jueves, 30 de septiembre de 2010

SÓLO DE UNA (de Fénix)

No tenía mucho tiempo para contar su historia, pero quería contarla y debía hacerlo antes de que acabara la primavera. Es que al llegar el verano sus flores ya no se verían a la orilla del camino. Porque siempre estuvo él a la vera del camino que une al pueblo con la ruta provincial. Estuvo y estaría, aunque... sólo hasta la llegada del próximo verano.
Él no vendía sus flores, como lo hacían Tomás, en la plaza, frente a la iglesia de Nuestra Señora del Socorro; Adela, caminando de arriba a abajo la calle comercial; y Nito, instalado cómodamente en su puesto de la feria municipal. No, él no vendía sus flores... las regalaba, y lo hacía a la entrada del pueblo, junto al camino de tierra que mostraba una huella que iba y otra huella que venía.
Roso -así comenzó a llamarlo la gente- siempre estaba en su sitio sin que le importara si el sol abrasador resquebrajaba la tierra, o que una lluvia tenaz la convirtiera en un barrial. Él sabía que en cualquier momento alguien podía necesitar sus flores, y allí estaba firme para regalárselas con alegría, aunque siempre de a una, de manera que alcanzaran para repartirlas entre quienes no podían comprárselas a Tomás, Adela, o Nito.
Muchas veces algún novio de bolsillos flacos se llegó hasta donde estaba Roso para hacerse de una rosa que llevarle a su amada. Otras, algún chiquilín ilusionado pudo homenajear a su madre en un cumpleaños, con una flor gratis gracias a Roso. Y hasta la abuela Edelmira de tanto en tanto se acercaba a pedirle una rosa para adornar su humilde ranchito: “hoy, mi nieta viene a visitarme”.
Nadie sabía cómo ni por qué, pero las flores de Roso parecían nunca acabarse, pues mágicamente, a cada rosa regalada, una nueva florecía, y todos en el pueblo sabían cuál era el destino de las rosas, por eso jamás le pidieron más de una. Y si dije mágicamente, es porque las rosas de ese amigo de la gente parecían mágicas, pues quien podía pagar por flores, no conseguía una rosa de Roso que le durara más de unos pocos minutos. Se marchitaba en sus manos casi de inmediato. Las flores eran para quienes no pudieran comprarlas en lo de Tomás, Adela o Nito, y como dije, todos lo sabían en el pueblo.
Roso llevaba allí muchos años, y no tenía, digamos... facilidad de palabra, sin embargo a su modo me contó la historia, pidiéndome que la transmitiera a todo el que quisiera escucharla, en ese momento, cuando faltaba poco para que sus flores gratuitas desaparecieran de la orilla del camino de tierra.
¿Un hombre?... ¡No!... Roso no era un hombre, sino un rosal silvestre; perruno; que nació en aquel sitio espontáneamente como origen de todas las variedades cultivadas. Sus rosas no eran grandes, extendidas y de color uniforme, o con varios matices de púrpura o rojo fuerte, como las del Rosal Castellano; ni muy fragantes, de color pálido y pétalos apretados, como las del Rosal de Alejandría; ni de color encarnado pálido, muy dobles, orbiculares, olorosas, dispuestas en grupos apretados y sostenidas por pedúnculos erizados de pelos rojizos, como las del Rosal de Cien Hojas; nada de eso, sus rosas eran pequeñas, de tono apagado y de tallos cortos, con ningún valor comercial, pero dicen en el pueblo... dicen en el pueblo... que eran allí las más codiciadas, pues además de humilde, para que le durara y mucho tiempo una rosa de Roso, debía ser la regalada una buena persona...
Roso me ha dicho que al ver que crecía en un lugar solitario, se deprimió pensando en lo que sería para él un destino triste y sin sentido, y así fue hasta que un niño que acertó a pasar a su lado, tomó la única rosa que Roso había dado esa primavera, para llevársela a la maestra en su día. “Gracias, plantita -dijo el chico esa vez mientras los ojos le brillan- no tenía con qué comprarle un regalo a mi señorita Laura, y yo estaba muy triste”.
Cuenta Roso que al ver la alegría del niño, quiso regalarle otra flor, y sin que se diese cuenta al ser su deseo tan fuerte, una nueva rosa le brotó de inmediato. El niño le preguntó entonces si podía tomarla para obsequiársela a su madre, y Roso movió ligeramente la rama en la que estaba la rosa, en señal de aprobación. Sorprendentemente, cuando el muchachito se alejó feliz y casi corriendo, otra rosa suplantó a la segunda. Fue entonces cuando el rosal comprendió que aún allí, en ese lugar tan solitario a la entrada del pueblo, junto a un camino de tierra que mostraba una huella que iba y otra huella que venía, aún allí, entre malezas, barro y pedregullo, podía ser útil. Y entonces dio tres flores, y cuando se corrió la voz de lo que ocurría con ellas, la gente del pueblo comenzó a visitarlo y a pedirle rosas, que eran repuestas por brotes nuevos cada vez que alguien tomaba una.
Y aquel sitio se convirtió para Roso en su lugar en el mundo, fue feliz con la gente e hizo feliz a la gente durante muchos años, allí, junto al camino de tierra que mostraba una huella que iba y otra huella que venía.
Sin embargo, pronto no habría flores gratis para los humildes de El Cortijo -así se llama el pueblo- pues el progreso había llegado al fin a la zona, y el viejo camino de tierra ya no sería un problema los días de lluvia, empantanando carros, automóviles y camiones; ni se convertiría en un obstáculo los días de seca, golpeando la “panza” de los autos con el montículo que se forma entre sus huellas profundas. El viejo camino de tierra, amigo entrañable de Roso, sería asfaltado durante el próximo verano, y para desgracia del rosal, ensanchado... Sus días pues estaban contados, y por eso el apuro de mi amigo en que se conociera su historia.
Yo soy... un zorzal, y en mi canto cuento y conté a cada viajero la historia de Roso, sus rosas, su camino amigo, los humildes del pueblo, y lo insensible que en ocasiones puede ser el progreso, y he de decirles que de esta historia han transcurrido ya tres años, y que no sé cómo ocurrió, pero inexplicablemente para mí, el camino que construyeron tiene algo que según escuché, llaman, La Chicana del Rosal, y no lo podrán creer ustedes, pero Roso tuvo la grandísima suerte de que el ingeniero que diseñó el camino, la hiciera justo justo en el lugar donde él había crecido espontáneamente, de manera que el asfaltada y moderno camino hacia El Cortijo, parece esquivarlo.
Faltan un par de cosas más en este historia, y son estas: durante la obra hubo cierto revuelo en el pueblo, pero no entendí por qué, como tampoco entiendo por qué, siendo el ingeniero un hombre que puede pagar por las flores, es el único de tal condición al que Roso le permite llevarse sus rosas, que además ahora son mucho más grandes y coloridas. ¡Eso sí!... De a una. Sólo de a una...

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