerte tan absurda e inútil!

El tipo se puso a llorar a los gritos y llamaba a la madre y yo no sabía que hacer. A la sorpresa se sumó la rabia y empecé a insultarlo y a decirle quién se creía que era para decirme “mina”, que se calmara porque si no le iba a dar una cachetada.

-¡No, no puedo calmarme! No te dije que soy claustrofóbico, no aguanto los lugares cerrados... ¡Ay me muero, te juro que me muero! ¡Mamaaaaaaaaaá!!!!

Se abrazó a mí y yo lo empujé y le pegué una cachetada.

-¡Salí de encima mío, pedazo de idiota!

En medio de las trompadas me tomó la barbilla y me encajó un beso en la boca. Traté de apartarlo con toda la fuerza que pude pero de a poco fui sintiendo un calor interno que me envolvía y me dejé llevar. No podía creer que un puto me estuviera besando y de esa manera. Nos separamos un rato y quedé como atontada. No sabía qué hacer ni cómo continuar, sobrepasada por la situación, hasta que el ascensor empezó a moverse nuevamente. El me miró, y con la sonrisa más seductora del mundo, me dijo:

-¿Te lo creíste sonsa? Hace dos meses que no duermo pensando en vos, me tenés totalmente enamorado. Yo intenté pegarle de nuevo pero él atajó el golpe tomándome por la muñeca. Las puertas se abrieron en el piso diecisiete. Lo miré a los ojos antes de bajar y le dije:

-Esto me lo vas a pagar.- Me di vuelta encarando mi oficina para que no notara la sonrisa que no pude disimular.

El utilero (de Lili Marleen)

(Inspirado en la ópera AIDA de Giuseppe Verdi)

La primera vez que vió todo el material de la ópera AIDA, se enamoró para siempre de la cultura egipcia. Se lo escuchaba decir: "me gustaría ir allá, visitar Egipto, indagar in situ y en profundidad, todo lo que fue esa época esplendorosa, conocer el legado apabullante y misterioso de los faraones".
Siendo muy joven había ingresado al feudo de la música lírica, La Scala de Milán. Desde hacía muchos años integraba un grupo de avezados utileros que se movían presurosos, ahora él, más calmo por su vejez, los acompañaba con su experiencia. Apasionado por la ópera, un género que lo cautiva y moviliza, usó un montón de artimañas para conseguir alargar su actividad. Metros siderales de damascos, brocados, sedas orientales, pasamanerías y otros adornos, pasaron a inyectarle vida a esos lejanos personajes, como los pensara Giuseppe Verdi. Revisaba atentamente la utilería de la obra; armas, escudos, máscaras, cetros, pebeteros, etc...
Imaginarse a las nobles reinas y sus esclavas ataviadas con alhajas de tan exóticos diseños, lo hacian sentirse como parte de la mismísima ópera; éstos elementos lo transportaban simbióticamente. Vaya a saber por qué, y de dónde, esta ópera le traía resonancias. Su experiencia lo convertía en un mago que abre baúles, recorre galerías, y en las estánterias descubre exactamente lo que el régisseur le pide. Esa noche el teatro se preparaba para recibir una platea de lujo, muy ansiosa por oir cantar a la diva.
Empezó la función, el gran despliegue, la orquesta, las voces; todo brilló al unísono. En la platea, como de costumbre, cada vez que cantaba ella, se lo vió sentado al griego, su eterno enamorado. Ella, en lo alto, cantaba e interpretaba el drama, mientras él, más abajo, la contemplaba y escuchaba extasiado.
En el último acto, cuando Radamés es condenado a morir en una pestilente mazmorra, desechando la salvación que le ofrece Amneris, la hija del faraón, desde la oscuridad emerge Aida, la esclava etíope, para acompañarlo a transitar la muerte, y es cuando llega el final donde los aplausos repetidos e interminables, invandieron todos los rincones.
Francesco, entre bambalinas, afinaba el oido y espiaba por algún resquicio.
De repente, sintió que le faltaba el aire, que un profundo dolor se instalaba en su pecho, al punto que se dejó caer. Se le empezaron a mezclar recuerdos y escenas, todo fluctúaba entre la ficción y la vida real. En un desvarío que se precipitaba sin dejarlo reaccionar, le parece ver en la platea a Radamés, ocupando el lugar del griego, mirando y escuchando embelesado el espectáculo.
Las escenas se van esfumando, como escapándose dentro de un túnel interminable. Se vé caminando entre pirámides, admirando inmensas columnas de templos, penetrando en las tumbas y navegando por el Nilo. Lo que un día soñó, y le pareció casi imposible, ahora lo tenía ahí.
En la platea, Egipto dominaba la escena.

Al otro día, un diario local, publicó la noticia que en la Scala de Milán, durante la función de AIDA, un antiguo y veterano utilero, el Sr. Francesco Ferrante, abandonaba la vida a raiz de un paro cardíaco.

Martha Cassará (Lili Marleen)

viernes, 2 de mayo de 2008

A mis hijos

No estés triste, no llores.
Mira los pájaros del cielo,
cómo cantan
coqueteando con las flores.
Acá estoy
para cantarte mis canciones,
cada vez que tus ojos
lo pidan.
Velaré tu sueño
y haré malabares
para que sonrías;
para que celebres la vida,
y conserves esa mirada limpia,
ávida, inocente,
pícara, insolente,
malhumorada.
Yo enfrentaré por vos
las tormentas que el destino
te presente.
Subiré al cielo
y encontraré aquel cometa
que remontaste una vez
para pedirle te devuelva,
una a una,
todas sus respuestas.
Te contaré historias
de reyes
que celebraron victorias.
No llores.
Reí, luchá, arremeté, soñá.
Que no te venza el
desaliento ni la duda.
Que sea el valor
tu armadura;
Defendé tu verdad
con nobleza.
Y viví
con alegría y simpleza.
Mi lámpara será tu luz
Y mi amor tu fortaleza.

Yo sé

Yo sé cuál es la pena que te aqueja,
sé de tus miedos,
de las dudas que te enferman;
y de las tinieblas
donde tu corazón herido se atormenta.

Estás sufriendo
y no sos vos quien piensa;
sometes a una abnegada virtud
tu naturaleza;
y no querés escuchar
a tu alma inquieta.

No dejes que la duda te venza,
evita arrepentirte
del supremo error
de no ser vos quien elija;
y no des nunca vuelta la cabeza,
dirígila a tu Dios
y esperá Su respuesta,
y no confundas su pedido de ser digno
con no vivir,
ni ser vos mismo quien contesta.

Tu alma fue la llave

Tu alma fue la llave
que me devolvió a la vida;
mi musa, mi pitonisa
sonrisa tierna
suave caricia
sonora carcajada
brasa encendida.

Ella me llevó de la mano
a recorrer el universo
que había olvidado
dentro de mi misma.

Tu mirada hoy me regaló
la fe perdida
y me vi en tus ojos
rejuvenecida.

Recordé la dicha,
la alegría,
de un amor en ciernes,
de una esperanza tibia,
de vibrar una vez más
con aquella pasión
tan lejana y dormida.

Tiempo nuevo

Tiempo sereno,
sin amor y sin dueño.
Tiempo sin dolor y sin ruego,
sin llanto, sin desconsuelo.
Tiempo de soledad y sosiego,
de amor, sin pasión y sin fuego.

Tiempo nuevo, de crecer
y reemprender el vuelo,
de vivir sin los sueños viejos,
de reír desde muy dentro,
de dejar atrás, muy lejos,
los recuerdos.

Sin ti no puedo

No existe nadie,
entre tu amor y el mío.
Sólo tú estás en mis sueños,
en cada momento del día,
en mis anhelos.

Nada me ata a otro ser
que no seas tú,
tal como te veo.
No me dejes,
No te alejes,
Sin ti no puedo.

No es a cara o cruz mi juego,
sólo a tu amor apuesto.
No sé si te merezco,
sólo se que tu llenas
todos mis momentos.

Si supiera que tu estás
conmigo,
como yo estoy contigo;
sin dudas,
sin recelos,
sin esperar, sin desconfiar,
sin miedo,
rompería en un instante
todas las cadenas
que me atan
a este infierno.

Y correría a abrazarte,
a pedirte que no te vayas,
que no te alejes,
que no me dejes.
Porque sin ti no puedo.

Bendita quimera

Como señal escondida
del dominio inexorable
que ejerce el tiempo en nosotros
con sus idas y venidas.

Es nuestro amor un refugio
que esconde viejas heridas
y nos devuelve momentos,
horas, que ya están perdidas.

Como si acaso no fuera
tanto intervalo la prueba
de que es nuestra soledad
la que siempre nos acerca

Como si tantas murallas
no nos hubiesen bastado
para seguir persiguiendo
un sueño que nunca llega

Como si el viento barriera
todo el dolor de la espera
y con cada desilusión
otra esperanza naciera

Como si al verte no viera
que tú ya no me esperas
y que aferrarme a tu amor
fue una bendita quimera.

Mi ilusión y tu recuerdo

A veces quisiera ser
quien en realidad soy
y no puedo
y olvidar el llanto de ayer
para volver a ser yo
de nuevo.

A veces quisiera creer
que estar sola no es tan bueno
y que aprendí a compartir
mis sueños y mis desvelos.

A veces quisiera dar
todo el amor que contengo
y frente a otro llorar
sin temer a sus silencios.

A veces quisiera amar
y escuchar otra vez te quiero
y sentir que en mi corazón
ya no existe tanto miedo.

A veces quisiera ver
esa luz que se apagó dentro
para que vuelva a brillar
mi ilusión y tu recuerdo.

Poema viejo

Cuando te sientas solo y
te acuerdes de esos días
que como dos ladrones
robamos a la vida.

Cuando creas que nada
te llena la existencia
si no tienes certeza
de que es tuya mi vida.

Cuanto sientas deseos
de abrir nuestras heridas
y añores sueños de antes
que vibran todavía.

Cuando por las mañanas
despiertes y me veas
y sepas que de lejos
soy yo tu compañía.

Recuerda que hay un mundo
que nunca se termina,
donde no existen cuándos
ni amores a hurtadillas.

Ni miedos, ni ansiedades
que nublen nuestros días.
Allí estaremos los dos,
Yo en tu alma, tú en la mía.

La luz dentro mío

En este mundo púrpura,
me pregunto:
mi realidad es mi sueño?
O es cuando sueño que vivo?
Nada importa.
Atravieso campos verdes y el sol me acompaña;
me regala su calor, mientras las nubes se acercan,
pero no me alcanzan.
No llevo equipaje, quedó atrás;
No me hace falta.
El aire es mi sustento.
Soy parte de la naturaleza, que
impregna mis sentidos y me entrego
confiada a mi destino.
Ya no me asusta el trueno,
ni la oscuridad, ni el silencio.
Hay suficiente luz dentro mío.

jueves, 1 de mayo de 2008

Soledad Compartida (de Alicia)

Se cortó la luz. Como estás dormido, no has advertido nada.
Tu sueño se parece al de un niño confiado, cuya madre vela sus noches, con el cansancio pesándole en los párpados, pero firme, como un centinela de guardia.

La luz se fue. Y con ella la ventanita verde del radio-despertador, el punto rojo de la computadora, el punto rojo del televisor, y la sangre roja de mi corazón.
Qué larga será esta otra noche, también. Más aún bajo la capa negra de la medianoche. El silencio se oye cercano, y unos ladridos, lejanos. Un bebé llora. O acaso sea una gata en algún tejado caliente.
Se escucha una moto que pasa. Luego, un automóvil, raudo, despilfarrando música y risas por las ventanillas.

Qué lejos te siento, dormido, a mi lado. Tu respiración acompasada se empareja con la gota de la canilla de la cocina, que encontró el modo de hacerse notar, dentro de la taza que dejé en la pileta.
Qué lejos te siento, dormido, a mi lado. Tus párpados cerrados me esconden tu sueño que adivino con ella. Esa ladrona de sueños, que te secuestra, llevándote lejos, aunque no te hayas movido, de esta cama nuestra.

La luz ha vuelto. Y con ella la ventanita verde del radio-despertador, el punto rojo de la computadora, el punto rojo del televisor, pero no la sangre roja de mi corazón.

Qué lejos te siento, dormido, a mi lado.
Enciendo el televisor, dejándolo mudo, mientras recorro pantallas buscando alejarme, de esta soledad compartida, que hace tanto ya que es mi amiga, y como en cruel letanía, me susurra, "no lo quieras tanto".
APL©2008