domingo, 27 de febrero de 2011

SIN LUZ

Entre las sombras
que avanzan
en esta tarde de estío
silba tímido el viento
y se oye un trinar cansado
de pájaros en sus nidos.

Escucho tu voz
en susurros
llamándome
y me rebelo al destino
que de nuevo nos separa
y nos confina a fríos muros
aprisionadas las almas.

A lo lejos un murmullo
alienta la esperanza
la lluvia moja mi cara
y sonrío.
Tu mirada está aquí,
en una gota de agua.

miércoles, 2 de febrero de 2011

LA CARTA

Los espesos nubarrones avanzaban lentamente sobre la bahía. Poco a poco, sin que ella lo notara, fue cambiando el viento; estaba demasiado enfrascada en sus pensamientos, hasta que sintió frío. En cuestión de segundos estará lloviendo, -se dijo, mirando al cielo-. Cerró el libro, se sacó los anteojos y cruzó los brazos intentando protegerlos con el calor de sus manos. Se imaginó la lluvia corriendo por su cuerpo y la idea le gustó, como si el agua pudiera llevarse toda la angustia acumulada; recordó la carta y lo que le reveló su lectura, pero no, no pensaría en eso ahora.

Un relámpago iluminó el cielo y empezó a llover. Adela se puso la campera, guardó el libro y los anteojos en el bolsillo delantero, y caminó lentamente en dirección a la casa. Vestía un flamante jean azul y se había quitado las zapatillas nuevas para sentir la arena húmeda bajo sus pies, como una necesidad vital de conectarse con sus sentidos, tan olvidados. La tormenta se desencadenó con más fuerza obligándola a correr hacia la casa.

Cuando abrió la puerta el teléfono sonaba, pero Adela no lo atendió. Se quitó la ropa y se dirigió al baño para tomar una ducha caliente. Los recuerdos se sucedían uno tras otro y trató de acallarlos dejándose llevar por la tibia sensación del agua recorriendo su piel. Se encontró con un placer nuevo que se había negado por muchos años: el contacto suave y cálido de sus manos recorriendo cada parte de su cuerpo. Intentó dejarse llevar pero una opresión en el pecho convirtió la emoción en culpa y comenzó a llorar. Evocó sus interminables charlas con el padre Ambrosio, sus consejos sobre la abnegación y la virtud y el sentido revelador de la soledad del claustro: “Cuánto más sufras la soledad más cerca estarás de descubrir tu alma”. Se lo había dicho varias veces y Adela pensaba que esas palabras y sus consejos eran lo único que la animaban a seguir. Admiraba al padre Ambrosio por su inteligencia fuera de lo común, por su capacidad para comprender las miserias del hombre; no toleraba la mediocridad ni los espíritus conformistas y, en su constante búsqueda, se levantaba interiormente contra ciertos cánones rígidos que defendían obstinadamente sus superiores.

Recordó aquel día cuando le llevó, como todos los jueves, los manteles limpios y planchados para el altar de la capilla, sin sospechar que la verdad la esperaba allí, para revelarle lo que en tanto tiempo ella se había negado a ver. La sacristía se encontraba vacía, no había rastros del padre. Cuando Adela colocó los manteles sobre el escritorio, vio la carta: era del obispo, estaba abierta y apenas tuvo que agacharse para leer que lo transferían a una parroquia en el sur. Su reacción fue inmediata, salió huyendo de la sacristía y de sus propios sentimientos que la atormentaban. Ahora, a los 38 años, tendría que empezar de nuevo. Aquella misma tarde abandonó para siempre el convento.

Salió de la ducha y se sintió renovada, como si ese llanto profundo le hubiera descubierto otra faceta de ese hombre único, que era el padre Ambrosio. Él, sin saberlo, la había llevado a realizar un fantástico viaje dentro de sí misma para descubrir una obsesión, un amor platónico que, como una paradoja absurda, era el comienzo de su propia liberación.

El teléfono volvió a sonar…