sábado, 7 de agosto de 2010

La casona (de Luis Orihuela)

Era el mediodía de aquel lunes cuando llegué a la vieja casona de Adrogué.
Ya estaba casi vacía. Solo faltaba cargar algunos muebles y unas plantas para terminar con más de cincuenta años de historia familiar. Mucha vida había transcurrido allí. Y demasiada muerte
Cuando abrí la puerta cancel el hall resplandecía. El sol entraba por la gran ventana de vidrios repartidos; tras ellos, la galería exhibía todo el verdor de las enredaderas.
Me acomodé en el sillón que adrede reservé para ese momento. Desde la niñez, había jugado en él todas mis fantasías y también fue refugio para miedos, retos y sermones. Era justo que dejáramos la casa el mismo día
La tibieza del sol acariciaba. El silencio omnipresente en la casa vacía me empañó el alma y la nostalgia entró vehementemente en mí.
Apoyé la cabeza en el alto respaldar y cerré los ojos.
Me sobresaltaron los fuertes golpes del llamador, ennegrecida garra de león que la casa conservaba con orgullo.
Me levanté y corrí al zaguán para abrir la puerta.
Pero no fueron mis dedos los que giraron el picaporte sino otros, arrugados, pálidos y delgados. Los de un anciano.
Entraron dos hombres y quedaron detenidos allí, como a la espera. Sin tiempo para mi desconcierto, intuí que sus miradas, dirigidas hacia algo detrás de mí, no me advertían.
Entonces giré y vi al anciano.
Era pequeño, enjuto y calvo y su mirar lavado tampoco parecía verme.
-Bienvenidos caballeros. Resta sólo cargar los perros pero tal como me solicitaron, los he encerrado en jaulas. Eso hará que puedan transportarlos sin riesgos.
Noté que el anciano vestía anticuadamente. También los mamelucos que llevaban los hombres eran antiguos.
-Si están de acuerdo señores, les pido me acompañen al segundo patio donde los he dejado.
Los hombres asintieron y se pusieron en movimiento. Con brutalidad, tomé conciencia de que ninguno podía percibirme porque al hacerlo literalmente traspasaron mi cuerpo como algo inmaterial e invisible.
Los tres salieron por la galería y los ruidos de sus pasos se apagaron
El silencio, nuevamente adueñado de la casa, creó en mí un miedo sin amarras que me empujó al hall. Casi por instinto busqué el amparo de mi sillón y cerré los ojos. Cuando los latidos descontrolados de mi corazón comenzaron a uniformarse por la tibieza del sol me propuse dormir.
Soñar un nuevo sueño que al cerrar esa secuencia oscura, seguramente convertiría todo aquello tan solo en una pesadilla de una tarde quieta.
Quizá, el único, definitivo y necesario modo de abandonar en aquella casa toda mi tristeza.

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