sábado, 3 de mayo de 2008

El retrato

Ya no podré borrar de mi recuerdo aquel verano en Junín. Corría el mes de enero, eran mis vacaciones y no tenía demasiadas perspectivas de ir a ninguna parte hasta que surgió una invitación que marcó mi vida para siempre. Las cabalgatas a la luz de la luna, la gama de grises en el cielo de tormenta, el color verde intenso del pasto recién cortado, las caminatas alrededor de la laguna, el silencio del campo, siguen vivos en mí como si no hubieran pasado los años.

La invitación fue inusual. Damasia Domínguez no era mi amiga, pero nuestros padres sí y me habían convencido de que pasara ese mes en Junín. Como no tenía otra opción mejor acepté desganada, con esa displicencia típica de los dieciséis años.

Bastaron unos pocos días para que me diera cuenta de que no tenía nada que hacer en ese pueblo y que jamás podría considerar a Damasia mi amiga. Su diversión mayor era ir a la pileta del Club Social a tomar sol y escuchar Radio Sarandi, siempre a la misma hora, ya que su novio Daniel (que estudiaba en La Plata) hacía lo mismo. Era la única manera que podían mantenerse conectados. Ella anotaba prolijamente en una libretita los temas musicales que pasaban en la radio y él hacía lo mismo. A la tarde, la mayor diversión consistía en visitar a sus amigas o ir a la confitería del pueblo a tomar una gaseosa con lenguas de gato y ver pasar a la gente dar la vuelta al perro. En aquellos momentos recuerdo que extrañaba como nunca a mi familia, a mi casa.

Llegó un momento en que me resigné porque sabía que no podía volver –mis padres se habían ido de viaje- y decidí disfrutar como pudiera. Y como suele suceder en esos casos en que uno acepta el destino y se entrega, cuando menos lo esperaba se produjo el mágico encuentro. Nos lo cruzamos un día cuando caminábamos por el pueblo en esas calurosas y aburridas tardes. El paró la camioneta para saludar a mi amiga y el flechazo fue mutuo. Esa misma tarde nos invitó a tomar el té a su casa. Damasia se negó, quería ir a la pileta a encontrarse por la radio con Daniel. Yo me empeciné en ir y partí con sus padres, sin sentir el menor atisbo de culpa por dejar a mi “amiga”.

En cuanto llegué lo vi, él vino a mi encuentro y me llevó al jardín a mostrarme la laguna. Los demás parecieron desaparecer del entorno. Sólo existíamos él y yo. Me invitó a andar a caballo y nos fuimos solos. El mundo se había detenido y tenía otros colores, otros aromas, otros paisajes. Nada ya sería igual. Lo único que me importaba eran esos ojos atravesando mi cuerpo y mi alma. Volvimos antes del anochecer; el auto de los Domínguez estaba con el motor encendido, en la tranquera, esperándome. Bajé del caballo y corrí hacia el auto, con las mejillas rosadas y el corazón latiendo a un ritmo diferente. Les dije que Rosendo me había invitado a quedarme, que no se preocuparan por mí, que estaría bien. Aunque insistieron en que debía partir con ellos, mi determinación no les dio opción y se fueron.

Los días que siguieron a nuestro encuentro parecieron detener el tiempo. Cuando mi familia vino a buscarme él me mantuvo oculta y negó haberme visto. Les dijo que yo había regresado a mi ciudad natal, que él mismo me había llevado a la terminal a tomar el ómnibus. Lo mismo les informó a los policías que aparecían cada tanto preguntando por mí. Yo no quería ver a nadie más que a él. Respiraba a través de su cuerpo y cuando se ausentaba, lo que empezó a ocurrir cada vez más asiduamente, necesitaba su retrato para sentir el aire entrar por mis pulmones. Rosendo se había convertido en una adicción de la que no podía escapar. El salía con su camioneta todas las mañanas y volvía al atardecer para llevarme a recorrer el campo y hacerme el amor a la luz de la luna. A veces desaparecía por días y cuando volvía nos amábamos frenéticamente, con desesperación. El era todo lo que yo necesitaba: el agua, el alimento, las fantasías y los sueños. Hasta que dejó de venir. Yo había perdido la noción del tiempo y del espacio pero un día, en un rapto de cordura, tomé su retrato y empecé a caminar en dirección al pueblo. Llegué sin sentir cansancio, ni hambre, ni frío, hasta que me encontré frente a la estación de Policía. Un cabo salió a mi encuentro. Tenía en la mano un afiche con una foto mía.

-Señorita, la buscamos por tres años. ¿Dónde se había metido?

-No lo sé. Me perdí en un abismo y no recuerdo nada. Me pregunto por qué guardo este retrato. El viaje fue largo.

-Venga señorita, siéntese. Ahora le traigo un café.

El hombre me observó con asombro y me hizo una seña para que le entregara el retrato.

-Este hombre es Rosendo Leiva.

-Si ¿Usted lo conoce? ¿Sabe dónde lo puedo encontrar?

-Está muerto... lo acuchillaron hace dos años... su padre...

-¿Mi padre?

-Si, su padre lo mató y se entregó. Está en la cárcel del pueblo, cumpliendo una larga condena.

-¿Y mi madre? ¿Mis hermanos? ¿Por qué no me buscaron?

Nunca dejaron de buscarla señorita. De esto han pasado tres años. Hace una semana estuvieron por acá. Cada vez que íbamos a la estancia, todo estaba en penumbras y parecía no haber nadie. ¿Se puede saber dónde se encontraba usted?

-Allí. Allí estaba. Esperándolo...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hermoso el blog, son los tonos de verdes que me encantan. Lo banal también es importante, o no? El cuento tiene varias aristas, desde el humor - la comunicación entre Damasia y su novio me resultó hilarante, aunque bien creíble - el terror, casi al final y el final propiamente dicho, asombroso. Creo haberte comentado que podrías continuarlo, sos bien capaz de hacerlo. Te lo digo yo. Cómo que quién soy?
Lulú, la loca, jajaja!!!
Felicitaciones a miles y dale pa'delante que está rebueno.
Ah! gracias por colgar mi cuento

Geor dijo...

Gracias Lulú!!!!!!!
Siempre me alientan tus comentarios. Por ahora no tenía pensado seguirlo... quizás más adelante jaja
Un beso grande