viernes, 1 de octubre de 2010

DE BURROS Y BUEYES (de Celia)

-Todos los días, al doblar por la esquina de mi calle y comenzar a recorrer la Avenida, me asalta el mismo pensamiento. Que son dos pensamientos: una imagen y un dato. La imagen no puede ser más prosaica en su simpleza descriptiva: un burro haciendo girar una noria. El dato emerge desde mis tiempos de estudiante y es algo más sofisticado. Bustrófedon. Bueyes arando: un surco de izquierda a derecha; otro surco de derecha a izquierda. Metafóricamente, los viejos griegos designaron con este término una forma de escritura en renglones alternativamente inversos. Yo no pienso en griegos ni en escrituras al encarar la Avenida. Yo pienso en burros y en bueyes.
Con bufanda y abrigo, de entretiempo o en manga corta, día tras día salgo de casa a las ocho en punto de la mañana. A las ocho y tres minutos doblo por la esquina de mi calle y aboco la Avenida cuyo recorrido culminaré a las ocho y veinte cuando cruce hacia la calle Marqués de la Ensenada y tuerza en dirección a la Plaza Mayor. A las ocho treinta, tras los saludos de rigor y la inexcusable mención meteorológica, ya estoy sentada a mi mesa con la cabeza puesta en un futuro que abarca siete horas. Porque siete horas después araré el siguiente surco. La vuelta a casa.
Bueyes y burros. Burros y bueyes. Verme siempre asaltada por el mismo pensamiento es una redundancia. Pura mímesis. Un plagio que mi mente hace de mis actos. Son las ocho menos dos minutos y me estoy poniendo el impermeable. Hoy llueve.
A las ocho y tres mi pie derecho pisa la primera baldosa inestable de la Avenida. El primer salpicón. La Cafetería Jazz, donde cualquier música es posible menos la que la bautiza, está abriendo sus puertas y me extraña. Ya debería estar abierta desde hace una hora. Supongo que al propietario se le han pegado las sábanas o ha tenido que ir a alguna parte. A hacerse un análisis de sangre, por ejemplo. Unos metros más adelante también está subiendo la persiana el dueño del bar La Parra. Demasiada coincidencia; demasiado colesterol…
No me gusta que las rutinas se quiebren. Me desconcierta. Si soy burro, si soy buey, lo tengo asumido con todas las consecuencias. No me quejo, lo mío no pasa de ser un íntimo pensamiento-protesta que carece de aspiraciones. A mi edad bien sé que no podemos controlar las cosas que importan.
No ver a la misma gente con la que a diario me cruzo en mi camino también me desconcierta. Y es entonces cuando me doy cuenta de mi error. Soy yo la que he quebrado las rutinas. Soy yo la que he anticipado el día. Son las siete y siete minutos cuando me percato.
La Avenida parece otra. Las gentes que ya deberían atravesarla aún no están y las que están son otras gentes. Los negocios que ya deberían estar abiertos estiran sus últimos minutos de descanso y las luces de las farolas emiten una luz rosácea que anima la húmeda neblina: goterones que semejan pequeños pasteles de fresa estrellados contra un muro de nácar.
Cruzo hacia la calle Marqués de la Ensenada preguntándome qué voy a hacer con esta hora que me sobra y es justo entonces cuando compruebo, asombrada, que ese no es el único trayecto posible. La calle Marqués de la Ensenada, recta y sin bifurcaciones hasta su desembocadura en la Plaza Mayor, es diferente a estas horas. Quizá las calles varíen según la hora porque a la izquierda, donde todas las mañanas a las ocho y veintitrés contemplo de pasada el escaparate de la librería El Juglar, veo ahora, a las siete y veintitrés, una bocacalle que mis ojos nunca habían registrado. La librería ha desaparecido y su hueco es una calle sin nombre. Una calle que piso por primera vez.
De repente ha escampado; la palidez ambiental se ha visto sustituida por un sol resplandeciente. Un sol impropio. Un sol como el sol de un mediodía veraniego. Pero quizá la estridente claridad que me obliga a entrecerrar los ojos no provenga de las alturas sino de algún artificio luminotécnico. Tengo la sensación de formar parte de un escenario, de un decorado refulgente en el que cualquier argumento pudiera representarse.
No estoy sola. La calle sin nombre, cuyo final no alcanzo a distinguir, es peatonal. Grupos de transeúntes conversan formando corrillos. No parecen advertir mi presencia. Mejor así. Mi atuendo otoñal contrasta con la liviandad de sus ropas. Hace calor y me quito el impermeable. En condiciones normales –éstas deben de ser extraordinarias- sentiría miedo y me daría la vuelta de inmediato…Regresar a lo conocido, a la lluvia, a la calle Marqués de la Ensenada con todos sus puntos perfectamente reconocibles, apacibles, estables… Sí, deben de ser absurdamente excepcionales porque mi proverbial cobardía se ha esfumado con la niebla y me siento audaz, despreocupada, dispuesta a avanzar hasta el final, lleve a donde lleve.
A ambos lados coexisten toda clase de comercios: fruterías, cerámicas, telas, comestibles, lámparas, papelerías…Todos tienen en común el color, el vivísimo contraste de tonalidades casi hiriente, casi procaz, que posee el insólito efecto de arrebatarme algo íntimo. Me siento como si unas manos invisibles tironeasen de mis adentros. Es en estos instantes cuando me detengo y reparo en el silencio. Decimos silencio y, no obstante, no designamos un absoluto. Hay silencios formados de trinos de aves, susurros de viento, repiqueteo de hojas secas, batir de olas… Llamamos silencio al sonido ambiental que encuadra nuestra soledad pero no llamamos silencio al silencio porque no conocemos la nada. Y este silencio es la nada. La gente que conversa en los corrillos, las pisadas de los transeúntes, los comerciantes que arreglan sus mercancías expuestas en plena calle no emiten ningún sonido o, al menos, no soy capaz de escucharlo.
Ahora comienzo a tener miedo. Ahora que, cada vez con mayor intensidad, las manos invisibles hurgan en una parte de mí hasta hoy desconocida. Por primera vez soy consciente de que hay algo en mí que excede lo físico.
No estoy dispuesta a ser víctima de un expolio semejante. Ignoro qué pretenden arrebatarme, sólo sé que me siento fatigada y que si continúo parada mis fuerzas flaquearán y la calle y su insondable final irá succionándome. Porque –acaso haya sido así desde el principio- la calle se vuelve confortable y descendente y mis piernas imploran comodidad. Me vuelvo y, por el contrario, la calle es empinada y abrupta. El regreso se anuncia demoledor.
Un anciano que acomoda tomates rojos y jugosos en una cesta me mira desde su tenderete. Me sonríe y con su dedo pulgar, como si de un autoestopista se tratase, me indica que prosiga calle adelante. Es una invitación. Es una oferta irresistible pero las manos invisibles se hacen sentir con más brío. Debo darme la vuelta. A pesar de la fatiga. A pesar de la pendiente. Debo ascender, debo salir de este lugar donde todo brilla, donde todo es color, donde la luminiscencia alcanza su justo nombre y sus más altas cotas.
Debo escapar de la luz.
Jadeante, doblada sobre mí misma, llego a la calle Marqués de la Ensenada. “¿Se encuentra bien?” - me pregunta un peatón, y el sonido de su voz y el tacto de su mano sobre mi hombro me llenan de una alegría como jamás había sentido. Estoy frente al escaparate de la librería El Juglar. Hace frío. Llueve. La niebla se ha cerrado más y, sin embargo, aquí hay un hombre que me mira y habla. Aquí hay sonidos, imprecaciones, frenazos, el llanto de un niño que detesta los madrugones…
Todo es imperfecto. Nada es definido. Y yo me siento íntegra.
Burro o buey. Encantada de serlo.

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