jueves, 30 de septiembre de 2010

EL DESVÍO (de Octaviobel)

Una vez por semana Osvaldo va a visitar a Clarita. Ella vive hacia el Oeste del Camino de Cintura, en uno de los tantos barrios del infinito conurbano bonaerense.
Es una ruta polvorienta y un poco abandonada. A los costados pueden verse fábricas cerradas, hoteles para parejas, campos de fin de semana de los sindicatos. Cada tanto un semáforo detiene el tránsito y se forman largas colas de autos y camiones.
Osvaldo es un hombre de edad avanzada pero se cuida mucho. Hace tiempo que dejó de fumar y hace ejercicio con frecuencia.
Clarita también es una mujer grande. Pero ella, como dice el tango, "supo guardar un cacho de amor y juventud".
La ceremonia del amor, entre ellos, es lenta, profunda, con muchas caricias, palabras dulces y pequeñas sonrisas. Hasta el estallido final.
De modo que Osvaldo no se inquieta por la fila de camiones. Se mete en la cintura del camino, con calma, con la certeza de encontrarse, más allá, en los brazos de Clarita.
Ese día, no se sabe por qué, todo se demora especialmente. Las pausas entre semáforos se hacen interminables.
Osvaldo aprieta un botón en el tablero del auto. Se enciende una pantalla y muestra un mapa. Una voz metálica dice: "En el próximo semáforo doble a la derecha y haga dos kilómetros. Luego retome a la izquierda por el camino de tierra".
Osvaldo espera la oportunidad y luego toma el desvío.
Es una calle de casa bajas, con el pavimento roto y muchos charcos. Ve verdulerías y carnicerías que ya están abiertas. Ve mujeres comprando. Se mueve con cuidado. En el fondo de la calle, hacia el Oeste, el sol empieza a declinar.
Al final de los dos kilómetros ya no hay casas. Sólo se ve la llanura desierta, un árbol solitario y una parada de ómnibus donde no hay nadie esperando.
Encuentra el camino de tierra y dobla a la izquierda. La tierra está seca y el auto levanta una polvareda. Aminora la marcha. A la derecha puede ver la línea del horizonte. El sol es una bola roja y anaranjada que se posa lentamente.
Maneja con cuidado, despacio, durante un largo trecho. De pronto el auto empieza a cabecear de una forma rara. Se detiene. Se baja. Mira y ve que tiene una goma desinflada. No puede ser, piensa, si son nuevas.
Vuelve al auto y aprieta el botón del tablero. La voz metálica dice: "Lo siento, no tengo el mapa de esta zona". Abre el teléfono celular. No tiene señal.
Sale del auto y se detiene un momento a pensar. En el silencio de la llanura se empieza a oir el canto de los grillos. La bola roja, a lo lejos, está cada vez más abajo.
No logra entender con qué se pudo pinchar la goma. Entonces se acuerda de lo que se dice, que hay quienes siembran clavos en la cercanías de una gomería. Si, piensa, eso debe ser. Seguro que más adelante hay una.
Siente frío. Busca un pulóver en el auto, se lo pone y empieza a andar por el camino de tierra. Los grillos lo acompañan. A la izquierda, en el cielo, ve como se enciende la primera estrella.
Camina una media hora. Después de una curva ve un ranchito perdido en medio de la llanura. Se acerca. Es una especie de galpón con el portón abierto. Adentro, le parece ver una vieja bañadera llena de agua.
Al lado del portón hay un viejo, sentado sobre una maderas. Tiene puesto un sombrero negro muy gastado que le tapa a medias la cara. Está fumando.
—¿Es una gomería? —pregunta Osvaldo.
El viejo no contesta. Tampoco lo mira. Se oye el grito de un pájaro lejano.
—¿Es una gomería? —repite Osvaldo.
El viejo se mueve un poco. Se saca el pucho de la boca y lo arroja lejos, con dos dedos. Se golpea suavemente el ala del sombrero y se descubre los ojos. Lo mira.
A Osvaldo, extrañamente, le parece reconocer ese rostro.
—Estás perdido, hermano —dice el viejo.
—No estoy perdido. Sólo se me pinchó una goma. ¿Me puede ayudar?
—No.
Ahora a Osvaldo le parece que si, que conoce esa cara. La vió muchas veces en el espejo.
Piensa en Clarita, que lo estará esperando. Ya debe haber empezado a cocinar ese rico potaje que hace ella. ¿Se estará preocupando por la tardanza?
—¿A dónde va este camino? —dice.
El viejo se saca el sombrero y entonces Osvaldo lo reconoce completamente.
—Este camino no va a ninguna parte —dice el viejo—. Esto es el fin.
—¿El fin?
Sobre la llanura cae un gran silencio. Ya no se oyen los grillos, ni los pájaros, ni ningún rumor.
—¿El fin? No pensé que sería tan pronto. No pensé que sería hoy.
—Así son las cosas, hermano —dice el viejo.
Osvaldo piensa en los hijos, en los nietos, en todo ese mundo abigarrado y bullicioso que va a seguir moviéndose, allá, en la ruta, y más allá, en la ciudad.
Se acuerda de la señorita Petra, la maestra de primer grado. Petra. Qué nombre. Se sonríe.
Se sienta al lado del viejo, sobre las maderas, y se pone a mirar la últimas luces de la tarde en el horizonte.
—¿Tenés un cigarrillo? —dice.

SÓLO DE UNA (de Fénix)

No tenía mucho tiempo para contar su historia, pero quería contarla y debía hacerlo antes de que acabara la primavera. Es que al llegar el verano sus flores ya no se verían a la orilla del camino. Porque siempre estuvo él a la vera del camino que une al pueblo con la ruta provincial. Estuvo y estaría, aunque... sólo hasta la llegada del próximo verano.
Él no vendía sus flores, como lo hacían Tomás, en la plaza, frente a la iglesia de Nuestra Señora del Socorro; Adela, caminando de arriba a abajo la calle comercial; y Nito, instalado cómodamente en su puesto de la feria municipal. No, él no vendía sus flores... las regalaba, y lo hacía a la entrada del pueblo, junto al camino de tierra que mostraba una huella que iba y otra huella que venía.
Roso -así comenzó a llamarlo la gente- siempre estaba en su sitio sin que le importara si el sol abrasador resquebrajaba la tierra, o que una lluvia tenaz la convirtiera en un barrial. Él sabía que en cualquier momento alguien podía necesitar sus flores, y allí estaba firme para regalárselas con alegría, aunque siempre de a una, de manera que alcanzaran para repartirlas entre quienes no podían comprárselas a Tomás, Adela, o Nito.
Muchas veces algún novio de bolsillos flacos se llegó hasta donde estaba Roso para hacerse de una rosa que llevarle a su amada. Otras, algún chiquilín ilusionado pudo homenajear a su madre en un cumpleaños, con una flor gratis gracias a Roso. Y hasta la abuela Edelmira de tanto en tanto se acercaba a pedirle una rosa para adornar su humilde ranchito: “hoy, mi nieta viene a visitarme”.
Nadie sabía cómo ni por qué, pero las flores de Roso parecían nunca acabarse, pues mágicamente, a cada rosa regalada, una nueva florecía, y todos en el pueblo sabían cuál era el destino de las rosas, por eso jamás le pidieron más de una. Y si dije mágicamente, es porque las rosas de ese amigo de la gente parecían mágicas, pues quien podía pagar por flores, no conseguía una rosa de Roso que le durara más de unos pocos minutos. Se marchitaba en sus manos casi de inmediato. Las flores eran para quienes no pudieran comprarlas en lo de Tomás, Adela o Nito, y como dije, todos lo sabían en el pueblo.
Roso llevaba allí muchos años, y no tenía, digamos... facilidad de palabra, sin embargo a su modo me contó la historia, pidiéndome que la transmitiera a todo el que quisiera escucharla, en ese momento, cuando faltaba poco para que sus flores gratuitas desaparecieran de la orilla del camino de tierra.
¿Un hombre?... ¡No!... Roso no era un hombre, sino un rosal silvestre; perruno; que nació en aquel sitio espontáneamente como origen de todas las variedades cultivadas. Sus rosas no eran grandes, extendidas y de color uniforme, o con varios matices de púrpura o rojo fuerte, como las del Rosal Castellano; ni muy fragantes, de color pálido y pétalos apretados, como las del Rosal de Alejandría; ni de color encarnado pálido, muy dobles, orbiculares, olorosas, dispuestas en grupos apretados y sostenidas por pedúnculos erizados de pelos rojizos, como las del Rosal de Cien Hojas; nada de eso, sus rosas eran pequeñas, de tono apagado y de tallos cortos, con ningún valor comercial, pero dicen en el pueblo... dicen en el pueblo... que eran allí las más codiciadas, pues además de humilde, para que le durara y mucho tiempo una rosa de Roso, debía ser la regalada una buena persona...
Roso me ha dicho que al ver que crecía en un lugar solitario, se deprimió pensando en lo que sería para él un destino triste y sin sentido, y así fue hasta que un niño que acertó a pasar a su lado, tomó la única rosa que Roso había dado esa primavera, para llevársela a la maestra en su día. “Gracias, plantita -dijo el chico esa vez mientras los ojos le brillan- no tenía con qué comprarle un regalo a mi señorita Laura, y yo estaba muy triste”.
Cuenta Roso que al ver la alegría del niño, quiso regalarle otra flor, y sin que se diese cuenta al ser su deseo tan fuerte, una nueva rosa le brotó de inmediato. El niño le preguntó entonces si podía tomarla para obsequiársela a su madre, y Roso movió ligeramente la rama en la que estaba la rosa, en señal de aprobación. Sorprendentemente, cuando el muchachito se alejó feliz y casi corriendo, otra rosa suplantó a la segunda. Fue entonces cuando el rosal comprendió que aún allí, en ese lugar tan solitario a la entrada del pueblo, junto a un camino de tierra que mostraba una huella que iba y otra huella que venía, aún allí, entre malezas, barro y pedregullo, podía ser útil. Y entonces dio tres flores, y cuando se corrió la voz de lo que ocurría con ellas, la gente del pueblo comenzó a visitarlo y a pedirle rosas, que eran repuestas por brotes nuevos cada vez que alguien tomaba una.
Y aquel sitio se convirtió para Roso en su lugar en el mundo, fue feliz con la gente e hizo feliz a la gente durante muchos años, allí, junto al camino de tierra que mostraba una huella que iba y otra huella que venía.
Sin embargo, pronto no habría flores gratis para los humildes de El Cortijo -así se llama el pueblo- pues el progreso había llegado al fin a la zona, y el viejo camino de tierra ya no sería un problema los días de lluvia, empantanando carros, automóviles y camiones; ni se convertiría en un obstáculo los días de seca, golpeando la “panza” de los autos con el montículo que se forma entre sus huellas profundas. El viejo camino de tierra, amigo entrañable de Roso, sería asfaltado durante el próximo verano, y para desgracia del rosal, ensanchado... Sus días pues estaban contados, y por eso el apuro de mi amigo en que se conociera su historia.
Yo soy... un zorzal, y en mi canto cuento y conté a cada viajero la historia de Roso, sus rosas, su camino amigo, los humildes del pueblo, y lo insensible que en ocasiones puede ser el progreso, y he de decirles que de esta historia han transcurrido ya tres años, y que no sé cómo ocurrió, pero inexplicablemente para mí, el camino que construyeron tiene algo que según escuché, llaman, La Chicana del Rosal, y no lo podrán creer ustedes, pero Roso tuvo la grandísima suerte de que el ingeniero que diseñó el camino, la hiciera justo justo en el lugar donde él había crecido espontáneamente, de manera que el asfaltada y moderno camino hacia El Cortijo, parece esquivarlo.
Faltan un par de cosas más en este historia, y son estas: durante la obra hubo cierto revuelo en el pueblo, pero no entendí por qué, como tampoco entiendo por qué, siendo el ingeniero un hombre que puede pagar por las flores, es el único de tal condición al que Roso le permite llevarse sus rosas, que además ahora son mucho más grandes y coloridas. ¡Eso sí!... De a una. Sólo de a una...

lunes, 27 de septiembre de 2010

EL DESAYUNO ESTA SERVIDO

La mesa para el desayuno está preparada. Una taza con su correspondiente cucharita, tres manzanas prolijamente colocadas sobre una bandeja rectangular, una jarra de jugo de naranja, un plato con un cuchillo sosteniendo una servilleta roja como las manzanas, un vaso medio vacío (o medio lleno), otro plato con scons recién horneados; un florero con lirios amarillos…

–Muchachos ¿estamos todos listos para iniciar el viaje? –pregunta una de las rojas y apetitosas manzanas.

–Listo, replicó el jugo.

–Yo no –dijo la taza apesadumbrada- el café no ha llegado.

–Yo estoy pero siento un poco de miedo. Todavía no logro acostumbrarme a esta nueva tarea que me han asignado –lloriqueó la servilleta.

– ¿Pero no sabés todavía que es imposible escapar al destino? –le preguntó uno de los scons.

– ¿Qué decís? No te entiendo.

– Que en un rato vendrán a utilizar los dones que nos han sido asignados para cumplir nuestro rol. Debemos entregarnos confiados a que cada partícula de nuestra esencia será transformada para cumplir con el ciclo de la vida.

–Ahora entiendo menos –suspiró resignada la servilleta. ¿Podés ser más explícito por favor?

El scon tomó aliento y con un suspiro de poca paciencia, le contestó:

–Mirá linda. Acá la que menos sufrirá sos vos porque nuestro amo y señor sólo te ensuciará un poco, luego irás al lavadero y volverás, algo desteñida pero con más experiencia, a limpiar otras bocas. Pero nosotros, los hidratos, deberemos recorrer un camino mucho más largo hasta completar el ciclo. ¿Me entendés ahora?

–Mi querido scon –interrumpió furiosa una manzana- no seas tan intolerante. Ella es nueva en la casa y no tenés por qué hablarle de ese modo. Yo recuerdo que la primera vez fue difícil, no entendía por qué me tenían que hincar el diente de una manera tan irrespetuosa, sobre todo el gordito, el mayor de la familia, que me arrancaba la piel de a pedazos, sin ningún miramiento…

–Gracias manzanita –lloriqueó agradecida la servilleta. Vos sí que entendés a las mujeres como yo. Los hombres no entienden nada…

–¡No nos metas a todos en la misma bolsa! –saltó indignado el jugo– Yo no soy como él.

–Entonces –le preguntó tímidamente la servilleta- ¿serías capaz de explicarme cuál es realmente el sentido de mi estadía en esta casa? ¿cuál es mi misión?

–Bueno, bueno –el jugo pareció tomar más cuerpo y llenar el vaso hasta rebalsarlo– vamos por partes. Primero y principal, te voy a contar mi experiencia, soy más viejo que vos, y he pasado por muchas vidas. Aunque no recuerdo las anteriores, puedo decirte que me pareció reconocerte, como si hubiéramos compartido otros momentos antes, un deja vou, creo que se llama.

–A mi me pasa lo mismo rico juguito. Apenas verte me dije que te conocía de antes –contestó la servilleta poniéndose más colorada.

–Seguramente hemos sido amigos en otras vidas, pero lo importante es que entiendas tu misión en ésta. Te explico: en cuanto aparezca por esa puerta el primero que se despierte de la casa, todos los que estamos en esta mesa iniciaremos un viaje interminable por el organismo del susodicho. La manzana y yo seremos los que iremos más rápido y el scon deberá pasar por un proceso más complicado: miles de laberintos se abrirán hasta que encuentre la salida; por eso tenés que comprenderlo, se hace el fuerte pero en el fondo tiene más miedo que vos. Tu viaje, en cambio, será por fuera, tendrás la misión de limpiar nuestros restos de la boca del que aparezca primero. ¿Me seguís?

–Sí –dijo no muy convencida la servilleta –pero… entonces… ¿nos separaremos ahora y ya no nos volveremos a ver?

– ¿De verdad no querés que nos separemos?

–No. Justo ahora que nos hicimos amigos…

–Me encanta que me digas eso porque yo tampoco me quiero separar de vos, así que se me ocurrió algo… Escucháme bien.

– ¡Se ha formado una pareja! –rió groseramente el scon.

– ¡Silencio que viene alguien! ¬–gritó el cuchillo.

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–¡Guillermo, no tragues así el jugo! ¡Tomá limpiate, rápido que se hace tarde!

El gordito se metió dos scons en la boca, al mismo tiempo que tragaba el jugo tan apurado que la mitad quedó en su remera y la otra en la servilleta. Mientras se metía una manzana en el bolsillo, se limpió la boca con la servilleta y salió corriendo; en el camino la tiró a la basura sin que su madre se diera cuenta.

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–Ves linda servilletita, ya estamos juntos y nadie podrá separarnos.

–Sí juguito, espero que nadie se dé cuenta de dónde estamos y nos rescate.

–Vos tranquila, hacé un poquito de fuerza y mandate para abajo del cesto, así nadie te ve.

–Sí, tenés razón. Ay juguito, ¡sos tan inteligente! Y ahora ¿Qué pasará con nosotros?

–Vamos a descubrir el mundo, somos libres, ya no tenemos misión alguna que cumplir. Sólo mantenernos unidos y estar alertas, muy alertas. De aquí seguramente terminaremos en un camión que nos transportará a un cinturón ecológico donde compartiremos la vida con un montón de desperdicios. Tendremos que luchar por nuestro amor y mantenernos alejados de todo aquel que pretenda separarnos.

– ¡Qué miedo!

–No hay nada que temer mi princesa. Mientras nadie descubra tu belleza intacta y quiera recuperarte y quitarme de en medio, nada te ocurrirá. Yo me encargaré de que eso no ocurra. ¿Estamos juntos o no?

–Sí, sí, mi querido juguito. Estamos juntos y nada ni nadie podrá separarnos.

martes, 21 de septiembre de 2010

Mi amigo bantú

La maestra cerró el libro que acababa de leer y, levantando la mirada hacia los chicos de cuarto grado, les dijo:

-La tarea que deben hacer para el lunes es escribir una composición sobre el Escudo de Swazilandia.

Matías se quedó pensando en la historia y la geografía de ese país tan lejano, que les había leído la señorita Agustina: seguramente los chicos allí eran muy diferentes; por lo pronto, tenían otro color de piel y se imaginó que sería bueno tener un amigo extranjero, como los que veía en las películas. Ya tendría tiempo más tarde para pensar en eso. Ahora, lo único que le importaba era ir al cumpleaños de Martina.

Tocó el timbre, todos los chicos salieron corriendo de la clase y la voz de la maestra se perdió en el barullo reinante. Con un suspiro de resignación, ella levantó la voz para advertirles que salieran despacio, sin atropellarse, aunque fue inútil. Era viernes.

Matías se despidió con un beso de su mamá que había ido a buscarlo, y entró apurado en el auto del papá de Rodrigo, quien los llevaba directamente a la casa de Martina. En el trayecto, los dos amigos reían excitados y se golpeaban a las trompadas, tratando de descargar toda la tensión acumulada en la semana. Cuando llegaron a destino, casi se tiran del auto, ansiosos por llegar a la fiesta.

Entraron a la casa, Martina los recibió con una sonrisa seductora y un beso. Matías no cabía en sí de la emoción y ella, conciente del encantamiento que producía en su joven enamorado, con un gesto que pretendió ser de indiferencia, les dijo que fueran a la mesa, que había torta y refrescos. Matías vio todo lo que había: papas fritas, sandwiches de miga, galletitas dulces y una enorme torta de chocolate y pensó en lo que les había contado la maestra sobre los chicos del África, que morían de hambre. Pero ahora no pensaría en eso, sólo quería estar con ella, y se quedó mirándola embobado mientras se iba rodeada de sus amigas que cuchicheaban y se reían, observándolo de reojo.

Cuando los pasaron a buscar, Matías se dio cuenta de que no había comido nada y tampoco había charlado ni una vez con Martina. Bueno,
pensó, por lo menos ligué dos besos en el mismo día y eso ya es mucho.

Al llegar a su casa, fue directo a su cuarto y se dispuso a hacer la tarea para sacársela de encima y olvidarse hasta el lunes del colegio. Aunque esta vez, le divertía el tema de composición que les había dado la maestra. Y, sin dudarlo, sacó su cuaderno y escribió:

Hola amigo bantú,
Me llamo Matías, tengo 9 años y vivo en Buenos Aires, Argentina. Hoy la maestra nos habló de tu país. Nos dijo que está ubicado al sur de África. Si miramos el mapa, estamos casi a la misma altura, los dos al sur, aunque es re lejos, parece cerca, pero en kilómetros es un montón. También nos dijo que la capital es Mbabane y que tienen un rey que se llama Mswati. Nos mostró la foto de tu rey pero no tiene corona. No importa, igual tiene plumas y collares. Nosotros no tenemos rey, tenemos presidente; mi papá dice que cambiamos mucho de presidente. ¿Ustedes también? Bueno, nos mostró el escudo de tu país y me pareció re copado, un león y un elefante que sostienen una armadura, parece. El nuestro tiene laureles y un gorro que simboliza la libertad. Pero a mi me parece que mucha libertad no tenemos, porque nuestras casas tienen rejas como en las cárceles y nuestros papás siempre tienen miedo de que salgamos a la calle porque nos puede pasar algo. También tiene unas manos que se agarran y eso parece que simboliza la unión. Pero yo veo que hay muchas peleas en este país, salvo cuando gana Argentina al fútbol, que ahí si salimos todos a festejar a la calle y es una verdadera fiesta. Tu rey es de otro color, vos también ¿no? A mi me gustaría tener un amigo de otro color, pero mi papá dice que no hay que confiar en la gente que es diferente a nosotros. No sé por qué lo dice, a veces no entiendo a mi papá. ¿Querés ser mi amigo? Yo, cuando sea grande, voy a ser piloto y voy a tener mi avión y te voy a ir a visitar. Allá hay leones y elefantes y un montón de animales de verdad, ¿no? Salvo por mi perro Benicio, yo no veo nunca animales, de los de verdad, digo. Una vez fui al zoológico y los vi, pero están encerrados en unas jaulas…
Bueno amigo, ojalá me contestes así me contás más cosas de tu país y de tu escudo. Acá está anocheciendo y veo las estrellas desde mi ventana, quizás vos también las estés mirando. Chau amigo

Matías cerró el cuaderno y un ruido en la panza le recordó que tenía hambre.