jueves, 12 de agosto de 2010

El picaflor

Estaba sentada en el living de la confortable cabaña, leyendo un buen libro, cuando aparecieron Juan y los chicos para invitarme a un paseo hasta Quila-Quina. Eran mis vacaciones y me había propuesto hacer lo que tuviera ganas, ya habría oportunidad de ir más adelante. Les dije que fueran ellos, y me acomodé un poco más en el sillón para seguir disfrutando de la lectura. Cuando la puerta se cerró, me dije: al fin sola.

Enfrente de mí, un amplio ventanal me mostraba una panorámica, en tres dimensiones, del bosque que rodeaba la cabaña que habíamos alquilado en los Altos del Sol, un lugar de ensueño en San Martín de los Andes.

Levanté por un momento los ojos del libro, atraída por el cuadro que me devolvía la ventana y la belleza de esa vegetación exuberante, con árboles de todos los tamaños y diferentes tonos de verde. No recuerdo cuánto tiempo pasó hasta que me encontré sumergida en esa vegetación y sentada sobre la rama de un arrayán. A mi lado una bandurria con porte algo altanero me miró y me preguntó:

“¿Sos nueva en el barrio?” Yo atiné a contestar un tímido “si” sin entender lo que me estaba pasando. “Me pareció, no te había visto antes. Yo me llamo Paco, encantado” y me tiró un beso con un pico largo y corvo que me hizo retroceder. “Vení que te llevo a conocer el lugar, seguíme”. Cuando lo vi levantar vuelo pensé que ese pájaro estaba loco. ¿Cómo iba yo a seguirlo? Sentí pánico pero Paco me dio un empujón y me encontré volando a su lado. “Dale, apurate que no tengo todo el día, ustedes los picaflores son medio histéricos, revolotean mucho las alas pero no avanzan demasiado. ¿Cómo te llamás? ¿Acaso Fifí? Y antes de que pudiera contestarle lanzó un grito estridente, una extraña carcajada que me hizo retroceder. Algo ofendida, me sorprendí escuchándome decir que mi nombre era Copeta -porque ese era el apodo de mi madre, no el mío-, y tratando de acelerar el vuelo para que no volviera a retarme, le pregunté: “¿adónde me llevas?”
“Ya verás”, me dijo y comenzó a planear sobre el bosque hasta llegar a una playa de un lago desconocido en donde bajamos a tomar agua. Cuando vi mi reflejo en el agua pegué un brinco y salté para atrás. La imagen que veía era la de un picaflor. No podía entender qué me estaba pasando. Paco me ignoró y emprendió nuevamente el vuelo y yo lo seguí algo aturdida. La vista desde arriba era impresionante, jamás había visto belleza semejante y por un rato volamos en silencio hasta que el paisaje cambió abruptamente y aparecimos en mi casa de la infancia, a casi 1.600 kilómetros de la cabaña. ¿Tanto habíamos recorrido volando? Todo pasaba tan rápido que no me daba tiempo a preguntarle a ese pajarraco insolente lo que estaba sucediendo.

Entramos a la casa por la chimenea y Paco me dijo: “escuchá en silencio, no hagas ningún ruido”. Nos quedamos los dos quietos en la chimenea. Había gente alrededor del hogar hablando en voz baja. Se escuchaban algunos sollozos y pude reconocer sonidos familiares. ¡Eran mis hermanos! No tardé en descubrir que estaban velando a alguien en otra habitación. Pero ¿a quién? Bajé un poco más por el hueco de la chimenea y por una hendija pude verme a mi llorando, abrazada a Florencia, una de mis hermanas. Recordé cada momento de aquel día en que murió mi madre. Decidí salir de ese oscuro lugar que me estaba asfixiando y dando la vuelta me posé frente a la ventana del living.
Todos los presentes me miraron y escuché a Lucía gritar: “miren, en la ventana, un picaflor. ¡Es ella, estoy segura de que es mamá!

Paco me miraba por primera vez con cierta ternura y se dio cuenta de que había entendido. Miré a mis hijos por última vez con la promesa que volvería a visitarlos. En silencio regresamos al bosque y yo volví a mi sillón, después de despedir a mi amigo.

“Antes de que te vayas quiero hacerte una pregunta”. “Bueno, dale che que estoy apurado, ya te dije” pero su tono era cariñoso esta vez. “¿Soy yo o mi madre quien vive en este picaflor?” “Son las dos, tu madre vive en vos y vos en ella y quiso regalarte este paseo porque te vio algo triste”.

Volví a mi realidad y a mi cuerpo cuando mi familia entraba a la cabaña, con muchas ganas de tomar un rico té.

Desde aquellas vacaciones, cada verano aparece un picaflor en el jardín de mi casa. Mis hermanos me cuentan que a ellos también los visita de tanto en tanto.

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