lunes, 28 de abril de 2008

El escritor 50 (de F451)

Nos conocimos en un foro. Uno virtual, producto de la nueva era informática. Éramos unos pocos hombres y mujeres que escribíamos desde alejadas pantallas cuentos y poesías que exponíamos a la crítica general en una sección de un diario digitalizado.

Cualquiera podía ingresar. No se trataba de una elite. Solo se solicitaba un nombre para identificar a cada escritor, sin embargo de entre decenas de miles de lectores solo unos 50 lo conformábamos. En 1953 Ray Bradbury había descrito en una novela un futuro donde la literatura y sus autores eran prohibidos y los libros quemados por brigadas de bomberos. Ninguna de las dos cosas había ocurrido aunque quizás si algunos otros detalles que describía, como el dominio de la tv desde enormes pantallas con simulacros de realidad, el desprecio a la vida en las calles, el reinado del marketing en cada rincón del planeta y la burgués ignorancia de lejanas guerras y resentidos enemigos. Los bomberos, por suerte, aun apagaban incendios, pero aquél casi proscrito reducto literario me recordó mucho a aquella ficción y decidí tomar prestado su título para usarlo de apodo: “Fahrenheit 451”, “la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde”. Ahh! Amaba tanto esa frase que a veces dudaba de que lado estaba yo. Quizás, como a muchos, el sentimiento de confusión y hondo golpe al vacío que provocan algunas palabras me hacía desear pulverizarlas bajo cualquier fuego, pero bueno, mi nuevo nombre aún me parecía acertado y para hacerlo más corto, como lo preferían las máquinas, lo “optimizé” a solo 4 caracteres: “F451”. Aquello me valió algunas acusaciones de mis compañeros literatos que me llegaron a comparar con un robot o un agente espía de alguna fría agencia gubernamental. Y probablemente no estuvieran errados. No buscaba amigos, ni amores, ni enemigos, solo un refugio desde donde poder mirar la calle, la gente, la vida sin ser envuelto por ella. Estaba anestesiado de insatisfacción y ese era un lugar donde poder ocultarme cobardemente y esperar a que la realidad pasase para escabullirse tras sus espaldas.

Allí algunos me preguntarían mi nombre, mi edad, mi sexo, pero podría ignorarlos conservando mi anhelado anonimato. Allí podría contar mis deseos, mis pasiones, mis obsesiones sin ser señalado ni cuestionado por vacías o atónitas miradas. Y desde allí podría planear mi “gran golpe” contra mi destino.

Fue entonces cuando se me ocurrió escribir sobre la mujer que deseaba descaradamente, contando detalles ciertos, mezclándolos con breves pinceladas de fantasía, protegido en la impunidad del saberme ignorado por el resto del planeta. Incluso podría usar su nombre y el color de sus ojos para encender los relatos que ella nunca se enteraría. Pero el amparo de aquel foro tenía límites. La eterna permanencia en él era una efímera utopía. Más aún, si yo era el escritor 50 y podía regodearme en la egolatría de mis palabras no era inmune a las de los otros 49 cohabitantes de aquel espacio. Sus letras me atravesaban, muchas veces hiriéndome de verdades, empujándome a las puertas de mi pasado o las de mi presente que me negaba a abrir. Era la hora de ejecutar el plan maestro y quemar las naves tras de mí. Era la hora de que los confesos sentimientos de todos los cuentos sean disparados como misiles contra su inspiradora. La tecnología sería otra vez protagonista sin quererlo. Un simple mail con la ubicación de un relato en aquel espacio bastaría para encender la mecha de la confrontación final entre mi realidad y mis deseos.

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