miércoles, 27 de abril de 2011

ENAMORADA DEL MURO


Gajos impacientes se abren y buscan recovecos por donde llegar a vos, necesito sostén. Quiero trasmitirte calor y a besos romper tu fachada sólida y melancólica.

Mi tallo se contornea empecinado en fundirse en espacios infinitos, ramificaciones indolentes te invaden y se entregan confiadas en un abrazo interminable, extensiones curiosas te recorren, adhieren a la estructura húmeda. Vas abriendo espacios para elevar mis hojas mustias. Algunos gajos suben y encaran al cielo, otros bajan para recuperar la savia amorosa.

Entregados al milagro, la naturaleza estalla en su esplendor sin sombras, en esta tarde otoñal. Nadie detendrá la cadencia que nos envuelve. El sol reverbera su luz en el muro y somos uno.

jueves, 21 de abril de 2011

CAMILA EN PARIS

Ellos se observaban mutuamente sin saber qué decirse. El era francés y ella argentina. El hablaba su idioma y ella castellano. De una manera incomprensible se entendieron. Hay encuentros de almas que no necesitan presentación.

Camila había llegado a París para encontrarse con Jorge, su amante. Ella venía desde Barcelona, después de un viaje de mes y medio por Europa con dos amigas. Antes de viajar quedó con él que se encontrarían en París y luego irían a Copenhague y Estocolmo.

Camila esperó ansiosa el momento de verlo; ante la expectativa de tener a Jorge sólo para ella durante una semana, los últimos días con sus amigas habían sido un suplicio. A diferencia de ellas, Camila disfrutaba mezclándose con la gente, viviendo la idiosincrasia de cada lugar, respirando los olores típicos de cada ciudad que visitaban. Con Jorge estaba segura de que podría hacerlo. Más tarde comprobaría cuán equivocada estaba.

Quedaron en que ella lo llamaría desde Roma, su último destino antes del encuentro. Ansiosa por escuchar su voz, lo hizo según lo acordado. Su sorpresa fue mayúscula al escuchar a la operadora, en un mal español, decirle que el señor Jorge Reyes no aceptaba hablar con ella. Una voz de alarma interna le dijo que algo andaba mal pero no quiso darse por aludida y esquivando los fantasmas le pidió a la telefonista que insistiera. Tras las súplicas de Camila, ésta aceptó renuente pero fue en vano: una vez más él rechazaba su llamada. Furiosa, le dijo que ella la pagaría y fue entonces que escuchó la voz fría y distante de Jorge:

-Negrita se me complica el encuentro, tengo que estar dos días en cada lugar, de reunión en reunión y no vamos a poder encontrarnos.

La decepción de Camila se tradujo en un rotundo:¡No me importa, quiero verte igual!

-Como quieras, te busco en Orly pero después no digas que no te lo advertí.

Estaba tan sorprendida y triste que olvidó preguntarle por qué había rechazado su llamada. Seguramente se trató de un error de la telefónica. No podía ser.

El encuentro en el aeropuerto no fue como ella lo había esperado. Una tristeza desconocida en su personalidad, alegre y despreocupada, se había adueñado de Camila. Se saludaron con un beso y tomaron un taxi derecho al Hotel Hilton. Cuando llegaron hicieron el amor casi como autómatas, él se dio un baño rápido y le dijo que tenía que salir, pero antes le hizo un encargo.

-Hoy voy a estar ocupadísimo. Necesito que me compres esto.
Es un encargo de mi mujer.

Sin más, le alargó un papel y le dio un dinero. Con esto te va a alcanzar.

-¿No puedo acompañarte?

-De ninguna manera. Te vas a aburrir como una ostra. Nos vemos a la noche.

Camila no sabía si ponerse a llorar o salir a recorrer la ciudad. En el ínterin le echó una ojeada al papel y su rabia fue en aumento cuando vio que se trataba de ropa interior. Salió detrás de él y el conserje la saludó con una sonrisa amable, como si adivinara.

Caminó y caminó sin rumbo por las calles de París; recorrió Montmartre donde un artista joven ofreció pintarla y que le pagara “a la nature, avec le corp”; comió una baguette de jamón y queso cerca de Les Invalides y se sentó en un banco a contemplar el Sena. Sumida en sus pensamientos, no notó que un hombre rubio, de rostro simpático, se había sentado a su lado. La saludó en francés y ella le devolvió el saludo en español. Con señas y miradas le dijo que ella era muy linda y que había traído el sol a París. Camila le agradeció el cumplido, también por señas, y le dijo que era casada. El no le creyó. Caminaron juntos hasta el anochecer y se despidieron en la puerta del hotel. El hombre le dio una tarjeta que ella guardó en su cartera. Estas cosas sólo suceden en Paris, pensó divertida.

Cuando llegó a la habitación Jorge ya había llegado. Le preguntó si había cumplido con su encargo. Fue allí cuando se dio cuenta de que había perdido el papel. El reproche silencioso de él fue peor que si la hubiera insultado. En el mismo tono frío y distante del teléfono le dijo:

-No podemos salir esta noche. Vas a tener que pedir que te traigan algo a la habitación. Me surgió una cena de negocios que no puedo postergar.

Camila se preguntó qué hacía allí. Parecía ajena al lugar, a él, a todo. Recordó a su amigo francés y tomó una decisión. Una vez que Jorge salió y la despidió con un beso a las apuradas, se dio una ducha rápida, se puso un jean y un sweater holgado, se miró en el espejo, juntó sus cosas y bajó al vestíbulo. Sobre el piso quedó el vestido que él le había regalado en su último cumpleaños.

El conserje volvió a sonreírle como si estuviera al tanto de todo. Ella, en un mal francés, le mostró una tarjeta, le pidió que marcara ese número de teléfono y que le hiciera de intérprete.

A la media hora un hombre rubio, de rostro simpático la esperaba afuera. Salió, respiró profundo y pensó que la aventura que había imaginado recién empezaba. Estaba en Paris. ¿Qué más podía pedir?

El anillo

–Sonia, voy a hacerte un psicodiagnóstico, de manera que vayamos perfilando tu problema. Te voy a mostrar una serie de manchas y me tenés que describir qué ves. Lo primero que te venga a la mente. ¿De acuerdo?

–De acuerdo.

Nora le muestra la primera ficha a Sonia, ésta se queda mirándola un rato sin decir nada.

–Lo primero que te venga a la mente Sonia. Decíme qué ves.

–Un toro rojo sobre un campo verde.

La psicóloga queda sin reacción, su rostro lívido. La revelación es una sorpresa, sólo ella sabe que tiene que ver con su pasado.

–¿Qué pasa Nora? ¿Dije algo malo?

–No… este… no… es que… No puedo seguir por ahora. Disculpáme Sonia. Te veo la semana que viene.

–Pero, todavía no es la hora…

–No te preocupes, no voy a cobrarte la consulta. Volvé el jueves por favor.

Sonia salió muy preocupada del consultorio, pensó que su psicóloga estaba más loca que ella. Se preguntó qué tendría de raro haber visto colores en una mancha negra.

Llegó a su casa y no tuvo tiempo de pensar demasiado en lo ocurrido. Todo era un caos; los perros habían quedado encerrados adentro y a pesar de las recomendaciones de Alfredo, ella se había olvidado de sacarlos al jardín antes de salir. Los echó afuera a patadas descargando en ellos toda la ira contenida contra el energúmeno de su marido; no podría soportar otro de sus retos. Si no se olvidaba de comprar queso cuando comían pasta, se dejaba la tarjeta de crédito en el supermercado; no pagaba las facturas de gas, luz y teléfono a pesar de que él le daba el dinero y siempre se olvidaba dónde había dejado el auto. Pero no, no soportaría una queja más. El problema era más profundo y tenía que hacer un corte. Cuando terminó de dejar la casa en orden, se tiró en la cama y se quedó dormida.

Soñó que ella era una chiquita de diez años y que un chico rubio, de su misma edad, le hacía señas de que mirara a un toro rojo en un prado verde. El muchacho le decía que se acercara, que no había nada que temer, él estaba allí para protegerla. Confiada, se abrazó a él y le pidió que no se fuera, que no la dejara sola con el animal. Él la consolaba y le decía que no tuviera miedo, que ese toro era de papel –al menor viento se volaría– y no podía lastimarla. Juntos se acercaron y cuando puso su manito sobre el enorme lomo rojo comprobó que no era de carne y hueso. Cuando sus ojos se encontraron con los del toro vio en ellos a los de Alfredo. Asustada se despertó con el ruido de las llaves en la puerta.


Luego de que Sonia se fue, Nora se acercó al dispenser de agua del consultorio y se sirvió un vaso. Debía recuperarse de la impresión que le había causado la sesión con su nueva paciente. Hacía años que la buscaba y jamás se imaginó que la encontraría precisamente allí, en su consultorio. Durante toda la semana estuvo pensando cómo encarar el asunto con Sonia, hasta que recordó las palabras de su padre antes de morir: “es muy importante que conserves este sombrero, él te ayudará a encontrarla en Buenos Aires”.

El jueves siguiente Sonía llegó unos minutos antes a la consulta. No había nadie. Mientras aguardaba su turno vio colgado en el perchero un sombrero verde que tenía bordado en un costado un escudo con un toro rojo. ¡Otra vez esa imagen! Escuchó su nombre y entró al consultorio.

–Hola Sonia. ¿Cómo estás?

–Más o menos. Esta semana ocurrieron cosas muy extrañas.

–Contáme.

– ¿Te acordás cuando te dije que no podía quitarme mi anillo de casamiento y que no me decidía a ir a una joyería a que me lo cortaran? Bueno, el jueves, después de que salí de acá me fui a casa. Cuando llegué encontré todo patas para arriba… los perros… ya sabés… Terminé de limpiar y me quedé dormida; cuando me desperté me di cuenta de que el anillo no estaba en mi dedo. Lo busqué por toda la casa y no lo encontré; curiosamente me alegré. Mientras estaba dormida tuve un sueño donde aparecía un chico con la cara más linda que vi jamás y un toro rojo sobre un prado verde, el mismo que vi en las manchas. Recién, en la sala de espera vi un sombrero verde con…

–…un escudo de un toro rojo…

–Sí. ¿Cómo lo supiste?

–Continuá por favor.

– El chico ese, el de mi sueño, me recuerda a alguien. Sé que lo conozco de alguna parte. Sí, ya sé quién es… Hace yoga conmigo y es muy atractivo. Creo que le gusto y a mí me encanta él… Y también recuerdo que mi padre siempre usaba un sombrero como ese, como el que está colgado en la sala de espera... Mi madre murió en el parto, cuando me tuvo a mí, y me criaron unos tíos. El siempre venía a visitarme pero un día no volvió. Yo tendría cuatro años, creo. Mis tíos me dijeron que se había ido a España y cuando ya fui mayor me contaron que había vuelto a casarse y que tuvo otra hija. Luego supe que murió.

–¿Intentaste encontrar a tu hermana?

–Sí. Al principio, cuando me enteré de su muerte quise saber pero mis tíos desconocían completamente su paradero. Luego perdí las esperanzas.

–Bueno Sonia, terminó la sesión. Creo que estamos avanzando mucho. Te veo el próximo jueves.

Sonia salió de la consulta y se sintió bien, por primera vez en años. Aguardaba ansiosa su próxima clase de yoga.

Nora la despidió con un beso. Sonrió para sus adentros, sacó una foto del cajón del escritorio y se la quedó mirando

sábado, 16 de abril de 2011

Los nenes primero

En un domingo de mayo fresco y nublado, el padre duda si hacer un asado. Le gusta cuando hay sol, con los perros festejando el único día en que ellos también participan del rito y ligan un hueso. Pero el nene está en casa y le gustan tanto los asados, que decide hacerlo igual. Por el nene.

El nene duerme, pobrecito, trabaja y estudia toda la semana y ahora
descansa; no vayamos a importunarlo con una tarea que lo aparte de su música, de su computadora, o de su fútbol. A él no se le ocurre colaborar, para eso está el Viejo, a quien le encanta hacer el asado y que lo aplaudan cuando termina. La madre se ocupa de limpiar el polvo de la mesa y las sillas de afuera, poner los platos y preparar las ensaladas. Pobrecito el nene. Trabaja tanto y estudia tanto. Él es quien más necesita el descanso de los domingos, sobre todo después de una trasnochada con los amigos. Pobre nene, que sigue durmiendo mientras la Vieja, además, plancha su ropa, no sea cosa que no la tenga lista para salir a la tarde con los amigos. La de los demás no, porque es domingo y los domingos los hizo el Señor para descansar.

La nena se arregló con el novio y casi no para en casa. De a poco se fue llevando las cosas, claro, la facultad le queda muy lejos y está cansada de viajar en tren. Pobrecita la nena. Estudia tanto que no puede trabajar. Todavía no se fue del todo, primero fueron dos días, después tres, ahora casi cinco. Ayer dijo que venía pero no pudo. Hoy dijo que viene, pero a la tarde, después del asado, cuando el novio pueda traerla en auto. Pobrecita la nena, cómo se va a venir en tren un domingo que no es nada seguro, salvo cuando tenía veinte y salía de parranda con las amigas hasta el centro. Entonces no tenía miedo. Ahora sí y es lógico. Pobrecita la nena. Está creciendo y los miedos se le van metiendo adentro.

El Viejo trabaja todo el día en el centro, maneja un taxi. La crisis los dejó mal parados, pero ellos se esforzaron más para que los nenes tuvieran una buena educación. La vieja hizo de todo un poco: limpió casas, vendió tortas, puso una peluquería, que después trasladó a su casa porque los impuestos no le dejaban casi ganancia. Hoy los viejos están contentos. Los nenes son inteligentes, estudiosos, responsables y tienen un futuro. Los viejos a veces se desubican y les dan consejos para que sean más felices. Claro, ellos tienen la experiencia de los años y quieren hacerles un poco más fácil el camino. Pero los hijos no quieren que los viejos se metan. ¿Qué carajo te importa si desayuno pizza o empanadas? Grita el nene cuando la Vieja le dice que eso no es sano para su salud. Pobrecito el nene. Está nervioso. Hay que entender las presiones a las que están sometidos en estos tiempos difíciles. La nena llama y dice que viene a buscar plata y se va; está apurada, no puede quedarse. Por suerte está el nene. Después se va a jugar al fútbol y no puede levantar su plato, también está apurado. A veces la vieja le pide que lo haga. A veces. Pobrecito el nene. Es varón, eso es trabajo de mujeres.

La Vieja se queda sola terminando el postre en la mesa. Todos se van. Porque el Viejo hizo el asado, pobrecito el Viejo. Trabajó mucho hoy. Se tomó unos vinos y le dio sueño. La Vieja mira hacia arriba y se imagina que está en una playa y ve venir hacia ella un hombre descalzo caminando por la arena, y el hombre le regala una flor y se queda con ella y le acaricia el pelo.

Los ojos se le humedecen, no entiende qué le pasa. Aparta las lágrimas con una mano y con la otra acaricia al perro que la mira fijo. Se levanta y, mientras junta los platos, se pregunta a qué hora llegará la nena.