viernes, 14 de mayo de 2010

CAMILA A LA NATURE

Ellos se observaban mutuamente sin saber qué decirse. El era francés y ella argentina. El hablaba su idioma y ella castellano. De una manera incomprensible se entendieron. Hay encuentros de almas que no necesitan presentación.

Camila había llegado a París para encontrarse con Jorge, su amante. Ella venía desde Barcelona, después de un viaje de mes y medio por Europa con dos amigas. Antes de viajar quedó con él que se encontrarían en París y luego irían a Copenhague y Estocolmo.

Camila esperó ansiosa el momento de verlo; ante la expectativa de tener a Jorge sólo para ella durante una semana, los últimos días con sus amigas habían sido un suplicio. A diferencia de ellas, Camila disfrutaba mezclándose con la gente, viviendo la idiosincrasia de cada lugar, respirando los olores típicos de cada ciudad que visitaban. Con Jorge estaba segura de que podría hacerlo. Más tarde comprobaría cuán equivocada estaba.

Quedaron en que ella lo llamaría desde Roma, su último destino antes del encuentro. Ansiosa por escuchar su voz, lo llamó según lo acordado. Su sorpresa fue mayúscula al escuchar a la operadora, en un mal español, decirle que el señor Jorge Reyes no aceptaba hablar con ella. Una voz de alarma interna le dijo que algo andaba mal pero no quiso darse por aludida y esquivando los fantasmas por las dudas le pidió a la telefonista que insistiera. Tras las súplicas de Camila, ésta aceptó renuente pero fue en vano: una vez más él rechazaba su llamada. Furiosa, le dijo que ella la pagaría y fue entonces que escuchó la voz fría y distante de Jorge:

-Negrita se me complica el encuentro, tengo que estar dos días en cada lugar, de reunión en reunión y no vamos a poder encontrarnos.

La decepción de Camila se tradujo en un rotundo:¡No me importa, quiero verte igual!

-Como quieras, te busco en Orly pero después no digas que no te lo advertí.

Estaba tan sorprendida y triste que olvidó preguntarle por qué había rechazado su llamada. Seguramente fue un error de la telefónica. No podía ser.

El encuentro en el aeropuerto no fue como ella lo había esperado. Una tristeza desconocida en su personalidad, alegre y despreocupada, se había adueñado de ella. Se saludaron con un beso y tomaron un taxi derecho al Hotel Hilton. Cuando llegaron hicieron el amor casi como autómatas, él se dio un baño rápido y le dijo que tenía que salir, pero antes le hizo un encargo.

-Hoy voy a estar ocupadísimo. Necesito que me compres esto.
Es un encargo de mi mujer.

Sin más, le alargó un papel y le dio un dinero. Con esto te va a alcanzar.

-¿No puedo acompañarte?

-De ninguna manera. Te vas a aburrir como una ostra. Nos vemos a la noche.

Camila no sabía si ponerse a llorar o salir a recorrer la ciudad. En el ínterin le echó una ojeada al papel y su rabia fue en aumento cuando vio que se trataba de ropa interior. Salió detrás de él y el conserje la saludó con una sonrisa amable, como si adivinara.

Caminó y caminó sin rumbo por las calles de París; recorrió Montmartre donde un artista joven ofreció pintarla y que le pagara “a la nature, avec le corp”; comió una baguette de jamón y queso cerca de Les Invalides y se sentó en un banco a contemplar el Sena. Sumida en sus pensamientos, no notó que un hombre rubio, de rostro simpático, se sentó a su lado. La saludó en francés y ella le devolvió el saludo en español. Con señas y miradas le dijo que ella era muy linda y que había traído el sol a París. Camila le agradeció el cumplido, también por señas, y le dijo que era casada. El no le creyó. Caminaron juntos hasta el anochecer y se despidieron en la puerta del hotel. El hombre le dio una tarjeta que ella guardó en su cartera. Estas cosas sólo suceden en Paris, pensó divertida.

Cuando llegó a la habitación Jorge ya había llegado. Le preguntó si había cumplido con su encargo. Fue allí cuando se dio cuenta de que había perdido el papel. El reproche silencioso de él fue peor que si la hubiera insultado. En el mismo tono frío y distante del teléfono le dijo:

-No podemos salir esta noche. Vas a tener que pedir que te traigan algo a la habitación. Me surgió una cena de negocios que no puedo postergar.

Camila se preguntó qué hacía allí. Parecía ajena al lugar, a él, a todo. Recordó a su amigo francés y tomó una decisión. Una vez que Jorge salió y la despidió con un beso a las apuradas, se dio una ducha rápida, se puso un jean y un sweater holgado, se miró en el espejo y le gustó su apariencia; juntó sus cosas y bajó al vestíbulo. Sobre el piso quedó el vestido que Jorge le había regalado en su último cumpleaños.

El conserje volvió a sonreírle como si estuviera al tanto de todo. Ella, en un mal francés, le mostró una tarjeta, le pidió que marcara ese número de teléfono y que le hiciera de intérprete.

A la media hora un hombre rubio, de rostro simpático la esperaba afuera. Salió, respiró profundo y se sintió libre. La aventura que había imaginado recién empezaba. Estaba en Paris. ¿Qué más podía pedir?

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