domingo, 15 de junio de 2008

Soneto a papá en el cielo

Hace tiempo te fuiste, y me dejaste
sin despedirte ni avisar que partirías;
eras mi guía, mi faro, mi estandarte,
mi horizonte, la luz del sol, mi guarida.

No necesitaba contarte de mis sueños,
con sólo mirarme los intuías;
y me alentabas con tu valor y empeño
a encontrar en mis tristezas, alegrías.

Entre tanto hermano yo era tu preferida,
y ellos creían lo mismo pero yo no lo sabía,
era tu presencia un pilar, todo lo contenía;

fuiste el mejor ejemplo, el amor, la vida.
Te extraño papá, no sabes cuánto daría
por abrazarte una vez más, hoy en tu día.

martes, 10 de junio de 2008

Ella siempre y nunca (de Celia para Vivi)

-Se cortó la luz pero no se dio cuenta y si se dio cuenta no le importó. El crepúsculo avanzaba en el horizonte, en un cielo escarlata donde el sol y la luna escenificaban su batalla diaria. Se veía un sol henchido, orgulloso, y una luna arrugada y grisácea; nada hacía anticipar su victoria pero iba a ganar, porque no hay enemigo pequeño y ella, como la luna, también lo sabía. Los árboles más cercanos parecían dibujados con pluma; sobre la colina que señalaba los límites, allá donde la vista se perdía, los árboles no eran más que siluetas rellenas de negro. Un pájaro rezagado cruzó el espacio como una saeta y la anciana siguió su vertiginoso vuelo hasta que el ave se perdió por los márgenes del ventanal. El panorama que ofrecen los ocasos es tan bello como el de los amaneceres, pensó y, al punto, la misma pregunta que siempre se hacía- “¿será por eso?”- amenazó con amargarle una nueva velada. Es difícil ser vieja –se dijo- pero aún lo es más haberlo sido siempre. Los viejos tienen todo el tiempo del mundo para pensar, eso es lo malo de la vejez, pero yo tengo todo el mundo del tiempo para gastarlo en pensamientos.
Miró el sol, cada vez más exultante en su redondez, cada vez más a punto de extinguirse y, acto seguido, llevó sus ojos a sus manos marchitas, rugosas y grises como la luna segura de su victoria. Pero no hay enemigo pequeño y entre el sol, la luna y sus manos un ejército de seres ganarían la batalla cotidiana y mañana ya no abrirían los ojos a la nueva luz.
Se levantó penosamente de su butaca y dio unos pasos con la torpeza de su eterna vejez y la elasticidad de su perpetua juventud. Se sintió más inútil que nunca, siendo nunca lo mismo que siempre, su única medida. Se vio a sí misma como una mísera perdedora y otra vez, en su reloj que sólo marca la misma hora, esa que oscila entre el nunca y el siempre en punto, se preguntó para qué existía ella si la Vida le hacía su trabajo, si los vivos morían sin permitirle a ella un resquicio de ayuda. Se mueren ellos solos –pensó- , nadie me ha necesitado nunca.
De pronto, el sol cayó y la luna se irguió, triunfante, sobre sus rescoldos.