miércoles, 19 de enero de 2011

La estrategia de las puertas (de Celia Castro, España)

-Con la galantería de un bailarín que con un gesto delicado la invitase a bailar un vals, hoy la puerta se había abierto. El exterior no era como lo imaginaba aunque tampoco podría precisar qué hubiese esperado encontrar tras aquella puerta comida por el orín de años de humedades y desidias. Esa puerta había representado un enigma durante su encierro. Como un fallo en un decorado teatral, la pesada puerta metálica contrastaba con el interior de una habitación amueblada con gusto, ajena a detalles lujosos pero confortable y cálida, casi tanto como el sol que ahora sentía en su piel por primera vez en tres semanas y que la obligaba a bajar la vista, acostumbrada a la luz artificial y a la ausencia de ventanas y paisajes.
Nunca había perdido la noción del tiempo. Del traslado no recordaba nada: una tarde, como todas las tardes, ultimaba su trabajo en la Facultad cuando, sin ruidos ni avisos previos que la alertaran, sintió una presión sobre su rostro y un olor dulzón invadió su consciencia anulándola al instante. Su siguiente recuerdo se difumina entre un pesado sopor y la primera visión de la habitación y de la puerta herrumbrosa que ahora acababa de traspasar. Hoy la puerta, simplemente, se había abierto sola. Como activada por un dispositivo a distancia y contrariando al óxido acumulado en sus goznes, la puerta fue abriéndose con delicado silencio, como una invitación gentil y explícita, y ella tuvo más miedo que cuando se supo encerrada, mucho más miedo del que había tenido durante aquellas tres semanas, tanto que pasó más de una hora hasta que se decidió a traspasarla, caminar por un pequeño corredor, subir un tramo de escaleras y encontrarse con el exterior insospechado de una céntrica y conocida calle de su cuidad.
¡Cuánto tiempo para pensar! Ni una voz, ni una mirada la habían acompañado durante todo aquel tiempo. Tres veces al día, con la misma suavidad con que hoy se había abierto la puerta, una lámina metálica aplicada en una pared se abría suministrándole alimento y bebidas suficientes y aun de sobra. Los platos, exquisitos y bien presentados, parecían elaborados por un cocinero prestigioso y los productos de aseo e higiene que encontró en el pequeño baño anexo a la habitación también eran de calidad superior. Incluso un pequeño botiquín con toda clase de remedios y un armario surtido de ropas de su talla y estilo encontró en su encierro.
Los primeros días, quizá contagiada por literaturas fantásticas y complejas tramas pseudohistóricas, pensó que la habían secuestrado por algo relacionado con su especialidad académica y casi esperaba que en cualquier momento se abriese la portezuela y, en lugar de las viandas, apareciese un documento extraño para su análisis y traducción. Ni un solo día de aquellas tres semanas se cumplieron estos pronósticos que se hacía por no encontrar otra explicación a su secuestro. Simplemente estaba ahí, retenida quien sabe por quién o quiénes, aislada, oculta.
La segunda pregunta que con más recurrencia se hacía era si la estarían buscando y qué excusa habrían dado sus secuestradores para explicar su ausencia. Pasados los días ya no se preguntaba nada; procuraba mantener su atención en cualquier cosa: los motivos florales pintados en el biombo, la reproducción de tres famosos cuadros renacentistas que colgaban sobre la cama, las filigranas de una araña de cristal…
Por si acaso la mataban, posibilidad que unos días le parecía cierta y otros una loca conjetura, se ocupaba siempre de estar arreglada, bien vestida, peinada y ligeramente maquillada, como si fuese a salir de casa para acudir al trabajo o a una amigable comida. No podía soportar la idea de morir desaliñada y, menos aún, descalza. Por eso, sólo durante las noches cuando su cuerpo y su reloj, del que nunca la habían desposeído, le marcaban la hora de dormir se descalzaba para acostarse. Durante el día jamás usó ni un solo par de las confortables pantuflas que había en el armario. Sólo zapatos, altos, mejor cuanto más sofisticados, y con ellos puestos pasaba las tres cuartas partes de la jornada.
Cuando hoy la puerta se abrió ella, como siempre, estaba preparada para morir pero no para lo incógnito. Durante la hora larga en que la puerta abierta la tentaba a salir comprendió que era mucho peor lo desconocido que esa muerte que se había habituado a aguardar; comprendió también que es precisamente esa constante espera lo que la despoja de temores, lo que convierte a la muerte en una vieja conocida. El miedo era lo que había más allá de esa puerta herrumbrosa, no lo que dejaba tras ella.
Le temblaban las piernas mientras sus pies pisaban los adoquines de la calle céntrica y conocida de su ciudad. Caminó tres pasos y se contempló en el escaparate de una confitería. ¿Cómo era posible que hoy hubiese elegido esa blusa que tan mal combinaba con su traje? ¿Y cómo era posible que todo el exterior se le antojase tan hostil y amedrentador? La gente que pasaba a su lado, los coches que se desplazaban por la calzada, el sol que la obligaba a bajar la vista, todo le parecía vulgar, maloliente, ruidoso, caótico.
Se acordó de su cálida habitación y de la blusa que hoy debería haberse puesto. Se dio la vuelta, bajó las escaleras, atravesó deprisa el corredor y con alivio descubrió la puerta, su puerta, abierta de par en par. Entró como una exhalación y cerró la puerta tras de sí, quedándose unos instantes con su cuerpo pegado a ella, como queriendo reforzar el cierre. Poco a poco fue separándose y, con asombro, se dio cuenta de que la puerta, su puerta, ya no presentaba un aspecto astroso ni oxidado sino que estaba exquisitamente lacada y reluciente. La acarició antes de girar la cabeza y encontrarse con que su habitación, su biombo, su armario, su cama, habían desaparecido y en su lugar no había más que una estancia desnuda de muros agrietados y rezumantes de humedad, condecorados de moho y manchas indefinibles. Y gritó, gritó, gritó frente a la puerta reluciente, lacada, perfecta… y herméticamente cerrada.

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