jueves, 20 de mayo de 2010

VUELVO PRONTO de Celia

-Eva Arévalo afirmó haber encontrado la nota pegada en el espejo del vestíbulo. Tanto Eva como Pablo, su marido, tenían por costumbre comunicarse sus ausencias mediante notas, siempre pegadas en el espejo del vestíbulo: “Salgo a comprar pan”, “Voy a la peluquería” o, como en este caso, “Vuelvo pronto”. Eva Arévalo, por lo tanto, no se extrañó al entrar en casa y encontrar el breve mensaje de Pablo.
“¿Cuánto tiempo suele significar “pronto” para su marido?” Fue la primera pregunta de uno de los policías que acudieron a su llamada. Eva le contestó que no podría precisarlo pero que “pronto” para Pablo significa “pronto”, más o menos lo que para todo el mundo. “¿Media hora, una hora, dos…?” El policía insistió y Eva lo miró con fijeza. “No lo sé – le replicó con calma-. Una hora, quizá dos como mucho, pero nunca un día entero, como ahora. “Pronto” no significa una demora de más de veinticuatro horas, no para Pablo. Ni para mí.”
Eva Arévalo, según la impresión de los policías, parecía una mujer serena. Preocupada, sí, pero sensata y poco dada a especulaciones fantásticas. En ningún momento perdió los nervios ni la compostura, ni apremió a los policías, ni balbuceó ni se contradijo en las explicaciones que ofreció sobre su vida cotidiana y los hábitos que marcaban la convivencia con Pablo. Los policías, tras estas y otras formalidades iniciales, se convencieron de que algo extraño había ocurrido con Pablo y abrieron una investigación.

La investigación duró poco; en apenas un día el proceso se resolvió de una forma inesperada: con un diagnóstico. Los policías interrogaron a los vecinos con los cuestionarios habituales en estos casos, preguntas abocadas principalmente a clarificar si alguno de ellos había visto a Pablo en las horas anteriores o posteriores en las que se había calculado su desaparición. La respuesta fue siempre la misma, un no rotundo. Nadie había visto a Pablo, ni en ese intervalo de tiempo ni en ningún otro porque nadie, ninguno de los interrogados, había visto jamás a Pablo pues Pablo, simplemente, no existía, no podía existir, en la casa sólo vivía ella, Eva Arévalo, una mujer de mediana edad que llegó al edificio hacía un año, sola; una mujer, Eva Arévalo, que se caracterizaba por no recibir visitas, ni cartas (esta circunstancia la facilitó el cartero, sorprendido de que incluso los bancos la excluyeran de su correspondencia); una mujer que salía todos los días a las mismas horas a comprar, según suponía el vecindario, lo más elemental.
Lo curioso, pensaba uno de los policías, no era que una mujer solitaria y con seguridad aquejada de alguna dolencia del alma, mucho más que de la mente, se hubiese inventado una pareja e incluso hubiese facilitado una fotografía para las pesquisas. Lo curioso había sido la tranquilidad con que Eva Arévalo escuchó a los policías cuando la visitaron para hacerle un resumen de la investigación y comunicarle el resultado. Eva Arévalo se limitó a asentir y a entrelazar los brazos en su regazo. Miró a los ojos a los policías y dijo “Gracias. Han hecho ustedes todo lo que estaba en sus manos.”
El policía, junto con la fotografía del presunto Pablo, guardó en un cajón de su mesa la nota manuscrita “Vuelvo pronto”. El grafólogo le había asegurado que esa letra no era la de Eva Arévalo, aunque este detalle podría no decir nada si, como resultaba evidente, la mujer padecía un severo trastorno de personalidad. Se han dado casos –argumentó el grafólogo- de personas que pueden escribir con tres o cuatro caligrafías diferentes, según se vean visitadas en esos momentos por una u otra de sus múltiples personalidades.
Al policía, sin embargo, esta explicación le parecía en exceso rebuscada. Y las explicaciones rebuscadas, lo sabía por experiencia, no solían ser las correctas.
El tiempo, más que en minutos, días y años, se mide para los policías en casos abiertos y cerrados, en éxitos y fracasos, en horrores e injusticias. Todo lo abyecto de lo que el ser humano es capaz pasa por sus mesas y se estaciona en tablones de corcho llenos de truculencias clavadas con alfileres: fotografías de víctimas, de sospechosos, esquemas, mapas, planos donde se expresa matemática y estadísticamente la geografía y frecuencia del horror. Y todo acaba depositado en los archivos: una morgue tan helada y aséptica como la de los sótanos.
Muchos casos se cerraron y abrieron pero el policía seguía pensando en Eva Arévalo. A veces abría el cajón y se demoraba mirando la nota “Vuelvo pronto” y se preguntaba qué habría sido de aquella mujer sosegada y amable cuyo historial se cerró con la evidencia de un trastorno que el policía seguía resistiéndose a domiciliar en su mente. Él siempre pensó en Eva Arévalo como en una enferma del alma.
Quizá por este diagnóstico íntimo el policía se alegró tanto de ver a Eva Arévalo acompañada de otro policía. Ambos se acercaban a su mesa. La mujer había solicitado verlo.
“Cuánto tiempo”-dijo el policía por todo saludo. Y se estrecharon las manos y el policía vio una luz desconocida en los ojos de Eva. “Mucho tiempo, sí -respondió la mujer-. Supongo que le extrañará mi visita.” “Su visita me alegra mucho más de lo que pueda extrañarme. He pensado en usted más de lo que imagina” –el policía sopesó la posibilidad de que sus palabras fuesen malinterpretadas, pero Eva sonrió con placidez y tomó asiento. “Ya lo sé. Mis palabras de antes eran pura cortesía. Sé que ha pensado mucho en mí, por eso vengo a comunicarle que Pablo ha vuelto.”
El policía sintió un nudo en el estómago. Interpretó esta afirmación como la prueba evidente de la locura de Eva que él tanto se había resistido a reconocer, pero antes de tomar una determinación prefirió escuchar lo que la mujer venía a decirle.
“Pablo volvió. Ya no vivimos en la misma casa de antes. Me mudé. Los vecinos, después de lo que pasó, me miraban con recelo y a nadie le gusta que le miren con recelo, ¿comprende? Me marché antes de que Pablo regresase, pero Pablo me encontró. Me gustaría que fuese usted a hablar con él, que averiguase dónde ha estado durante todo este tiempo. Quiero saber, aunque nada más sea por encima, por qué no volvió pronto, como me aseguraba en su nota. Pero, por favor, no vaya como policía. Vaya como amigo, como un amigo mío que me ha ayudado durante todo este tiempo.”
El policía llegó a la dirección que le había facilitado Eva y llamó al timbre. Un hombre que se ajustaba plenamente al de la fotografía facilitada tanto tiempo atrás abrió la puerta. Parecía apesadumbrado, de movimientos tardos y mirada velada. El policía se presentó como un amigo de su mujer, Eva Arévalo, y preguntó si estaba en casa y podía verla.
Pablo, porque no cabía ninguna duda de su identidad, franqueó la puerta y, con un gesto, invitó a pasar al policía. Por la razón que fuese el hombre llamado Pablo pareció, de pronto, haber envejecido veinte años. Sus movimientos se hicieron más pesados y lentos todavía, sus pupilas se extraviaron como absorbidas por una pena huracanada y las manos le temblaron ligeramente.
Entraron en una pequeña salita presidida por una librería y un retrato. Se trataba de una fotografía ampliada y enmarcada con un listoncillo dorado. “Aquí la tiene- dijo Pablo señalando el retrato-. Eva, mi mujer.” El policía replicó que ya la conocía, que reparara en que al presentarse le había dicho que era amigo suyo. Pablo lo observó con una sonrisa desvaída: “Un amigo venido de muy lejos y de muy antes, por lo que veo. ¿No sabe que Eva murió hace diez años?” “¿Diez años? –Exclamó el policía-. ¡Eso no es posible! Conocí a Eva hace apenas tres años y la he visto hace dos días. Dos días, ¿entiende?”
Pablo, más que sentarse, se derrumbó sobre una butaca y el policía pensó que podría hacer lo propio en un sofá. La conversación había tomado un giro tan absurdo que obviaba cualquier fórmula cortés.
Ninguno de ellos habló; no obstante, no pesaba en el ambiente la espesa incomodidad del silencio. Ambos aguardaban algo, quizá unas migajas de inspiración que lograran conducir su conversación hasta un terreno libre de sobresaltos. Pablo se decidió:
“Murió en un estúpido accidente casero. Se resbaló y se golpeó contra la esquina de una mesita. Yo había salido, ¿sabe? Yo había salido hacía rato pero si hubiese regresado antes…
Le dejé una nota. Siempre que nos ausentábamos nos avisábamos así, mediante notas. “Vuelvo pronto”, le escribí, pero no volví pronto porque si hubiese vuelto pronto Eva se habría salvado, su cerebro no hubiera estado tanto tiempo falto de oxigeno…. Pero no volví pronto, maldita sea, ¿sabe por qué no volví pronto? No se lo he contado jamás a nadie y creo que ya es hora de hacerlo. Verá, no volví pronto porque un olor, unos ojos y una voz que desde hacía unas semanas se habían instalado en mi mente se concretaron. No me mire así, no me culpe de lo que durante todos los minutos de esta década vengo culpándome. Jamás le había sido infiel a Eva hasta ese día. Cuando volví, ya no había nada que hacer. Fue un accidente, claro, un estúpido accidente casero como le he dicho antes pero, para mí, fue mucho más que eso.”
El policía contempló a Pablo; nunca en sus muchos años de oficio había visto un hombre tan derrotado. Ni los culpables de los peores crímenes dejaban traslucir jamás una cuarta parte del arrepentimiento que delataba todo su ser. El policía sintió una pena infinita y, extrañamente, le pareció lógico lo que estaba sucediendo.
“Eva volvió –dijo en voz baja pero segura el policía-. Regresó hace tres años y me dio su nota. La tengo aquí, ¿es su letra, verdad Pablo?” Pablo leyó las dos palabras “Vuelvo pronto” y asintió. “Sí, por supuesto que es su letra- corroboró el policía-, siempre presentí que Eva no estaba loca, siempre supe que era una enferma del alma. Lo que nunca llegué a imaginar es que Eva fuese, en realidad, un alma enferma.”
El policía se levantó dispuesto a marcharse. Ya no había nada que hacer ni que decir. Pablo, por su parte, pensó que quizá debería haber contado mucho antes los sucesos de aquel día que habían corroído todos sus sentimientos y emociones durante diez años. De repente se sentía más liviano y ágil, incluso su pulso parecía más firme y su respiración más vivaz.
Acompañó al policía hasta la puerta y se dieron un fuerte apretón de manos. El policía no quiso advertirle a Pablo que en el espejo del recibidor había pegada una nota que antes, a su llegada, no estaba. “Me voy”, se veía escrito con una letra que el policía no dudó ni un instante en atribuir a alguien que, ahora sí, se marchaba para no volver, porque ahora, por fin, ya sabía lo que durante diez años de peregrinaje su alma buscó saber.

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