sábado, 12 de julio de 2008

Los hermanos Nilsen

(versión libre de La Intrusa, de Jorge Luis Borges)

Corría el año mil ochocientos noventa y tantos. Los primeros fríos del retrasado invierno se hacían sentir hasta en los huesos, como si quisieran recuperar en intensidad el casi mes y medio perdido. Ese día las tranquilas calles de Turdera, semivacías, evocaban con cierta nostalgia épocas pasadas.

Yo me encontraba en la taberna del Mudo, para no perder la costumbre de los sábados a la tarde en que, luego de jugar una partida con los amigos, me sentaba ante una de las mesas que daban a la plaza, para ver pasar a la Juliana, camino a la Iglesia.

¡La muy zorra! Como si una confesión semanal la librara de su culpa. ¿Quién entiende a las mujeres? Pero, ¡qué linda era! Con esos ojos tan negros que contrastaban con su piel suave y blanca; aunque yo jamás había podido tocarla. Cada vez que imaginaba a los hermanos Nilsen hacerlo juraba que algún día los mataría. Yo la quería bien y hubiera podido ofrecerle un hogar seguro, si alguna vez me hubiera decidido a ofrecerle matrimonio; siempre que me proponía abordarla, surgía como un rayo, la imagen de Cristián y Eduardo Nilsen, y todo mi amor se convertía en odio.

Esa tarde la Juliana no había pasado. Esperé aproximadamente una hora más y, preocupado, me encaminé presuroso a lo de los hermanos. Anochecía y pude esconderme entre la maleza sin ser visto. La casa estaba a oscuras y no se oía ningún ruido, pero algo me decía que había gente adentro. Como un ladrón al acecho, empuñé el picaporte de la puerta trasera, que estaba sin asegurar y entré. Un gato cruzó por delante de mí y, maullando en la oscuridad, se escabulló por la puerta que yo había dejado abierta. Sigilosamente, y tratando de no hacer ruido, di con el dormitorio de ella.

La luz de la luna se reflejaba en la ventana, iluminando parte de la habitación. Había algo allí, una especie de atracción, que me impulsaba a entrar. Mi corazón latía a velocidad vertiginosa. Cuando ya no pude soportar esa opresión, y quise convencerme de lo absurdo de mi presencia allí, me di vuelta para salir. Entonces mi pie tropezó con un bulto. Mi corazón dio un vuelco al comprobar que se trataba del cuerpo de una mujer; al instante comprendí que era la Juliana.
¡Tanto tiempo había esperado estar a solas con ella! Y, una vez más, el destino sepultaba, con un cuchillo, todas mis vanas ilusiones. Lloré sobre el cuerpo inerte, en un tardío intento de expresarle mi cobarde y ya estéril amor; hasta que la realidad me recordó dónde y en qué difícil situación me encontraba. Ella había sido asesinada y yo ya no podía salvarla.

Aparentemente, no había nadie más en la casa y, antes de que me descubrieran, -con el corazón destrozado y jurando vengar su muerte- huí como si me persiguiera el mismo diablo. El gato aulló una vez más en un tono que me sonó a burla.

La noticia se generalizó muy pronto. Yo me uní a los chismosos para no despertar sospechas, acusando sorpresa ante lo sucedido. Los hermanos Nilsen fueron detenidos para declarar y, dado que el cuerpo había sido encontrado en el pantano –nadie había mencionado un cuchillo-, al cabo de tres días la Policía los dejó en libertad por falta de pruebas. La Juliana no tenía parientes en el pueblo y, como no era nadie, al poco tiempo el caso se cerró y el hecho pasó al olvido. Pero no para mi que, desde su muerte, no había tenido un solo momento de paz.

Seguí frecuentando la taberna del Mudo, cosa de pasar desapercibido, ya que no quería correr el riesgo de que me asociaran con aquel episodio. Últimamente, me había entregado a la bebida como único refugio de mis penas, aunque sólo conseguía acrecentar mi amargura y, por ende, mis ansias de venganza. Había planeado cuidadosamente la muerte de Cristián Nilsen quien, estaba seguro, era el único culpable. Pero antes el hombre tendría que confesarme su traición.
Una noche clara de octubre esperé en el Reñidero a que la paisanada se retirara del lugar. Cristián solía ser el último en irse. Cuando los dos quedamos solos le dije, como al pasar:

-Se la extraña a la doña. ¿No?

El hombre me clavó la mirada, sorprendido- -¿Supongo que se referirá a la Juliana?

-¿Y a quién iba a ser si no?

-Si, claro. Pero yo no soy de esos pollerudos que andan lagrimeando por ahí porque les falta china. La vida continúa y mañana debo madrugar, así que si me disculpa...

-¡Usted no va a ninguna parte! -le dije- y, tomándolo de la solapa, le mostré el filo de mi cuchillo.

-¡Antes me tiene que aclarar algunas dudas!

-Pero, ¿quién es usted y qué es lo que tengo que aclararle?

-Yo soy Juan Somoza y me va a decir la verdad, toda la verdad, desde el principio.

-No sé a qué se refiere –dijo-, pero supe que había entendido.

Y así fue que me enteré de la historia. El mayor de los Nilsen había intentado resistirse, pero el arma y mi decidida expresión terminaron por someterlo. Una vez que empezó a hablar parecía que estaba frente al confesionario. Me contó el modo en que ella lo había embrujado, primero a él y luego a su hermano Eduardo, enemistándolos y convirtiendo sus vidas en un infierno. El intento de ambos de venderla a un prostíbulo de Morón para que los dejara en paz, el posterior rescate y su vuelta para llenar el vacío que su ausencia había dejado en la casa que, sin ella, parecía una tumba, con su espíritu deambulando por cada rincón. Y, por último, el modo en que la había matado, a espaldas de su hermano. Me costaba creer que el hombre que hablaba entrecortadamente y en sollozos, fuese Cristián Nilsen. Yo me había hecho otra idea de ese recio varón, prototipo del orillero de la época.

Y, hecho curioso, su confesión no despertó mi más mínima compasión; por el contrario, un profundo desprecio se apoderó de mí y me abalancé sobre el miserable.
Comenzó la lucha y le asesté un fuerte golpe, desplomándolo inconsciente en el suelo. Faltándome el valor para matarlo, lo dejé allí tendido y me fui. Bastante castigo tenía ya con el peso de sus remordimientos y no era precisamente yo quien debía salvarlo, enviándolo al otro mundo.

Al cabo de una semana lo encontraron muerto en su casa. Nunca se supo la causa. Algunos dijeron que se había suicidado. Fui al velorio a presentarle mis condolencias al infortunado Eduardo, siempre hombre de ley. Por alguna extraña razón, nunca le había guardado rencor al menor de los Nilsen.

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