martes, 29 de abril de 2008

Puerto seguro

Mientras trataba de poner la lámpara nueva sentí una patada que me catapultó a casi dos metros de dónde estaba. El living estaba a oscuras y una fuerte luz que venía de afuera iluminó todo como si fuera de día. Pero era de noche, estoy seguro, porque unos minutos antes de cambiar la lámpara había mirado el reloj. Había comido temprano un arroz con manteca y sal, ni queso tenía en la heladera. Me quedé allí, tirado en la alfombra, estaba cansado y no tenía fuerzas para levantarme. Un miedo intenso empezó a apoderarse de mí; las manchas del cielo raso se me vinieron encima y todo fue oscuridad. No sé cuánto tiempo estuve en esa posición, quizás dormido, pero cuando reaccioné una mujer joven, de pelo castaño, largo hasta la cintura, estaba sentada a mi lado. Me incorporé y le pregunté quién era. Ella sólo me miraba y parecía hablarme con sus ojos color avellana. Tomó mis manos entre las suyas y comenzó a acariciarlas con una gran ternura. Yo empecé a llorar como un chico, y cuando me vi en el espejo éste me devolvió mi imagen a la edad de diez años. Vinieron a mi mente palabras y frases como “puerto seguro” “manantial” “dulce de leche casero” y “scons tibios”. ¿Qué me estaba pasando? ¿Qué significaba todo esto? Yo no había conocido a mi madre. Ella había muerto cuando estaba casi por cumplir seis años. Su perfume me recordó a los jazmines de mi casa, antes de que me llevaran al orfanato. Me costó muy poco tiempo reconocerla, aunque no conservaba ninguna foto de ella. Su belleza trascendía su cuerpo alto y armonioso. Antes de despedirse su mirada me dijo: “no estés solo, no es bueno estar solo, allá afuera hay alguien esperando que te decidas a vivir el amor que estuviste esperando hasta ahora. Hoy vas a conocerla y serás muy feliz, hijo mío”. Con esa frase su presencia se fue evaporando. Me miré al espejo y volví a verme como soy ahora. Un hombre maduro y triste, pero mis ojos habían cambiado. Un nuevo brillo apareció. Me levanté del piso y todo estaba en su lugar. La lámpara encendida, como si nada hubiera pasado; mi casa limpia y ordenada; la heladera repleta de frutas, verduras, carne, queso, pollo y pescado. Volví a mirarme al espejo y esta vez mi ropa era otra y también mi aspecto había mejorado notablemente. Sonó el teléfono. Era Elisa. Elisa que me esperaba en su casa para festejar mi cumpleaños. Con el ánimo renovado, salí de mi casa a encontrarme con ella. Antes pasaría por la florería. Me sentía un hombre nuevo. Al salir por la puerta eché una ojeada a la lámpara; juraría que me hizo un guiño.

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