miércoles, 11 de agosto de 2010

La liberación de la tortuga

La vida me ha dado todo y yo no sé aprovecharlo. No avanzo; todo lo aprendido se esfuma en una cortina de niebla que me impide ver. Un miedo ancestral me repliega una vez más dentro de un caparazón oscuro y seguro. Me digo que no debo ser tan tonta. Lloro y me compadezco, por no entender el mundo que gira a mi alrededor. Soy yo la que giro, como una veleta entre personajes siniestros, monstruos de tres cabezas, pájaros de alas cortadas, serpientes y culebras. No logro ver más que peligros desafiándome. Mi ingenuidad no tiene límites. El mundo es inocente hasta que me demuestre lo contrario. Quisiera poder salir y vivir de otra manera, confiar y no temer. Quisiera desafiar mis propios límites de tortuga y poder disfrutar de las maravillas que intuyo hay afuera, de atreverme y que no me importen la mirada esquiva, la indiferencia, la burla o la ironía.

Encerrada en mi caparazón asomo tímidamente mi cabeza y veo en la playa tres niños que parecen venir hacia mí; visten túnicas largas y sostienen en sus manos una vasija. Se acercan a una niña que sentada en la orilla parece observarme pero sus ojos tristes miran más allá de mi pequeño caparazón. Cubre su cabeza un sombrero bonito, cubierto de flores artificiales; un adorno prefabricado que lleva con recelo, como obligada a ponérselo para cumplir un rito ajeno.

Los niños la rodean y extraen algo de sus vasijas. Uno le entrega una flor blanca, otro una flor roja y otro una flor amarilla; esta vez son naturales. La niña las coloca en su sombrero, se levanta y comienza a danzar a mi alrededor. Su semblante se transfigura y sus ojos se encienden con una luz nueva. Me levanta y me obliga a danzar con ella. Los niños se suman a la danza y corremos todos por la playa. Comienzo poco a poco a salir de mi caparazón y me uno a sus festejos. Siento una alegría única y desconocida. La niña a cada paso va desarmando su sombrero y tira sus despojos al mar, hasta quedarse sólo con las tres flores.

Las risas cesan repentinamente, no entiendo qué sucede hasta que veo tres soldados con cascos verdes y enormes ametralladoras que nos frenan el paso. Tiemblo de miedo y me repliego a mi segura guarida. La niña, sin perder su sonrisa, toma las flores de su cabeza y entrega una a cada soldado. Estos dudan un segundo, las arrojan al mar y lanzando una carcajada grosera, siguen su camino.

Salgo de mi guarida y los cinco, tomados de las manos, seguimos con nuestra danza sin mirar atrás donde quedó mi caparazón meciéndose entre las olas.

No hay comentarios: