viernes, 6 de agosto de 2010

Un bondi al gran amor (de Matías Ayerza)

Era la primera vez que Lorenzo iba a comer a la casa de sus suegros, un sexagenario matrimonio afín al golf de domingo en su ostentosa casa de country en Zona Norte.

Un frustrado beso al dueño de casa amenazó con arruinar instantáneamente la jornada protocolar, pero la novia logró corregir la maniobra y presentarlos adecuadamente: firmes las manos y caras de “no a la ley de medios”.

Antes de sentarse a comer, Lorenzo recorrió la casa impresionado por el aparente nivel adquisitivo de la familia de su novia. Lujosos muebles, moderno televisor y distinguidos retratos de antepasados con el ceño fruncido.

Sintió alivio al notar que los cubiertos de la mesa eran tres, y que no sufriría mayores inconvenientes a la hora de encarar el menú de la noche, un corte de carne acompañado de un gentilicio europeo y papas noisette.

–Contanos Lorenzo, ¿qué estás estudiando?– preguntó amablemente la suegra.

Aquellas palabras irrumpieron en el preciso momento en que Lorenzo procedía a la ingesta de su primer bocado, dando lugar a cinco desafortunados segundos de silencio.
El ruido de los dientes crujiendo ese pedazo de carne fue música para los oídos de los comensales.

–Tengo pensado meterme en administración el año que viene. Por ahora estoy de lleno en la heladería.

El suegro, cuyos pelos grises se mantenían aplastados y en posición de firmes, conservaba la mirada fija en el plato sin emitir comentarios. Su mujer, mientras tanto, movía la cabeza y alzaba las comisuras de los labios en un intento forzado de sonrisa.

Para evitar futuros cuestionamientos, Lorenzo optó por desviar la mirada y hacer el ingreso de su segundo bocado: esta vez, el pedazo de carne junto a una papa noisette.

La mesa continuó con debates de política antiperonista y recomendaciones para evadir a los limpiavidrios de la Capital Federal. Todo en un marco de respeto y con un Lorenzo esforzándose por caerles bien a los padres de su novia. Entretanto, el sonido de la televisión llegaba tímido desde la cocina: la empleada doméstica miraba compenetrada los gestos de la Enana Feudale en el programa de Tinelli.

La suegra, no conforme con la única declaración de Lorenzo, disparó nuevamente:

–Y vos, Lorenzo, ¿qué opinás del matrimonio gay?

Tragó saliva. Símil en volumen a aquella papa que segundos atrás había saboreado con placer. Y contestó esquivo:

–No tengo una postura formada. Es un tema complicado.

Acostumbrados a intelectualizar, la familia no dejó tema de la agenda por repasar. A Lorenzo se le hacía cada vez más complicado sortear los dardos tendenciosos de sus suegros. Le preocupaba. Pero también se sentía orgulloso por su capacidad de adaptarse a la situación.

El aroma del postre ya se hacía sentir desde la cocina. Y Lorenzo comenzaba a palpitar el final feliz de aquella odisea ceremonial.

Aunque todavía restaba el plato fuerte. Aquel que un ingenuo Lorenzo nunca se imaginó.

–Maradona. Qué drogadicto impresentable… –arrojó el suegro.

En ese preciso momento, al flamante invitado se le vinieron a la cabeza todas las imágenes juntas: su póster del 86, su camiseta firmada, su tatuaje en el hombro...

–Con el Diego no. –interrumpió, inconsciente.

A pesar de la mirada confundida de sus suegros y su novia, continuó:

–Con el Diego no te metas, ¡viejo del orto!

Se levantó y se fue corriendo, indignado, a tomarse el primer colectivo que pasara.

Días más tarde, reunido con sus amigos frente a la televisión, su piel sería la primera en erizarse: su ídolo entraba a la cancha para iniciar el camino hacia una nueva hazaña. Una más entre las tantas.

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