miércoles, 29 de octubre de 2008

Niño Índigo

Sucedió en mi pueblo, un día del más frío invierno que recuerdo. Fue durante el festejo de mi cumpleaños número diez. La abuela Inga me hizo una gran torta de manzana y nuez. Mi madre calentaba el chocolate cuando el cielo se puso rojo y una rara penumbra adelantó la noche. El asombro primero y lo inverosímil después: un encuentro de dos mundos, que sólo yo experimenté. Para mi familia fue un capricho más de la naturaleza, un suceso de los tantos que suceden en el campo.

Salí afuera y vi al cielo unirse con la tierra. Aunque era de noche, pude ver el sol sin encandilarme; por sus rayos él se deslizó como en un tobogán de luz. Un niño igual a mí vestido de blanco entró en mi cuerpo y una voz interior susurró: “Vengo de Saturno para decirte que tu hora ha llegado. Estás listo para informarnos sobre la conducta de los habitantes del planeta azul”.

Desde entonces, cada noche viajo hasta Antares, mi estrella; ella me nutre de la energía que necesito para cumplir mi misión en este denso y extraño mundo, donde los hombres se niegan a entender. Quisiera poder quedarme allí.

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