jueves, 17 de noviembre de 2011

El nido vacío



Es el verso una tijera que poda mis hojas secas
por los hijos, para que tanto no duela

el humo en el cenicero simula disolver mi pena
y esconde la soledad disfrazada de prudencia

el eco de sus voces aún se escucha y se aleja
despacito, me va alcanzando la ausencia.

Ahora el sonido es otro, el silencio da una tregua
la canilla gotea y empecinada me observa.

martes, 6 de septiembre de 2011

Agrupación dispar

Me siento en el bar de Corrientes y San Martín y pido algo fresco. El calor aprieta mi cerebro pero lo siento en los pies. Busco un lugar cerca de la ventana y observo toda la gente que pulula como hormigas por la ciudad. Caras de me duele la muela , hoy tengo que vender aunque sea un pasaje, si no consigo este trabajo me voy al sur, es un turro me las va a pagar, me tiño el pelo o sigo con este aspecto de bruja…múltiples caras y cuerpos que se me vienen encima.
Tomo de un trago el contenido del vaso que me sirve el mozo y vuelvo a mirar por la ventana. Ahora veo zapatos, sólo zapatos, negros, marrones, blancos, verdes, de taco alto, de taco bajo, nuevos, gastados… caminan en todas direcciones, algunos se detienen indecisos, otros esperan cruzar la calle; se mueven nerviosos para adelante, para el costado, se detienen, retroceden, vacilan. Giro la cabeza y miro al interior del bar que ahora está vacío, todos se fueron dejando allí sus zapatos. De repente una horda de zapatos entra sin que la puerta vaivén se mueva. Se dirigen hacia mí. Todos los que antes vi en la calle vienen a increparme.
Con lo poco que me queda de cordura, dejo la consumición y escapo tratando de esquivarlos. Finalmente, con mucho esfuerzo, puedo salir a la calle donde millones de ojos me observan.

martes, 26 de julio de 2011

Pájaros

a Sylvia Josefina Pieres

Aquella mañana apacible de enero, me encontraba sentada en el sillón del living de la cabaña que habíamos alquilado en el verano, leyendo un buen libro, cuando lo vi. Era un pajarraco extraño, parecido a una liebre pero con un pico largo y corvo, lo que llamó poderosamente mi atención. En eso aparecieron Juan y los chicos para invitarme a ir con ellos hasta Quila-Quina. En aquellas vacaciones en San Martin de los Andes me había propuesto hacer lo que tuviera ganas y esa vez algo me decía que debía quedarme, ya habría oportunidad de otros paseos. Sin remordimientos, con una sonrisa, los despedí y me dispuse a seguir disfrutando de la lectura. Cuando la puerta se cerró, sentí un gran alivio. Tendría toda la tarde para mí.

El amplio ventanal me mostraba una fantástica panorámica del bosque que rodeaba la cabaña. No podía quitar los ojos de esa belleza, distintos tonos de verde se amalgamaban en un paisaje único y estremecedor. No recuerdo cuánto tiempo pasó, lo que no olvido fue lo que sucedió después, cuando percibí un movimiento dentro del follaje y al rato me encontré sentada sobre la rama de un arrayán, mientras que a mi lado el pajarraco que había visto más temprano (luego supe que se trataba de una bandurria), con porte algo altanero, me miraba.

-¿Estás de visita por acá?

Atiné a contestar un tímido si, sin entender lo que me estaba pasando.

-Me pareció, no te había visto antes. Yo me llamo Paco, encantado- se acercó un poco pero su pico hizo que retrocediera asustada.

-No hagas preguntas y seguíme.

Pensé que ese pájaro estaba loco. ¿Cómo iba yo a seguirlo? Sin tiempo para reaccionar, luego de un fuerte empujón, me encontré volando a su lado.

-Si pudieras hacerme el favor de apurarte, no tengo todo el día, ustedes los picaflores son medio histéricos, revolotean mucho pero no avanzan demasiado. ¿Cómo te llamás? ¿Acaso Fifí?

Antes de que pudiera contestarle lanzó un grito estridente, una extraña y sonora carcajada. Me sorprendí escuchándome decir que mi nombre era Copeta, el apodo de mi madre, no el mío-. Tratando de acelerar el vuelo para que no volviera a retarme, le pregunté:

-¿A dónde vamos?

-Ya vas a ver- me dijo. Lo seguí, planeando sobre el bosque hasta llegar a un lago desconocido donde pudimos detenernos por un momento a tomar agua. Cuando vi mi reflejo me sobresalté. La imagen era la de un picaflor. El me ignoró y emprendió nuevamente el vuelo, seguro de que yo, aunque algo aturdida, iba a ir tras él. La vista desde arriba era impresionante, y por un rato seguimos sin hablar hasta que el paisaje cambió abruptamente. No tardé en darme cuenta de que estábamos sobrevolando mi casa de la infancia ¿Tanto habíamos recorrido? Quise saber qué estaba sucediendo cuando se metió por la chimenea y me hizo señas de que lo siguiera en silencio. Bajamos despacio hasta el hogar y nos escondimos al escuchar voces. Luego me dijo:

-Quedate quieta y no hagas ningún ruido.

Algunas personas murmuraban y otras sollozaban. Parecían estar velando a alguien. No tardé en reconocer sonidos familiares. ¡Eran mis hermanos! Bajé un poco más por el hueco de la chimenea y desde una hendija pude verme a mí misma llorando, abrazada a mi prima Florencia. Entonces recordé cada momento de aquel día triste en que murió mi madre. Decidí salir de ese asfixiante y oscuro lugar, dando la vuelta me posé frente a la ventana del living. Nadie pareció advertir mi presencia hasta que Lucía, mi hermana, gritó:

-Miren, en la ventana. ¡Un picaflor! ¡Es mamá, es mamá!- todos me miraban asombrados mientras Lucía les comentaba cuánto amaba mamá a esos pájaros.

Miré a Paco sin comprender. Esta vez en sus ojos había ternura. Nos quedamos un rato quietos, sin pronunciar palabra, hasta que me hizo una seña de que ya era tiempo de regresar.

Cuando avistamos la cabaña e iniciamos el descenso, le dije:

-Paco, antes de irte, quiero hacerte una pregunta.

-Rápido que ya vuelve tu familia- su tono era cariñoso esta vez.

-¿Quién era ese picaflor? ¿Mi madre o yo?

-Las dos. Por momentos ella, por momentos vos, por esta única vez, la próxima sólo la verás a ella.

Y sin que pudiera agradecerle, se fue volando mientras Juan y los chicos entraban por la puerta.

lunes, 18 de julio de 2011

Un papel de caramelo

Estoy en un ascensor atascado entre dos pisos. Sola. Me siento en el suelo, espero, pero el tiempo no pasa. Alguien vendrá, pienso, pero no, los domingos nadie sale de sus casas. Miro el piso de goma, hay pisadas de hombres y de mujeres, alguna de un perro, pelos, un papel de caramelo, un botón y yo. Yo sin salida, sin un lugar por donde escapar de los pensamientos que aparecen y desaparecen. No puedo pararlos. Me desesperan. Con la cabeza entre las manos, sentada en posición de loto, miro el papel de caramelo. Lo miro fijo. La quietud duele. Lloro, con un llanto hondo. Por mí, por vos, por este silencio que me recuerda al tuyo, por mis hijos que se están yendo, por los años perdidos, por los ganados, por nuestra historia, por los poemas, por los amigos que no están. Por mi padre que se fue sin avisarme, a los dieciocho cuando no tenía idea de quién era Edipo. Y mi madre, que también se fue cansada de que no la comprendiera justo cuando empezaba a hacerlo. Por mis uñas despintadas y el dolor en el hombro, y el precio de la carne y mi trabajo y por... este ruido salvador a turbina que arranca y me deposita en el octavo.

martes, 12 de julio de 2011

A mis amigas y amigos

En el vaivén de las horas dormidas
reavivas en mi pecho el aliento

y omites cauteloso mis arrebatos de olvido

omnipresente en mi andar
apartas de la roca el filo

en la vigilia expectante
sos el Ángel de mi sueño perdido

y cuando el calor abraza
torrente inagotable de alivio.

Milagro infinito del destino.

Vos, mi amigo.





miércoles, 29 de junio de 2011

¿Desamor?

Espectros ahumados dibujan tu mirada entre silencios.
Antes fuiste muro contenedor, ahora sinuoso laberinto.

Rutinas ajenas alargan la espera
nos apartan del torrente amoroso que entibió nuestras orillas
lapidan el ritual inacabado de dos almas.

En la rosa hoy veo espinas
y un viento helado me alcanza y lastima.

martes, 17 de mayo de 2011

ALUMBRAMIENTO

A Inés

Transpiro trémula en la febril espera; quiero seguir siendo sólo yo pero ella insiste mientras ondas sedosas se adhieren a mi cuerpo exhausto. Su energía me atrapa y ya no existo; el grito estalla en la garganta sedienta.

Éxtasis y muerte convergen en la hora previa. Temo pero resisto. Algo mío desaparecerá inevitablemente. Me llama. Escapo. Vuelve a llamarme; la realidad seduce más que el encuentro con lo desconocido. Ella flota en aguas mansas, indiferente a mi lucha por retenerla y me anima a dejarla salir de su inocente y cálida guarida.

Irrumpe decidida, envuelta en láminas de extenuado plasma. El descanso anticipa el asombro y tentáculos impacientes disuelven la agonía, la abrazan y contienen. Ahora el miedo es otro.

miércoles, 27 de abril de 2011

ENAMORADA DEL MURO


Gajos impacientes se abren y buscan recovecos por donde llegar a vos, necesito sostén. Quiero trasmitirte calor y a besos romper tu fachada sólida y melancólica.

Mi tallo se contornea empecinado en fundirse en espacios infinitos, ramificaciones indolentes te invaden y se entregan confiadas en un abrazo interminable, extensiones curiosas te recorren, adhieren a la estructura húmeda. Vas abriendo espacios para elevar mis hojas mustias. Algunos gajos suben y encaran al cielo, otros bajan para recuperar la savia amorosa.

Entregados al milagro, la naturaleza estalla en su esplendor sin sombras, en esta tarde otoñal. Nadie detendrá la cadencia que nos envuelve. El sol reverbera su luz en el muro y somos uno.

jueves, 21 de abril de 2011

CAMILA EN PARIS

Ellos se observaban mutuamente sin saber qué decirse. El era francés y ella argentina. El hablaba su idioma y ella castellano. De una manera incomprensible se entendieron. Hay encuentros de almas que no necesitan presentación.

Camila había llegado a París para encontrarse con Jorge, su amante. Ella venía desde Barcelona, después de un viaje de mes y medio por Europa con dos amigas. Antes de viajar quedó con él que se encontrarían en París y luego irían a Copenhague y Estocolmo.

Camila esperó ansiosa el momento de verlo; ante la expectativa de tener a Jorge sólo para ella durante una semana, los últimos días con sus amigas habían sido un suplicio. A diferencia de ellas, Camila disfrutaba mezclándose con la gente, viviendo la idiosincrasia de cada lugar, respirando los olores típicos de cada ciudad que visitaban. Con Jorge estaba segura de que podría hacerlo. Más tarde comprobaría cuán equivocada estaba.

Quedaron en que ella lo llamaría desde Roma, su último destino antes del encuentro. Ansiosa por escuchar su voz, lo hizo según lo acordado. Su sorpresa fue mayúscula al escuchar a la operadora, en un mal español, decirle que el señor Jorge Reyes no aceptaba hablar con ella. Una voz de alarma interna le dijo que algo andaba mal pero no quiso darse por aludida y esquivando los fantasmas le pidió a la telefonista que insistiera. Tras las súplicas de Camila, ésta aceptó renuente pero fue en vano: una vez más él rechazaba su llamada. Furiosa, le dijo que ella la pagaría y fue entonces que escuchó la voz fría y distante de Jorge:

-Negrita se me complica el encuentro, tengo que estar dos días en cada lugar, de reunión en reunión y no vamos a poder encontrarnos.

La decepción de Camila se tradujo en un rotundo:¡No me importa, quiero verte igual!

-Como quieras, te busco en Orly pero después no digas que no te lo advertí.

Estaba tan sorprendida y triste que olvidó preguntarle por qué había rechazado su llamada. Seguramente se trató de un error de la telefónica. No podía ser.

El encuentro en el aeropuerto no fue como ella lo había esperado. Una tristeza desconocida en su personalidad, alegre y despreocupada, se había adueñado de Camila. Se saludaron con un beso y tomaron un taxi derecho al Hotel Hilton. Cuando llegaron hicieron el amor casi como autómatas, él se dio un baño rápido y le dijo que tenía que salir, pero antes le hizo un encargo.

-Hoy voy a estar ocupadísimo. Necesito que me compres esto.
Es un encargo de mi mujer.

Sin más, le alargó un papel y le dio un dinero. Con esto te va a alcanzar.

-¿No puedo acompañarte?

-De ninguna manera. Te vas a aburrir como una ostra. Nos vemos a la noche.

Camila no sabía si ponerse a llorar o salir a recorrer la ciudad. En el ínterin le echó una ojeada al papel y su rabia fue en aumento cuando vio que se trataba de ropa interior. Salió detrás de él y el conserje la saludó con una sonrisa amable, como si adivinara.

Caminó y caminó sin rumbo por las calles de París; recorrió Montmartre donde un artista joven ofreció pintarla y que le pagara “a la nature, avec le corp”; comió una baguette de jamón y queso cerca de Les Invalides y se sentó en un banco a contemplar el Sena. Sumida en sus pensamientos, no notó que un hombre rubio, de rostro simpático, se había sentado a su lado. La saludó en francés y ella le devolvió el saludo en español. Con señas y miradas le dijo que ella era muy linda y que había traído el sol a París. Camila le agradeció el cumplido, también por señas, y le dijo que era casada. El no le creyó. Caminaron juntos hasta el anochecer y se despidieron en la puerta del hotel. El hombre le dio una tarjeta que ella guardó en su cartera. Estas cosas sólo suceden en Paris, pensó divertida.

Cuando llegó a la habitación Jorge ya había llegado. Le preguntó si había cumplido con su encargo. Fue allí cuando se dio cuenta de que había perdido el papel. El reproche silencioso de él fue peor que si la hubiera insultado. En el mismo tono frío y distante del teléfono le dijo:

-No podemos salir esta noche. Vas a tener que pedir que te traigan algo a la habitación. Me surgió una cena de negocios que no puedo postergar.

Camila se preguntó qué hacía allí. Parecía ajena al lugar, a él, a todo. Recordó a su amigo francés y tomó una decisión. Una vez que Jorge salió y la despidió con un beso a las apuradas, se dio una ducha rápida, se puso un jean y un sweater holgado, se miró en el espejo, juntó sus cosas y bajó al vestíbulo. Sobre el piso quedó el vestido que él le había regalado en su último cumpleaños.

El conserje volvió a sonreírle como si estuviera al tanto de todo. Ella, en un mal francés, le mostró una tarjeta, le pidió que marcara ese número de teléfono y que le hiciera de intérprete.

A la media hora un hombre rubio, de rostro simpático la esperaba afuera. Salió, respiró profundo y pensó que la aventura que había imaginado recién empezaba. Estaba en Paris. ¿Qué más podía pedir?

El anillo

–Sonia, voy a hacerte un psicodiagnóstico, de manera que vayamos perfilando tu problema. Te voy a mostrar una serie de manchas y me tenés que describir qué ves. Lo primero que te venga a la mente. ¿De acuerdo?

–De acuerdo.

Nora le muestra la primera ficha a Sonia, ésta se queda mirándola un rato sin decir nada.

–Lo primero que te venga a la mente Sonia. Decíme qué ves.

–Un toro rojo sobre un campo verde.

La psicóloga queda sin reacción, su rostro lívido. La revelación es una sorpresa, sólo ella sabe que tiene que ver con su pasado.

–¿Qué pasa Nora? ¿Dije algo malo?

–No… este… no… es que… No puedo seguir por ahora. Disculpáme Sonia. Te veo la semana que viene.

–Pero, todavía no es la hora…

–No te preocupes, no voy a cobrarte la consulta. Volvé el jueves por favor.

Sonia salió muy preocupada del consultorio, pensó que su psicóloga estaba más loca que ella. Se preguntó qué tendría de raro haber visto colores en una mancha negra.

Llegó a su casa y no tuvo tiempo de pensar demasiado en lo ocurrido. Todo era un caos; los perros habían quedado encerrados adentro y a pesar de las recomendaciones de Alfredo, ella se había olvidado de sacarlos al jardín antes de salir. Los echó afuera a patadas descargando en ellos toda la ira contenida contra el energúmeno de su marido; no podría soportar otro de sus retos. Si no se olvidaba de comprar queso cuando comían pasta, se dejaba la tarjeta de crédito en el supermercado; no pagaba las facturas de gas, luz y teléfono a pesar de que él le daba el dinero y siempre se olvidaba dónde había dejado el auto. Pero no, no soportaría una queja más. El problema era más profundo y tenía que hacer un corte. Cuando terminó de dejar la casa en orden, se tiró en la cama y se quedó dormida.

Soñó que ella era una chiquita de diez años y que un chico rubio, de su misma edad, le hacía señas de que mirara a un toro rojo en un prado verde. El muchacho le decía que se acercara, que no había nada que temer, él estaba allí para protegerla. Confiada, se abrazó a él y le pidió que no se fuera, que no la dejara sola con el animal. Él la consolaba y le decía que no tuviera miedo, que ese toro era de papel –al menor viento se volaría– y no podía lastimarla. Juntos se acercaron y cuando puso su manito sobre el enorme lomo rojo comprobó que no era de carne y hueso. Cuando sus ojos se encontraron con los del toro vio en ellos a los de Alfredo. Asustada se despertó con el ruido de las llaves en la puerta.


Luego de que Sonia se fue, Nora se acercó al dispenser de agua del consultorio y se sirvió un vaso. Debía recuperarse de la impresión que le había causado la sesión con su nueva paciente. Hacía años que la buscaba y jamás se imaginó que la encontraría precisamente allí, en su consultorio. Durante toda la semana estuvo pensando cómo encarar el asunto con Sonia, hasta que recordó las palabras de su padre antes de morir: “es muy importante que conserves este sombrero, él te ayudará a encontrarla en Buenos Aires”.

El jueves siguiente Sonía llegó unos minutos antes a la consulta. No había nadie. Mientras aguardaba su turno vio colgado en el perchero un sombrero verde que tenía bordado en un costado un escudo con un toro rojo. ¡Otra vez esa imagen! Escuchó su nombre y entró al consultorio.

–Hola Sonia. ¿Cómo estás?

–Más o menos. Esta semana ocurrieron cosas muy extrañas.

–Contáme.

– ¿Te acordás cuando te dije que no podía quitarme mi anillo de casamiento y que no me decidía a ir a una joyería a que me lo cortaran? Bueno, el jueves, después de que salí de acá me fui a casa. Cuando llegué encontré todo patas para arriba… los perros… ya sabés… Terminé de limpiar y me quedé dormida; cuando me desperté me di cuenta de que el anillo no estaba en mi dedo. Lo busqué por toda la casa y no lo encontré; curiosamente me alegré. Mientras estaba dormida tuve un sueño donde aparecía un chico con la cara más linda que vi jamás y un toro rojo sobre un prado verde, el mismo que vi en las manchas. Recién, en la sala de espera vi un sombrero verde con…

–…un escudo de un toro rojo…

–Sí. ¿Cómo lo supiste?

–Continuá por favor.

– El chico ese, el de mi sueño, me recuerda a alguien. Sé que lo conozco de alguna parte. Sí, ya sé quién es… Hace yoga conmigo y es muy atractivo. Creo que le gusto y a mí me encanta él… Y también recuerdo que mi padre siempre usaba un sombrero como ese, como el que está colgado en la sala de espera... Mi madre murió en el parto, cuando me tuvo a mí, y me criaron unos tíos. El siempre venía a visitarme pero un día no volvió. Yo tendría cuatro años, creo. Mis tíos me dijeron que se había ido a España y cuando ya fui mayor me contaron que había vuelto a casarse y que tuvo otra hija. Luego supe que murió.

–¿Intentaste encontrar a tu hermana?

–Sí. Al principio, cuando me enteré de su muerte quise saber pero mis tíos desconocían completamente su paradero. Luego perdí las esperanzas.

–Bueno Sonia, terminó la sesión. Creo que estamos avanzando mucho. Te veo el próximo jueves.

Sonia salió de la consulta y se sintió bien, por primera vez en años. Aguardaba ansiosa su próxima clase de yoga.

Nora la despidió con un beso. Sonrió para sus adentros, sacó una foto del cajón del escritorio y se la quedó mirando

sábado, 16 de abril de 2011

Los nenes primero

En un domingo de mayo fresco y nublado, el padre duda si hacer un asado. Le gusta cuando hay sol, con los perros festejando el único día en que ellos también participan del rito y ligan un hueso. Pero el nene está en casa y le gustan tanto los asados, que decide hacerlo igual. Por el nene.

El nene duerme, pobrecito, trabaja y estudia toda la semana y ahora
descansa; no vayamos a importunarlo con una tarea que lo aparte de su música, de su computadora, o de su fútbol. A él no se le ocurre colaborar, para eso está el Viejo, a quien le encanta hacer el asado y que lo aplaudan cuando termina. La madre se ocupa de limpiar el polvo de la mesa y las sillas de afuera, poner los platos y preparar las ensaladas. Pobrecito el nene. Trabaja tanto y estudia tanto. Él es quien más necesita el descanso de los domingos, sobre todo después de una trasnochada con los amigos. Pobre nene, que sigue durmiendo mientras la Vieja, además, plancha su ropa, no sea cosa que no la tenga lista para salir a la tarde con los amigos. La de los demás no, porque es domingo y los domingos los hizo el Señor para descansar.

La nena se arregló con el novio y casi no para en casa. De a poco se fue llevando las cosas, claro, la facultad le queda muy lejos y está cansada de viajar en tren. Pobrecita la nena. Estudia tanto que no puede trabajar. Todavía no se fue del todo, primero fueron dos días, después tres, ahora casi cinco. Ayer dijo que venía pero no pudo. Hoy dijo que viene, pero a la tarde, después del asado, cuando el novio pueda traerla en auto. Pobrecita la nena, cómo se va a venir en tren un domingo que no es nada seguro, salvo cuando tenía veinte y salía de parranda con las amigas hasta el centro. Entonces no tenía miedo. Ahora sí y es lógico. Pobrecita la nena. Está creciendo y los miedos se le van metiendo adentro.

El Viejo trabaja todo el día en el centro, maneja un taxi. La crisis los dejó mal parados, pero ellos se esforzaron más para que los nenes tuvieran una buena educación. La vieja hizo de todo un poco: limpió casas, vendió tortas, puso una peluquería, que después trasladó a su casa porque los impuestos no le dejaban casi ganancia. Hoy los viejos están contentos. Los nenes son inteligentes, estudiosos, responsables y tienen un futuro. Los viejos a veces se desubican y les dan consejos para que sean más felices. Claro, ellos tienen la experiencia de los años y quieren hacerles un poco más fácil el camino. Pero los hijos no quieren que los viejos se metan. ¿Qué carajo te importa si desayuno pizza o empanadas? Grita el nene cuando la Vieja le dice que eso no es sano para su salud. Pobrecito el nene. Está nervioso. Hay que entender las presiones a las que están sometidos en estos tiempos difíciles. La nena llama y dice que viene a buscar plata y se va; está apurada, no puede quedarse. Por suerte está el nene. Después se va a jugar al fútbol y no puede levantar su plato, también está apurado. A veces la vieja le pide que lo haga. A veces. Pobrecito el nene. Es varón, eso es trabajo de mujeres.

La Vieja se queda sola terminando el postre en la mesa. Todos se van. Porque el Viejo hizo el asado, pobrecito el Viejo. Trabajó mucho hoy. Se tomó unos vinos y le dio sueño. La Vieja mira hacia arriba y se imagina que está en una playa y ve venir hacia ella un hombre descalzo caminando por la arena, y el hombre le regala una flor y se queda con ella y le acaricia el pelo.

Los ojos se le humedecen, no entiende qué le pasa. Aparta las lágrimas con una mano y con la otra acaricia al perro que la mira fijo. Se levanta y, mientras junta los platos, se pregunta a qué hora llegará la nena.

domingo, 27 de febrero de 2011

SIN LUZ

Entre las sombras
que avanzan
en esta tarde de estío
silba tímido el viento
y se oye un trinar cansado
de pájaros en sus nidos.

Escucho tu voz
en susurros
llamándome
y me rebelo al destino
que de nuevo nos separa
y nos confina a fríos muros
aprisionadas las almas.

A lo lejos un murmullo
alienta la esperanza
la lluvia moja mi cara
y sonrío.
Tu mirada está aquí,
en una gota de agua.

miércoles, 2 de febrero de 2011

LA CARTA

Los espesos nubarrones avanzaban lentamente sobre la bahía. Poco a poco, sin que ella lo notara, fue cambiando el viento; estaba demasiado enfrascada en sus pensamientos, hasta que sintió frío. En cuestión de segundos estará lloviendo, -se dijo, mirando al cielo-. Cerró el libro, se sacó los anteojos y cruzó los brazos intentando protegerlos con el calor de sus manos. Se imaginó la lluvia corriendo por su cuerpo y la idea le gustó, como si el agua pudiera llevarse toda la angustia acumulada; recordó la carta y lo que le reveló su lectura, pero no, no pensaría en eso ahora.

Un relámpago iluminó el cielo y empezó a llover. Adela se puso la campera, guardó el libro y los anteojos en el bolsillo delantero, y caminó lentamente en dirección a la casa. Vestía un flamante jean azul y se había quitado las zapatillas nuevas para sentir la arena húmeda bajo sus pies, como una necesidad vital de conectarse con sus sentidos, tan olvidados. La tormenta se desencadenó con más fuerza obligándola a correr hacia la casa.

Cuando abrió la puerta el teléfono sonaba, pero Adela no lo atendió. Se quitó la ropa y se dirigió al baño para tomar una ducha caliente. Los recuerdos se sucedían uno tras otro y trató de acallarlos dejándose llevar por la tibia sensación del agua recorriendo su piel. Se encontró con un placer nuevo que se había negado por muchos años: el contacto suave y cálido de sus manos recorriendo cada parte de su cuerpo. Intentó dejarse llevar pero una opresión en el pecho convirtió la emoción en culpa y comenzó a llorar. Evocó sus interminables charlas con el padre Ambrosio, sus consejos sobre la abnegación y la virtud y el sentido revelador de la soledad del claustro: “Cuánto más sufras la soledad más cerca estarás de descubrir tu alma”. Se lo había dicho varias veces y Adela pensaba que esas palabras y sus consejos eran lo único que la animaban a seguir. Admiraba al padre Ambrosio por su inteligencia fuera de lo común, por su capacidad para comprender las miserias del hombre; no toleraba la mediocridad ni los espíritus conformistas y, en su constante búsqueda, se levantaba interiormente contra ciertos cánones rígidos que defendían obstinadamente sus superiores.

Recordó aquel día cuando le llevó, como todos los jueves, los manteles limpios y planchados para el altar de la capilla, sin sospechar que la verdad la esperaba allí, para revelarle lo que en tanto tiempo ella se había negado a ver. La sacristía se encontraba vacía, no había rastros del padre. Cuando Adela colocó los manteles sobre el escritorio, vio la carta: era del obispo, estaba abierta y apenas tuvo que agacharse para leer que lo transferían a una parroquia en el sur. Su reacción fue inmediata, salió huyendo de la sacristía y de sus propios sentimientos que la atormentaban. Ahora, a los 38 años, tendría que empezar de nuevo. Aquella misma tarde abandonó para siempre el convento.

Salió de la ducha y se sintió renovada, como si ese llanto profundo le hubiera descubierto otra faceta de ese hombre único, que era el padre Ambrosio. Él, sin saberlo, la había llevado a realizar un fantástico viaje dentro de sí misma para descubrir una obsesión, un amor platónico que, como una paradoja absurda, era el comienzo de su propia liberación.

El teléfono volvió a sonar…

miércoles, 19 de enero de 2011

A Vos (de Hugo Zimmerman)

Las tijeras en las manos de un psicópata son la tentación de los mediocres.
El poder ejercido por quien se cree con derechos por estar en una posición determinada, es un arma.
Cercenar la creatividad ajena es un placer cínico que suelen utilizar los inoperantes.
Organizar la libertad es un pájaro embalsamado.
Poner cifras imposibles es condenar sin juicio.
Los burócratas suelen sufrir el vuelo de los libres.
Guárdate tu llave de oro no me invites a tu jaula llena de barrotes condicionantes, seguiremos ejerciendo el derecho de crear aunque debamos hacerlo en otro ámbito, pero piénsalo porque vas a perder parte de lo mejor que tienes, los niños jugando en el patio, ¿puedes escucharlos?, claro que no. La realidad te tiene atrapado.

La estrategia de las puertas (de Celia Castro, España)

-Con la galantería de un bailarín que con un gesto delicado la invitase a bailar un vals, hoy la puerta se había abierto. El exterior no era como lo imaginaba aunque tampoco podría precisar qué hubiese esperado encontrar tras aquella puerta comida por el orín de años de humedades y desidias. Esa puerta había representado un enigma durante su encierro. Como un fallo en un decorado teatral, la pesada puerta metálica contrastaba con el interior de una habitación amueblada con gusto, ajena a detalles lujosos pero confortable y cálida, casi tanto como el sol que ahora sentía en su piel por primera vez en tres semanas y que la obligaba a bajar la vista, acostumbrada a la luz artificial y a la ausencia de ventanas y paisajes.
Nunca había perdido la noción del tiempo. Del traslado no recordaba nada: una tarde, como todas las tardes, ultimaba su trabajo en la Facultad cuando, sin ruidos ni avisos previos que la alertaran, sintió una presión sobre su rostro y un olor dulzón invadió su consciencia anulándola al instante. Su siguiente recuerdo se difumina entre un pesado sopor y la primera visión de la habitación y de la puerta herrumbrosa que ahora acababa de traspasar. Hoy la puerta, simplemente, se había abierto sola. Como activada por un dispositivo a distancia y contrariando al óxido acumulado en sus goznes, la puerta fue abriéndose con delicado silencio, como una invitación gentil y explícita, y ella tuvo más miedo que cuando se supo encerrada, mucho más miedo del que había tenido durante aquellas tres semanas, tanto que pasó más de una hora hasta que se decidió a traspasarla, caminar por un pequeño corredor, subir un tramo de escaleras y encontrarse con el exterior insospechado de una céntrica y conocida calle de su cuidad.
¡Cuánto tiempo para pensar! Ni una voz, ni una mirada la habían acompañado durante todo aquel tiempo. Tres veces al día, con la misma suavidad con que hoy se había abierto la puerta, una lámina metálica aplicada en una pared se abría suministrándole alimento y bebidas suficientes y aun de sobra. Los platos, exquisitos y bien presentados, parecían elaborados por un cocinero prestigioso y los productos de aseo e higiene que encontró en el pequeño baño anexo a la habitación también eran de calidad superior. Incluso un pequeño botiquín con toda clase de remedios y un armario surtido de ropas de su talla y estilo encontró en su encierro.
Los primeros días, quizá contagiada por literaturas fantásticas y complejas tramas pseudohistóricas, pensó que la habían secuestrado por algo relacionado con su especialidad académica y casi esperaba que en cualquier momento se abriese la portezuela y, en lugar de las viandas, apareciese un documento extraño para su análisis y traducción. Ni un solo día de aquellas tres semanas se cumplieron estos pronósticos que se hacía por no encontrar otra explicación a su secuestro. Simplemente estaba ahí, retenida quien sabe por quién o quiénes, aislada, oculta.
La segunda pregunta que con más recurrencia se hacía era si la estarían buscando y qué excusa habrían dado sus secuestradores para explicar su ausencia. Pasados los días ya no se preguntaba nada; procuraba mantener su atención en cualquier cosa: los motivos florales pintados en el biombo, la reproducción de tres famosos cuadros renacentistas que colgaban sobre la cama, las filigranas de una araña de cristal…
Por si acaso la mataban, posibilidad que unos días le parecía cierta y otros una loca conjetura, se ocupaba siempre de estar arreglada, bien vestida, peinada y ligeramente maquillada, como si fuese a salir de casa para acudir al trabajo o a una amigable comida. No podía soportar la idea de morir desaliñada y, menos aún, descalza. Por eso, sólo durante las noches cuando su cuerpo y su reloj, del que nunca la habían desposeído, le marcaban la hora de dormir se descalzaba para acostarse. Durante el día jamás usó ni un solo par de las confortables pantuflas que había en el armario. Sólo zapatos, altos, mejor cuanto más sofisticados, y con ellos puestos pasaba las tres cuartas partes de la jornada.
Cuando hoy la puerta se abrió ella, como siempre, estaba preparada para morir pero no para lo incógnito. Durante la hora larga en que la puerta abierta la tentaba a salir comprendió que era mucho peor lo desconocido que esa muerte que se había habituado a aguardar; comprendió también que es precisamente esa constante espera lo que la despoja de temores, lo que convierte a la muerte en una vieja conocida. El miedo era lo que había más allá de esa puerta herrumbrosa, no lo que dejaba tras ella.
Le temblaban las piernas mientras sus pies pisaban los adoquines de la calle céntrica y conocida de su ciudad. Caminó tres pasos y se contempló en el escaparate de una confitería. ¿Cómo era posible que hoy hubiese elegido esa blusa que tan mal combinaba con su traje? ¿Y cómo era posible que todo el exterior se le antojase tan hostil y amedrentador? La gente que pasaba a su lado, los coches que se desplazaban por la calzada, el sol que la obligaba a bajar la vista, todo le parecía vulgar, maloliente, ruidoso, caótico.
Se acordó de su cálida habitación y de la blusa que hoy debería haberse puesto. Se dio la vuelta, bajó las escaleras, atravesó deprisa el corredor y con alivio descubrió la puerta, su puerta, abierta de par en par. Entró como una exhalación y cerró la puerta tras de sí, quedándose unos instantes con su cuerpo pegado a ella, como queriendo reforzar el cierre. Poco a poco fue separándose y, con asombro, se dio cuenta de que la puerta, su puerta, ya no presentaba un aspecto astroso ni oxidado sino que estaba exquisitamente lacada y reluciente. La acarició antes de girar la cabeza y encontrarse con que su habitación, su biombo, su armario, su cama, habían desaparecido y en su lugar no había más que una estancia desnuda de muros agrietados y rezumantes de humedad, condecorados de moho y manchas indefinibles. Y gritó, gritó, gritó frente a la puerta reluciente, lacada, perfecta… y herméticamente cerrada.

Diferencias (José Luis Morelli)

Querés que hablemos de nuestras diferencias pero no sé muy bien qué pretendes, me dijo, y yo Sólo de las que nos separan y que nos hacen infelices. Pensó unos instantes. ¿Diferencias en nuestros gustos? No, es algo lógico y lejos de alejarme, me atrae hacia ti. Somos como el Ying y en Yang. Pensó. ¿Diferencias en el carácter? pero yo le respondí Justamente eso fue lo que siempre me atrajo. Se quedó pensativa hasta que un halo de luz brotó de sus ojos y de su boca salió, entrecortada como si tuviera vergüenza, ¿Diferencias en la cama? No, no existen, le respondí mintiendo. Y callé. Pero creo que ella lo notó. Nos quedamos mirándonos uno al otro: ella sin entender a qué diferencias me refería y yo, sin poder creer que ella no se diera cuenta.

Pasaron los días y, de tanto en tanto, repetíamos el mismo diálogo. Ella, inquisidora, le fue agregando diferencias políticas, diferencias religiosas, diferencias económicas, las cuales negué en cada oportunidad. Yo, impasible, sin mostrarle la más mínima pista. Un mutismo muy de hombre me hacía callado y reservado. Seguimos sumando al inventario de diferencias los problemas de la edad y, los problemas de salud, porque los dos teníamos demasiado de ambos. También me preguntó si las diferencias que tanto me molestaban se debían al trato diferente que teníamos con los hijos o con los amigos, pero yo le aseguré que tales diferencias no existían, aunque estaba seguro que ella podría oler la mentira. Sin embargo las diferencias existían y ahondaban cada día más nuestra relación, mientra yo seguía sin poder creer que no fuera capaz de darse cuenta.

Cuando me vio con el bolso en la mano comprendió que me iba de su lado. Decime porqué, me pidió en tono imperativo. Por las diferencias, respondí. De qué diferencias me hablas, si… le tapé la boca con la mano y no la dejé terminar. De ninguna en particular y pero sí de todas en general. Siento que somos dos seres completamente distintos, casi agua y aceite, respondí. Yo siempre creí que los polos opuestos se atraen, me dijo sollozando, con esa carita de ternura que hacía mucho tiempo que no mostraba. Sí, es verdad. Los polos opuestos se atraen… sólo mientras se es joven, le dije, y me fui.

viernes, 14 de enero de 2011

Kin

Andabas por el mundo vagabundo,
buscando el amor que se te hacía esquivo.
¡Recorriste tantos caminos!
Lo buscaste en el viento,
en la lluvia,
en el enfermo desvalido,
en la mujer,
en los hijos,
en los hermanos;
en los viejos,
que se han ido.

Hoy lo sigues añorando,
como aquel niño inquieto
que llegaba del colegio
con el delantal roto y
un ojo hinchado,
y decías:
-¡Vieja, a vos te insultaron!
Entonces no supimos,
tus hermanos,
ver en tus actos,
irracionales, bizarros,
un puro intento
de necesitarnos.

Hoy estoy a tu lado y te quiero
hermano del alma.
Te veo llegar,
enfermo y cansado,
con aquel anhelo intacto;
de continuar con tus sueños
a pesar de tu físico agotado
que no se resigna a la quietud,
que quiere seguir luchando,
a tu modo, aventurero.
Que quiere seguir volando
y conquistar los cielos.

La puerta hoy está abierta
y te recibo en mis brazos,
sin juzgarte, sin condiciones,
sin recetas, sin llaves
que bloqueen mi indiferencia;
busca en tu interior,
el amor que no encuentras,
saca afuera tu corazón,
abre esa fortaleza,
recupera lo que fuiste, lo que eres;
yo caminaré contigo hasta que amanezca,
o hasta que no te hagan más falta
mis cuidados y mi fuerza.